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El PDCV, el Programa de Detención de Criminales Violentos puesto en marcha por el FBI, registraba los crímenes de sangre que se producían a lo largo y ancho del país, clasificándolos conforme a sus rasgos distintivos. Nada que se asemejara al modus operandi de Stucky había aparecido en él en los últimos meses.

– ¿Y en Europa? Stucky tenía bastante dinero escondido. Podría haber ido a cualquier parte.

– He consultado a mis contactos en la Interpol -Gwen se detuvo para beber otro trago-. No tienen ningún indicio de Stucky.

– Puede que haya cambiado de modus operandi.

– O puede que haya dejado de matar, Maggie. A veces sucede con los asesinos en serie. Simplemente, dejan de matar. Nadie puede explicarlo, pero tú sabes tan bien como yo que es posible.

– En el caso de Stucky, no.

– ¿No crees que se habría puesto en contacto contigo? ¿Que intentaría empezar de nuevo ese juego macabro que os traíais entre manos? A fin de cuentas, fuiste tú quien lo mandó a la cárcel. Debe de estar muy cabreado contigo.

Maggie era quien había identificado finalmente al asesino al que el FBI llamaba El Coleccionista. El perfil que ella había realizado y un conjunto de huellas dactilares casi indistinguibles que el asesino había dejado tras de sí en el escenario de un crimen, haciendo gala de su arrogancia y su temeridad, habían llevado por fin al descubrimiento de que El Co-leccionista era en realidad Albert Stucky, un millonario de Massachusetts hecho a sí mismo.

Como la mayoría de los asesinos en serie, Stucky parecía disfrutar exhibiéndose; le gustaba llamar la atención y reclamar la autoría de sus crímenes. Cuando su obsesión se volvió hacia Maggie, a nadie le sorprendió. Pero el juego que siguió había superado toda expectativa. Aquel juego incluía indicios para atraparlo que llegaban en notas personales acompañadas de dedos cortados, de una marca de nacimiento diseccionada, y hasta, en una ocasión, de un pezón arrancado e introducido en un sobre.

De eso hacía ocho o nueve meses. Había pasado casi un año y Maggie seguía intentando recordar cómo era su vida antes de iniciarse el juego. No recordaba haber dormido sin que la asaltaran las pesadillas, ni vivir sin la necesidad de mirar continuamente a su espalda. Había estado a punto de perder la vida por capturar a Albert Stucky, y éste había escapado antes de que ella pudiera recordar siquiera qué se sentía estando a salvo.

Gwen extendió un brazo y sacó de la caja un montón de fotografías forenses. Las fue mirando y dejándolas en el suelo mientras seguía comiéndose la pizza. Era una de las pocas personas que Maggie conocía fuera del FBI que podían comer y mirar fotografías de la escena de una crimen al mismo tiempo. Sin alzar la mirada, dijo:

– Tienes que olvidarte de esto, Maggie. Ese hombre te está haciendo pedazos, y ni siquiera sabes dónde está.

Las imágenes de las fotografías dispersas miraban a Maggie, tan horrendas en blanco y negro como lo eran en color. Había primeros planos de gargantas seccionadas, de pezones arrancados a mordiscos, de vaginas mutiladas y de diversos órganos extraídos de sus cavidades. Esa misma tarde, con sólo una mirada, se había dado cuenta de que aún recordaba de memoria muchos de los informes. Dios, era increíble.

Hacía poco, Greg la había acusado de recordar más detalles sobre heridas de bala y marcas distintivas de asesinos que acontecimientos y aniversarios de su vida en común. No tenía sentido discutir con él al respecto. Maggie sabía que tenía razón. Quizá no se mereciera un marido, ni una familia, ni una vida independiente. ¿Cómo podía esperar cualquier mujer agente del FBI que un hombre comprendiera su trabajo, y menos aún aquella… aquella obsesión? Porque ¿no era acaso una obsesión? ¿Tendría razón Gwen?

Dejó la pizza a un lado y notó que le temblaban ligeramente las manos. Al alzar la mirada, vio que Gwen también le había percatado de su temblor.

– ¿Cuándo fue la última vez que dormiste toda la noche de un tirón? -su amiga frunció el ceño, preocupada.

Maggie prefirió ignorar la pregunta y evitó los verdes ojos irlandeses de Gwen.

– El hecho de que no haya habido ningún asesinato no significa que no haya comenzado de nuevo su colección.

– Y, si así es, Kyle estará alerta -Gwen sólo cometía el desliz de utilizar el nombre de pila del director adjunto Cunningham en ocasiones como aquélla, cuando estaba realmente preocupada-. Olvídalo, Maggie. Olvídalo antes de que te destruya.

– No va a destruirme. Soy muy fuerte, ¿recuerdas? -pero no se atrevió a mirar a los ojos de su amiga por miedo a que descubriera que mentía.

– Ah, sí, muy fuerte -dijo Gwen, echándose hacia atrás-. ¿Por eso vas por la casa con una pistola escondida en la cintura?

Maggie hizo una mueca de disgusto. Gwen la vio y se echó a reír.

– Verás, yo, en vez de fortaleza -le dijo a Maggie-, lo llamaría testarudez.

Capítulo 8

No recordaba que las repartidoras de pizza fueran tan guapas allá en su juventud, cuando trabajaba en la pizzería de su pueblo. En realidad, no recordaba que entonces hubiera repartidoras.

La vio caminar apresuradamente acera arriba. Largos mechones de pelo rubio ondulaban a su espalda. Llevaba el cabello recogido en una hermosa cola de caballo que sobresalía bajo la gorra azul de béisbol. Una gorra de los Cachorros de Chicago. Se preguntaba si sería fan de aquel equipo. O tal vez lo fuera su novio. Seguramente tenía novio en alguna parte.

Estaba demasiado oscuro para fiarse de las farolas. Los ojos habían empezado a escocerle y a enturbiársele. Se puso las gafas de visión nocturna y ajustó el aumento. Sí, así estaba mejor.

La vio mirar el reloj mientras aguardaba en el porche delantero. Esta vez, abrió la puerta un hombre. Naturalmente, el muy capullo le lanzó aquella mirada de perplejidad. Rebuscó los billetes en los bolsillos de sus pantalones vaqueros, que le apretaban la prominente barriga. Era un patán, sucio y con manchas de sudor bajo las sobaqueras y un tufo de pelo sobresaliendo por el cuello de la camiseta. Y aun así… Sí, allí estaba: otro baboso comentario acerca de lo guapa que era o de que así daba gusto dar propinas. Ella volvió a sonreír educadamente, a pesar del color que comenzaba a cubrir sus mejillas.

Por una vez, le habría gustado ver cómo le daba una patada en la entrepierna a uno de aquellos cretinos. Tal vez él pudiera enseñarle esa lección. Si las cosas salían como esperaba, pasarían algún tiempo juntos.

Ella se alejó a toda prisa por la acera sinuosa, y el puerco, que sólo le había dado un dólar de propina, le miró el trasero mientras la chica volvía a su pequeño y reluciente coche. Tan sólo esa imagen valía mucho más que un dólar. Qué tacaño hijo de puta. ¿Cómo iba a pagarse la chiquilla los estudios con propinas de un dólar?

Decidió que las mujeres eran mucho más generosas dando propinas. Tal vez porque se sentían en cierto modo culpables por no haber preparado la comida ellas mismas. Quién sabía. Las mujeres eran criaturas complicadas y fascinantes, y él no cambiaría su modo de ser aunque pudiera.

Se cambió las gafas de visión nocturna por unas oscuras gafas de sol por simple costumbre, y porque los faros de un coche que se acercaba le quemaban los ojos. Aguardó a que el coche de la chica alcanzara el cruce antes de dar la vuelta y seguirlo. La repartidora había terminado aquella ronda. Él reconoció el camino de vuelta a la pizzería Mamma Mia, en la 59 con Archer Drive. El local, muy acogedor, ocupaba el chaflán de un centro comercial de barrio. Una gasolinera autoservicio ocupaba el otro extremo del edificio. Entremedias Había media docena de tiendas más pequeñas, incluyendo el videoclub Mr. Magoo y la licorería de Shep.

Newburgh Heights era un barrio residencial tan pequeño y apacible que le daba risa. No constituía un desafío. Ni la preciosa repartidora tampoco. Pero ahora no se trataba de desafíos sino, sencillamente, de espectáculo.