– Ese tipo es muy complicado, Frank. A las que colecciona casi nunca las encontramos. Éstas… éstas son sólo sus desechos. Son para él un simple entretenimiento…, para exhibirse -Cunningham se echó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas. Sus tobillos oscilaban como si estuviera listo para ponerse en acción en cualquier momento. Todo en Cunningham evidenciaba su inagotable energía, su vehemencia. Sin embargo, su rostro y su voz seguían en calma, casi relajados.
Tully miró fijamente la caja de pizza en el suelo del furgón. A pesar del olor a masa y pepperoni, reconoció el acre hedor de la sangre. Nunca más volvería a comer pizza.
– En este pequeño y tranquilo barrio, nunca pasa nada -dijo el doctor Holmes mientras seguía anotando datos en los impresos que llevaba sujetos al portafolios-. Y, de pronto, dos homicidios en un solo día.
– ¿Dos? -la tranquilidad del doctor parecía ir adelgazando la paciencia de Cunningham. Éste miró la caja, y Tully comprendió que no la tocaría a menos que el doctor Holmes lo invitara a hacerlo. Tully había descubierto hacía tiempo que, a pesar de su autoridad, Cunningham mostraba gran respeto por quienes trabajaban con él, así como por las normas, la política y el protocolo-. No me han informado de ningún otro homicidio, Frank -dijo al ver que el médico tardaba en explicarse.
– Bueno, todavía no estoy seguro de que el otro sea un homicidio. No encontramos el cuerpo -por fin, el doctor Holmes dejó a un lado el portafolios-. Había una agente en la escena del crimen. ¿No era de tu equipo?
– ¿Cómo dices?
– Ayer por la tarde. No muy lejos de aquí, en un barrio muy bonito y tranquilo de Newburgh Heights. Dijo que era psicóloga forense y que acababa de mudarse al barrio de la víctima. Una joven de gran valía.
Tully observó la cara de Cunningham, su expresión pasaba de la calma a la agitación.
– Sí, algo me han dicho. Se me había olvidado que ahora vive en Newburgh Heights. Lamento que se entrometiera.
– Oh, no hace falta que te disculpes, Kyle. Al contrario, fue de gran ayuda. Creo que el arrogante bastardo que supuestamente tenía que examinar la escena del crimen aprendió una cosa o dos.
Tully sorprendió al Cunningham con una sonrisa en la comisura de los labios antes de que se diera cuenta de que lo estaba observando. Entonces se volvió hacia él y explicó:
– La agente O'Dell, su predecesora, acaba de comprarse una casa en esta zona.
– ¿La agente Margaret O'Dell? -Tully sostuvo la mirada a su jefe hasta que notó que Cunningham hacía la misma conexión que él acababa de hacer. Los dos miraron fijamente al doctor Holmes mientras éste acercaba la caja de pizza. Fuera lo que fuera lo que contenía, ninguno de ellos necesitaba ver aquel amasijo sanguinolento para saber que, con toda seguridad, aquello era obra de Albert Stucky. Y Tully comprendió que no era coincidencia que hubiera elegido empezar otra vez junto al nuevo hogar de la agente O'Dell.
Capítulo 12
Cuando al fin regresó a la seguridad de su habitación, el cansancio se le había infiltrado en los huesos y amenazaba con paralizarlo. Se quitó la ropa con los movimientos justos, dejando que el tejido se deslizara por su cuerpo fibroso, a pesar de que en realidad deseaba rasgarlo y hacerlo trizas. Su cuerpo le desagradaba. Esta vez, le había costado casi el doble correrse. De todas las putas cosas de las que tenía que preocuparse, ésa era la más irritante.
Rebuscó ansiosamente en su bolsa de lona, tirando al azar cosas al suelo. De pronto, se detuvo al tocar el suave cilindro. El alivio se apoderó de él, refrescando su cuerpo empapado en sudor.
El cansancio se había trasladado a sus dedos. Le costó tres intentos quitar el precinto de plástico e introducir la aguja en el tapón de goma de la ampolla. Odiaba no ser dueño de sí mismo. La rabia y la impaciencia sólo aumentaban sus náuseas. Procuró calmar el temblor de sus manos cuanto pudo y observó cómo la jeringa succionaba el líquido de la ampolla.
Se sentó al borde de la cama; le flaqueaban las rodillas y el sudor le corría por la espalda desnuda. Con un rápido movimiento, se clavó la aguja en el muslo, introduciendo el líquido incoloro en su flujo sanguíneo. Luego se tumbó de espaldas y aguardó con los ojos cerrados para no ver las líneas rojas que cruzaban su campo de visión. En su cabeza, podía oír el petardeo de sus vasos sanguíneos: ¡pop, pop, pop! Aquella idea podía volverlo completamente loco antes de dejarlo ciego del todo.
A pesar de tener los párpados cerrados, percibía el destello de los truenos que invadía su cuarto apenas iluminado. El retumbar de un trueno hizo vibrar la habitación. Luego comenzó a llover otra vez, suave y pausadamente, con una cadencia semejante a la de una nana.
Sí, su cuerpo le desagradaba. Lo había doblegado fortaleciendo sus fibras, usando pesas, máquinas y cintas mecánicas. Se alimentaba de comidas nutritivas ricas en proteínas y vitaminas. Se había liberado de todas las toxinas, incluyendo la cafeína, el alcohol y la nicotina. Pero, aun así, su cuerpo seguía traicionándolo, poniendo de relieve sus limitaciones, recordándole sus imperfecciones.
Hacía tres meses escasos que había empezado a notar los síntomas. Los primeros eran simplemente molestos: la sed continua y la constante necesidad de orinar. Quién sabía cuánto tiempo llevaba aquella maldita cosa aletargada en su interior, lista para golpearlo en el momento oportuno.
Por supuesto, sería aquella anormalidad la que finalmente acabara con él; un regalo de su ambiciosa madre, a la que ni siquiera había conocido. La muy zorra había tenido que dejarle en herencia algo que podía destruirlo.
Se sentó, ignorando el leve aturdimiento de su cabeza y su visión aún borrosa. Las recaídas eran cada vez más frecuentes y se hacían cada vez más difíciles de prever. Pero, fueran cuales fuesen sus limitaciones, no permitiría que estropearan el juego. La lluvia tamborileaba con más insistencia ahora. Los relámpagos estallaban sin cesar. La habitación parecía bullir de movimiento. Los objetos cubiertos de polvo despertaban a la vida como pequeños robots articulados. La fea habitación saltaba y se agitaba por entero.
Asió la lámpara de la mesilla de noche y enroscó la bombilla, encendiéndola. Su resplandor amarillo detuvo en seco el movimiento. A su luz, podía ver el cúmulo de cosas escapadas de su bolsa de lona abierta. Calcetines, trastos de afeitar, camisetas, varios cuchillos, un escalpelo y una Glock 9 milímetros yacían esparcidos sobre la gruesa alfombra. Ignoró el zumbido familiar que había empezado a invadir su cabeza y, rebuscando entre el montón, se detuvo al encontrar las braguitas rosas. Frotó la suave seda contra su áspera mandíbula y luego aspiró su aroma: una encantadora combinación de polvos de talco, pizza y lefa.
Vio el folleto de la agencia inmobiliaria debajo del montón y lo sacó, lo desdobló y lo alisó. La cuartilla incluía una foto en color de la hermosa casa colonial, una descripción detallada de sus instalaciones y el reluciente logotipo azul de Heston Inmobiliaria. La casa sin duda había colmado sus expectativas, y estaba seguro de que así seguiría siendo.
En la parte de abajo del folleto había una pequeña foto de una mujer atractiva que intentaba aparentar profesionalidad a pesar de que había algo… ¿qué era lo que había en sus ojos? Una especie de inseguridad, algo que la hacía parecer incómoda con su bonita blusa clásica y su traje azul marino. Pasó el pulgar por su rostro, corriendo la tinta y dejando un rastro azul y negro sobre su piel. Así estaba mejor. Sí, ya podía sentir su fragilidad. Quizá sólo podía verla y sentirla porque había pasado mucho tiempo observándola, estudiándola atentamente y examinándola. Se preguntaba qué era lo que tan denodadamente intentaba ocultar Tess McGowan.