– No me llames así -susurró ella.
Él sonrió, lo cual pareció avergonzarla aún más.
– Está bien, nada de palomitas. ¿Te apetece una Pepsi?
– Una Pepsi light -dijo ella.
Emma esperó junto a él en la fila del bar, pero siguió observando el vestíbulo lleno de gente. Hacía casi dos meses que vivía con él. Lo cierto era que ahora la veía menos que cuando vivían en Cleveland y sólo la visitaba los fines de semana. Por lo menos antes hacían cosas juntos, intentando recuperar el tiempo perdido.
Cuando se mudaron a Virginia, él había intentado que cenaran juntos cada noche, pero, pese a todo, era el primero en romper aquella promesa. Su nuevo trabajo en Quantico engullía más tiempo del que pensaba. Así pues, además de que Emma y él habían tenido que acostumbrarse a una casa, un trabajo, una ciudad y un colegio nuevos, ella había tenido que habituarse también a la falta de su madre.
Tully apenas podía creer que Caroline hubiera aceptado el acuerdo. Tal vez cuando se cansara de jugar a la consejera delegada de día y a la vampiresa de noche, querría recuperar a su hija a tiempo completo.
Notó que Emma se atusaba nerviosamente los mechones de pelo rebeldes. Sus ojos seguían recorriendo el gentío que abarrotaba el cine. Él se preguntaba si no habría sido un error luchar por su custodia. Sabía que Emma echaba de menos a su madre, aunque Caroline tuviera aún menos tiempo para ella que él. Maldición. ¿Por qué tenía que ser tan dura la paternidad?
Estuvo a punto de pedir palomitas con mantequilla, pero se refrenó y pidió unas normales, confiando en que Emma cambiara de idea y picoteara algunas.
– Y dos Pepsis light medianas.
La miró para ver si se mostraba impresionada al comprobar la influencia que ejercía sobre él, pero notó que su blanca tez palidecía y que su fastidio se transformaba en pánico.
– ¡Ay, Dios mío! ¡Es Josh Reynolds! -se había acercado tanto a él que Tully tuvo que retroceder un paso para recoger los refrescos y las palomitas-. ¡Ay, Dios! Espero que no me haya visto.
– ¿Quién es Josh Reynolds?
– Uno de los chicos más enrollados de la clase de primero.
– Vamos a decirle hola.
– ¡Papá! Ay Dios, puede que no me haya visto.
Ella permanecía de cara a Tully, dándole la espalda al chico moreno que se abría paso hacia ellos. Sin duda su objetivo era Emma. ¿Y cómo no? Su hija era preciosa. Tully se preguntó si la timidez de su hija era cierta, o sólo parte del juego. Sinceramente, no tenía ni idea. Nunca había entendido a las mujeres, así que ¿cómo iba a entender a las adolescentes?
– ¿Emma? ¿Emma Tully?
El chico se estaba acercando. Tully observó asombrado que su hija sacaba del pánico que parecía haberla acometido unos segundos antes una sonrisa nerviosa, pero radiante. Ella se giró justo en el momento en que Josh Reynolds se abría paso por la fila.
– Hola, Josh.
Tully bajó la mirada para cerciorarse de que una impostora no había tomado de pronto el lugar de su obstinada hija. Porque la voz de la chica sonaba mucho más dulce.
– ¿Qué película vas a ver?
– As de corazones -dijo ella con desgana, aunque la había elegido ella.
– Yo también. Mi madre quiere verla -añadió él con excesiva rapidez.
Tully sintió lástima por el chico, que se había metido las manos en los bolsillos. Aquella actitud que Emma llamaba «enrollada» le costaba visibles esfuerzos. ¿O era Tully el único que notaba su azoramiento, el movimiento nervioso de sus pies? Tras un tenso silencio, al ver que seguían ignorando su presencia, Tully dijo:
– Hola, Josh. Soy R. J. Tully, el padre de Emma.
– Hola, señor Tully.
– Te daría la mano, pero las tengo ocupadas.
Por el rabillo del ojo, vio que Emma alzaba los ojos al cielo. ¿Cómo era posible que aquello la avergonzara? Sólo intentaba mostrarse amable. En ese momento, su busca empezó a pitar. Josh se ofreció a sujetar los refrescos antes de que a Emma se le ocurriera hacerlo. Tully acalló el pitido, no sin antes recibir unas cuantas miradas de irritación. El rostro de Emma adquirió un bello tono sonrojado. De un sólo vistazo, Tully reconoció el número. ¿Por qué precisamente esa noche?
– Tengo que hacer una llamada.
– ¿Es usted médico o algo así, señor Tully?
– No, Josh. Soy agente del FBI.
– ¿Bromea? Qué guay.
La cara del chico se iluminó, y Tully vio que Emma también lo notaba. En vez de dirigirse directamente a la cabina, hizo un poco de tiempo.
– Trabajo en Quantico, en la Unidad de Apoyo a la Investigación. Soy lo que llaman un trazador de perfiles criminales.
– ¡Guau! Qué guay -repitió Josh.
Sin siquiera mirarla, Tully notó que la expresión de Emma cambiaba al observar la reacción de Josh.
– Así que ¿persigue a asesinos en serie, como en las películas?
– Me temo que en las películas parece mucho más emocionante de lo que es.
– ¡Vaya! Apuesto a que ha visto cosas que ponen los pelos de punta, ¿eh?
– Por desgracia, sí. Bueno, tengo que ir a llamar por teléfono. Josh, ¿te importa hacerle compañía a Emma un momento?
– Oh, claro que no. No se preocupe, señor Tully.
No volvió a mirar a Emma hasta que estuvo en la cabina. De pronto, su beligerante hija era toda sonrisas, esta vez sinceras. Vio a los dos adolescentes hablar y reír mientras marcaba el número. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, se sintió feliz y se alegró de que Emma estuviera con él. Por unos minutos, casi olvidó que el mundo podía ser cruel y violento. Entonces oyó la voz del director adjunto Cunningham.
– Soy Tully, señor. ¿Me ha llamado?
– Parece que tenemos un caso con las características de Stucky.
Tully sintió de pronto una náusea. Llevaba varios meses temiendo aquella llamada y aguardándola con ansiedad al mismo tiempo.
– ¿Dónde, señor?
– Justo delante de nuestras narices. A veinticinco o treinta minutos de aquí. ¿Puede recogerme dentro de una hora? Podemos ir juntos.
Sin necesidad de preguntarlo, Tully supo que Cunningham quería que fuera a buscarlo a Quantico. Se preguntaba si aquel hombre iba alguna vez a su casa.
– Claro, allí estaré.
– Nos veremos dentro de una hora.
Había llegado el momento. Después de años sentado tras una mesa en Cleveland, elaborando perfiles de asesinos sólo de oídas, aquélla era su oportunidad de ponerse a prueba y unirse al grupo de los auténticos trazadores. Pero, entonces, ¿por qué sentía aquella náusea?
Tully regresó junto a su hija y el amigo de ésta temiendo la desilusión de la niña.
– Lo siento, Emma. Tengo que irme -al instante, los ojos de su hija se ensombrecieron y la sonrisa se borró de su cara-. Josh, ¿has dicho que habías venido con tu madre?
– Sí, está comprando palomitas -señaló a una atractiva pelirroja que aguardaba en la cola. Al ver que Josh la señalaba, la pelirroja sonrió y se encogió de hombros, indicando la fila inmóvil que la precedía.
– Chicos, ¿os importa que le pregunte a tu madre si Emma se puede quedar con vosotros a ver la película? -Tully se preparó para la expresión de pánico de su hija.
– No, qué va, sería guay -dijo Josh sin vacilar, y Emma pareció animarse al instante.
– Claro, papá -dijo.
Tully se preguntó si Emma era consciente de cuan enrollada fingía ser en ese momento.
Al presentarse a Jennifer Reynolds, ésta también pareció encantada de poder ayudarlo. Tully se ofreció a compensarla invitándolos a todos a ver otra película cualquier otra noche. Luego se azoró al reparar en su anillo de casada. Pero Jennifer Reynolds aceptó su ofrecimiento sin vacilar y con una mirada coqueta que ni siquiera un hombre recién divorciado y falto de práctica tenía que esforzarse en descifrar. A pesar de su perplejidad, Tully no pudo evitar excitarse un poco.
Regresó sonriendo al coche, saludando a la gente del aparcamiento y haciendo tintinear las llaves en la mano. La noche todavía era cálida y la luna prometía brillar a pesar de los jirones de las nubes. Se deslizó tras el volante y comprobó su reflejo en el retrovisor, como si hubiera olvidado la expresión de su rostro cuando era feliz. Qué sensación tan extraña, la felicidad y la excitación, y todo la misma noche. Dos cosas que no había sentido en años, aunque sabía que ambas serían fugaces. Salió del aparcamiento del cine sintiendo que podía enfrentarse a todo y a todos. Incluso, tal vez, a Albert Stucky.