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– ¿Acaso puedo impedirlo? -dijo Maggie, riendo. ¿Cómo era posible que aquella mujer dejara un rastro de energía, ternura y contento allí por donde pasaba?

Había conocido a Gwen al llegar a Quantico por vez primera para realizar un curso de técnicas forenses. Maggie era por entonces una joven e ingenua novata que no había visto más sangre que la de un tubo de ensayo y que nunca había disparado un arma, salvo en las prácticas de tiro.

Gwen formaba parte del equipo de psicólogos que el director adjunto Cunningham había reclutado para que actuaran como asesores independientes a fin de realizar el perfil psicológico de los criminales de varios casos importantes. Ya entonces tenía una próspera consulta en Washington D. C. La mayoría de sus pacientes pertenecían a la flor y nata de la ciudad: esposas de congresistas hastiadas de sus vidas, altos mandos del ejército con tendencias suicidas, y hasta un miembro maniaco-depresivo del gabinete de la Casa Blanca.

Sin embargo, fueron sus investigaciones, los muchos artículos que había escrito y su notable conocimiento de los entresijos de la mente criminal lo que primero llamó la atención del director adjunto Cunningham cuando le pidió que actuara como asesora independiente de la Unidad de Apoyo a la Investigación del FBI. No obstante, Maggie descubrió muy pronto que aquello no era lo único que atraía al director adjunto Cunningham de la doctora Gwen Patterson. Hacía falta estar ciego para no darse cuenta de la química que había entre ellos, aunque Maggie sabía de primera mano que ninguno de los dos había dado ningún paso al respecto, ni siquiera tentativamente.

– Respetamos nuestra relación profesional -le explicó Gwen una vez, dejándole claro que no quería volver a hablar del asunto, a pesar de que la conversación tuvo lugar mucho después de que Gwen acabara su periodo de trabajo como asesora policial. Maggie sabía que posiblemente el infeliz matrimonio del director adjunto Cunningham tenía más que ver con la política de manos quietas que practicaban ambos que cualquier intento de preservar su relación profesional.

Desde la primera vez que se vieron, Maggie había admirado el vigor de Gwen, su afilada inteligencia y su ironía. La doctora Patterson se resistía a pensar de manera convencional y no vacilaba en romper cualquier norma sin por ello dejar de aparentar que respetaba escrupulosamente la autoridad. Maggie la había visto ganarse a diplomáticos y a criminales con sus modales desenvueltos y, al mismo tiempo, encantadores. Gwen era quince años mayor que ella, pero enseguida se había convertido en su mejor amiga y en su mentora.

El timbre sonó de nuevo y Maggie echó la mano atrás y agarró el revólver casi sin darse cuenta. Alzó la mirada para ver si Gwen había notado su reacción. Se alisó los faldones de la camisa sobre los vaqueros y miró el pórtico por la ventana lateral antes de desconectar el sistema de alarma. Después se detuvo a mirar por la mirilla, observando la esférica panorámica de la calle antes de abrir la puerta.

– Una pizza familiar para O'Dell -la muchacha le entregó la caja caliente. Olía a queso fundido y a salsa de tomate.

– Huele de maravilla.

La chica sonrió como si la hubiera hecho ella misma.

– Son dieciocho dólares con cincuenta y nueve, por favor.

Maggie le dio un billete de veinte y otro de cinco.

– Quédate con la vuelta.

– Vaya, muchas gracias.

La chica se alejó brincando por la glorieta, agitando la rubia coleta por debajo de la gorra de béisbol azul. Maggie dejó la pizza en el suelo, en medio del cuarto de estar. Regresó a la puerta para reactivar el sistema de alarma justo cuando Gwen bajaba corriendo las escaleras.

– Maggie, ¿qué ha pasado? -preguntó su amiga, sosteniendo en alto la camiseta empapada y manchada de sangre-. ¿Qué es esto? ¿Te has hecho algo? -inquirió Gwen.

– Ah, eso.

– Sí, eso. ¿Qué diablos ha pasado?

Maggie puso rápidamente la mano bajo la camiseta, que aún goteaba, y, quitándosela, corrió escaleras arriba para volver a depositarla en el lavabo. Vació el agua turbia, teñida de rojo, puso más detergente y sumergió la prenda en agua limpia. Al alzar la mirada, vio por el espejo que Gwen estaba de pie tras ella, observándola.

– Si estás herida, por favor, no intentes curarte tú sola -dijo Gwen con voz suave pero severa.

Maggie miró los ojos de su amiga en el espejo y comprendió que se refería al corte que Albert Stucky le había infligido en el abdomen. Después de la conmoción de aquella noche, Maggie se había escabullido entre las sombras y había intentado curarse la herida ella misma. Pero una infección la había llevado a la sala de urgencias del hospital unos días después.

– No es nada, Gwen. El perro de mi vecina estaba herido. Ayudé a llevarlo al veterinario. Esta sangre es del perro, no mía.

– ¿Estás de broma? -un instante después, el alivio pareció apoderarse de los rasgos de Gwen-. Dios mío, Maggie, ¿es que siempre tienes que meter las narices allí donde haya sangre.

Maggie sonrió.

– Te lo contaré luego. Ahora vamos a comer, que estoy muerta de hambre.

– Eso sí que es raro.

Maggie agarró una toalla, se secó las manos y bajó las escaleras delante de Gwen.

– ¿Sabes? -dijo su amiga tras ella-, tienes que engordar un poco. ¿Es que ya nunca comes como Dios manda?

– Espero que esto no vaya a convertirse en una conferencia sobre nutrición.

Oyó el suspiro de Gwen, pero sabía que su amiga no insistiría. Entraron en la cocina y Maggie sacó unos platos y unas servilletas de papel de una caja que había sobre la enci-mera. Cada una asió una botella de cerveza fría y fueron a sentarse en el suelo del cuarto de estar. Gwen ya se había despojado de sus costosos mocasines negros y había tirado su chaqueta de traje sobre el brazo de la tumbona. Maggie tomó una ración de pizza mientras Gwen examinaba la caja abierta junto al escritorio.

– Este es el archivo de Stucky, ¿no?

– ¿Vas a decírselo a Cunningham?

– Claro que no. Sabes que nunca lo haría. Pero me preocupa que estés tan obsesionada con él.

– Yo no estoy obsesionada.

– ¿Ah, no? Entonces, ¿tú cómo lo llamarías?

Maggie le dio un mordisco a su pizza. No quería pensar en Stucky, o volvería a perder el apetito. Sin embargo, ésa era una de las razones por las que había invitado a Gwen.

– Simplemente, quiero que lo atrapen -dijo finalmente. Sentía los ojos de Gwen escrutándola, buscando indicios, rastreando intenciones ocultas. Le desagradaba que su amiga intentara psicoanalizarla, pero sabía que, en el caso de Gwen, era una reacción instintiva.

– ¿Y sólo tú puedes atraparlo? ¿Es eso?

– Yo soy quien mejor lo conoce.

Gwen siguió mirándola un momento y después agarró la botella por el cuello y desenroscó el tapón. Bebió un trago y dejó la cerveza a un lado.

– He hecho algunas comprobaciones -tomó una porción de pizza. Maggie procuró ocultar su impaciencia. Le había pedido a Gwen que utilizara su influencia para averiguar en qué fase se hallaba el caso Stucky. Al exiliarla al circuito de la enseñanza, el director adjunto Cunningham también le había prohibido acceder a los datos de la investigación.

Gwen masticó despacio. Bebió otro sorbo mientras Maggie esperaba. Esta se preguntaba si su amiga habría llamado directamente a Cunningham. No, eso habría sido demasiado obvio. Cunningham sabía que eran amigas íntimas.

– ¿Y bien? -preguntó, sin poder soportarlo más.

– Cunningham ha metido en el caso a un trazador nuevo, pero ha desmantelado el equipo de investigación.

– ¿Y por qué demonios ha hecho eso?

– Porque no tiene nada, Maggie. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Más de cinco meses? No hay ni rastro de Albert Stucky. Es como si hubiera desaparecido de la faz de la tierra.

– Lo sé. He revisado el PDCV casi todas las semanas.