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La mayoría de los asesinos en serie mataban por placer, porque hallaban en el asesinato una especie de gratificación. Era una elección, no necesariamente una enfermedad de la mente. Pero a Albert Stucky no le bastaba con matar. Su placer procedía del quebrantamiento psicológico de sus víctimas, a las que convertía en despojos suplicantes y llorosos, apoderándose de sus cuerpos, de sus mentes y sus almas. Disfrutaba doblegando su espíritu, trocando su ímpetu en miedo. Después, recompensaba a sus víctimas con una muerte lenta y desgarradora. Paradójicamente, aquéllas a las que mataba de inmediato, aquéllas a las que degollaba y abandonaba en un contenedor tras extraerles como trofeo un órgano elegido, ésas eran afortunadas.

El timbre del teléfono la sobresaltó. Agarró la Smith amp; Wesson que había dejado a su lado. De nuevo, fue un simple reflejo. Era tarde y muy poca gente conocía su nuevo número. Se había negado a darlo al llamar a la pizzería. Incluso había insistido en que Greg la llamara al móvil. Tal vez a Gwen se le había olvidado algo. Sin levantarse del suelo, estiró la mano hacia el escritorio y bajó el teléfono.

– ¿Sí? -dijo con los músculos tensos. Se preguntaba cuándo había dejado de contestar con un «¿diga?».

– ¿Agente O'Dell?

Reconoció al instante el tono franco y desenvuelto del director adjunto Cunningham, pero no se relajó.

– Sí, señor.

– No me acordaba de si ya estaba usando su número nuevo.

– Me he mudado hoy.

Miró su reloj de pulsera. Era más de medianoche. Hablaban poco últimamente, desde que Cunningham la sacara del servicio activo y la asignara a labores de enseñanza. ¿Tendría acaso algún dato nuevo sobre Stucky? Se irguió, sintiendo de pronto un inesperado brote de esperanza.

– ¿Ocurre algo?

– Lo siento, agente O'Dell. Sé que es muy tarde.

Ella se lo imaginó en su mesa de Quantico, aunque era viernes y medianoche.

– No importa, señor. No me ha despertado.

– Pensaba que se iba a Kansas City mañana, y tenía que hablar con usted.

– Me voy el domingo -procuró refrenar la duda, la expectación, para que no afloraran a su voz. Si Cunningham quería que se quedara, Stewart podría sustituirla en la conferencia sobre seguridad-. ¿Hay algún cambio en mi agenda?

– No, en absoluto. Sólo quería asegurarme. Sin embargo, esta tarde he recibido una llamada que me ha causado cierta inquietud.

Maggie imaginó un cuerpo destrozado y abandonado para que lo encontrara cualquier persona desprevenida bajo la basura. Aguardó a que le diera los detalles.

– Me ha llamado un tal detective Manx, del departamento de policía de Newburgh Heights -la expectación de Maggie se disipó al instante-. Me ha dicho que esta tarde se coló usted en la escena de un crimen. ¿Es cierto?

Maggie levantó la mano para frotarse los ojos otra vez, sólo para darse cuenta de que aún estaba sujetando la pistola. La dejó a un lado y se echó hacia atrás. Se sentía derrotada. Maldito fuera aquel capullo de Manx.

– ¿Agente O'Dell? ¿Es cierto?

– Me he mudado hoy a este barrio. Vi unos coches de policía al final de la calle. Pensé que tal vez podría echarles una mano.

– ¿E irrumpió en la escena de un crimen sin que nadie la invitara?

– Yo no irrumpí en ningún sitio. Sólo ofrecí mi ayuda.

– Eso no es lo que me ha dicho el detective Manx.

– No, ya me lo imagino.

– Quiero que se mantenga apartada del trabajo de campo, agente O'Dell.

– Pero podía…

– Eso significa que no puede utilizar sus credenciales para colarse en la escena de un crimen. Aunque sea en su calle. ¿Entendido?

Ella se pasó los dedos por el pelo revuelto. ¿Cómo se atrevía ese Manx? Ni siquiera hubiera descubierto al perro de no haber sido por ella.

– ¿Está claro, agente O'Dell?

– Sí. Sí, perfectamente claro -dijo, esperando casi una reprimenda adicional por su tono de sarcasmo.

– Que tenga buen viaje -dijo él con su brusquedad habitual, y colgó.

Maggie dejó el teléfono sobre el escritorio y empezó a rebuscar entre los archivos. La tensión de su cuello, de su espalda y de sus hombros era cada vez mayor. Se levantó, estirándose, y notó que la rabia aún martilleaba en su pecho. ¡Maldito Manx! ¡Maldito Cunningham! ¿Cuánto tiempo creía que podría mantenerla alejada del servicio activo? ¿Cuánto tiempo pensaba seguir castigándola por su debilidad? ¿Y cómo esperaba capturar a Stucky sin su ayuda?

Maggie comprobó el sistema de alarma por tercera vez, revisando dos veces la luz roja de encendido a pesar de que, cada vez, una voz mecánica le decía que el «sistema de alarma había sido activado». Al infierno con el zumbido de su cabeza. Se sirvió otro whisky, intentando convencerse de que uno más sin duda aliviaría su tensión.

El suelo de la habitación estaba cubierto de papeles y fotografías. Le pareció muy apropiado inaugurar su nuevo hogar con un montón de sangre y horror. Se retiró al solario, asió el revólver y, sacando una manta de una caja que había en un rincón, se la echó sobre los hombros. Apagó todas las luces, salvo la del escritorio. Luego se acurrucó en la tumbona, mirando hacia los ventanales.

Acunaba y bebía el whisky mientras contemplaba la luna deslizarse entre las nubes, haciendo bailar las sombras del jardín. En la otra mano sujetaba el revólver que descansaba sobre su regazo, oculto bajo la manta. A pesar del aturdimiento que notaba tras los globos oculares, estaría preparada. Tal vez el director adjunto Cunningham no pudiera impedir que Albert Stucky fuera por ella, pero ella sí podría. Y, esta vez, sería Stucky quien se llevara una sorpresa.

Capítulo 10

Reston, Virginia

Sábado noche

28 de marzo

R. J. Tully sacó otro billete de diez dólares y lo deslizó bajo el ventanuco de la taquilla. ¿Desde cuándo costaba el cine ocho dólares cincuenta? Intentó recordar la última vez que había ido al cine una noche de sábado. Intentó recordar cuándo había sido la última vez que había ido al cine, y punto. Seguramente Caroline y él habían ido alguna vez en sus trece años de matrimonio. Aunque habría sido al principio, antes de que ella empezara a preferir a sus compañeros de trabajo antes que a su marido.

Miró a su alrededor y vio a Emma paseándose lánguidamente un poco alejada de él, a un lado, detrás de al menos tres personas más de las que había en la cola. A veces se preguntaba quién demonios era aquella persona, aquella muchacha de catorce años alta y guapa, con el pelo sedoso y rubio y un cuerpo que empezaba a desarrollarse y cuyas formas enfatizaba con pantalones ceñidos y una camiseta de punto muy estrecha. Cada día se parecía más a su madre. Cielos, cuánto echaba de menos aquellos días en que esa misma niña lo tomaba de la mano y saltaba en sus brazos, dispuesta a seguirlo a cualquier parte. Pero eso, al igual que su madre, también había cambiado.

La esperó junto a la entrada, preguntándose si sería capaz de permanecer sentada a su lado dos horas seguidas. Notó que escudriñaba el gentío reunido en el vestíbulo, y se sintió desanimado. Emma no quería que sus nuevos amigos la vieran con su padre en el cine un sábado por la noche. ¿Tanto se avergonzaba de él? Tully no recordaba que sus padres hubieran despertado en él semejantes sentimientos. No era de extrañar que pasara tantas horas en el trabajo. Por el momento, estudiar a asesinos en serie parecía mucho más fácil de comprender que a una chica de catorce años.

– ¿Quieres palomitas? -le ofreció.

– Las palomitas tienen mogollón de grasa.

– No creo que tengas que preocuparte por eso, cielito.

– ¡Papá, por favor!

Él se detuvo bruscamente y miró hacia abajo para ver si la había pisado.