Cruzó la habitación con paso lento y decidido. No quería enojarse porque aún le flaquearan las rodillas. Clavó el folleto en el tablón de corcho. Luego, como si el recuerdo de Tess y de sus piernas torneadas le trajera a la memoria otra cosa, sacó de debajo de la mesa una caja. Desgraciadamente, los empleados de mudanzas eran muy descuidados hoy en día. Se iban por ahí y se tomaban descansos haciendo caso omiso de las preciosas posesiones que se dejaban a su cargo. Sonrió al romper la cinta de embalar y levantó la tapa, en la que estaba escrito M. O'Dell.
Sacó unos recortes de periódico amarillentos. Bombero sacrifica su vida. Abierto un fondo de ayuda para la familia del héroe. Qué modo tan horrible de perder a su padre, en un espantoso incendio.
– ¿Sueñas con él, Maggie O'Dell? -musitó-. ¿Imaginas su cuerpo lamido por las llamas?
Se preguntaba si al fin habría encontrado el talón de Aquiles de la valiente y decidida agente especial O'Dell.
Dejó a un lado los recortes de periódico. Debajo, descubrió un tesoro aún más valioso: una agenda de cuero. Pasó las páginas hasta encontrar la semana siguiente, y al instante se sintió decepcionado. El enojo volvió a acometerlo mientras visaba por segunda vez la notación hecha a lápiz. Ella estaba en Kansas City, en una conferencia sobre seguridad. Luego se calmó y sonrió de nuevo. Tal vez fuera mejor así. Sin embargo, era una lástima que la agente O'Dell se perdiera su debut en Newburgh Heights.
Capítulo 13
Domingo, 29 de marzo
Maggie vació la última caja con las cosas de la cocina, lavando y secando cuidadosamente las copas de cristal y colocándolas a continuación en el estante superior del aparador. Aún le extrañaba que Greg le hubiera permitido llevarse el juego de ocho copas. Aseguraba que eran un regalo de bodas de un pariente de Maggie, aunque ella no sabía de ningún miembro de su familia que pudiera permitirse un obsequio tan caro y de tan buen gusto. Su propia madre le había regalado un horno tostador, un regalo práctico, desprovisto de todo sentimentalismo, que reflejaba fielmente las características de los O'Dell a los que ella conocía.
Las copas le recordaron que debía llamar a su madre para darle su número de teléfono. Al instante sintió la tirantez de costumbre en el pecho. Naturalmente, no había razón para que le diera sus señas. Su madre rara vez salía de Richmond, y sin duda no la visitaría en un futuro inmediato. Maggie se crispó al imaginar que su madre pudiera invadir su nuevo santuario. Hasta la llamada de teléfono obligatoria le parecía una intromisión en su apacible jornada dominical. Pero tenía que llamarla antes de salir para el aeropuerto. Después de tantos años, volar todavía la asustaba, de modo que ¿por qué no olvidarse de la posibilidad de que el avión perdiera el control a treinta mil pies de altura con una conversación que sin duda le haría chirriar los dientes?
Sus dedos apretaron con desgana las teclas. ¿Cómo era posible que aquella mujer todavía la hiciera sentirse como una enfermera de doce años, vulnerable y ansiosa? Sí, a los doce años ella era más madura y competente de lo que su madre sería nunca.
El teléfono sonó seis, siete veces. Maggie iba a colgar cuando una voz baja y áspera masculló algo incomprensible.
– ¿Mamá? Soy Maggie -dijo a modo de saludo.
– ¡Pajarito mío!, ahora mismo iba a llamarte.
Maggie hizo una mueca al oír que su madre usaba el apodo que su padre le había dado. Su madre sólo la llamaba «pajarito» cuando estaba borracha. Maggie deseó poder colgar. Su madre no podía llamarla sin el número nuevo. Tal vez siquiera recordaría después aquella llamada.
– No me habrías encontrado, mamá. Acabo de mudarme.
– Pajarito, quiero que le digas a tu padre que deje de llamarme.
Maggie sintió que le flaqueaban las rodillas. Se apoyó contra la encimera.
– ¿De qué estás hablando, mamá?
– No deja de llamarme, me dices cosas y luego cuelga.
La encimera no le bastaba. Se acercó al taburete y sentó. Se sorprendió al notar una náusea repentina y un escafrío, y se enojó. Se llevó la mano al estómago, como si pudiera aplacar así su malestar.
– Mamá, papá murió. Lleva muerto más de veinte años -agarró un paño de cocina, lo primero que encontró. Dios santo, ¿sería aquello una nueva demencia provocada por el alcohol?
– Oh, ya lo sé, cariño -su madre soltó una risilla. Maggie apenas recordaba a su madre riendo. ¿Era todo aquello una broma pesada? Cerró los ojos y aguardó. No sabía si habría una explicación, pero ignoraba cómo continuar aquella charla.
– El reverendo Everett dice que es porque tu padre todavía tiene algo que decirme. Pero siempre cuelga, ¡demonios! Ay, no debería jurar -y se rió otra vez.
– Mamá, ¿quién es el reverendo Everett?
– El reverendo Joseph Everett. Te he hablado de él, pajarito.
– No, no me has hablado de él.
– Seguro que sí. Ah, Emily y Steven acaban de llegar. Tengo que dejarte.
– Mamá, espera. Mamá… -pero era demasiado tarde. Su madre ya había colgado.
Maggie se pasó los dedos por el pelo corto, conteniendo las ganas de gritar. Hacía sólo una semana… está bien, tal vez dos semanas, que no hablaba con ella. ¿Cómo era posible que su madre tuviera tan poco seso? Pensó en llamarla otra vez. No le había dado su número de teléfono. Pero su madre no estaba en condiciones de recordarlo. Tal vez Emily y Steven, o el reverendo Everett, quienesquiera que fuesen aquellas personas, pudieran ocuparse de ella. Maggie la había cuidado demasiado tiempo. Quizá fuera hora de que alguien la relevara.
El hecho de que su madre hubiera vuelto a beber no la sorprendía. Hacía años que lo había aceptado. Al menos, cuando bebía, no pensaba en suicidarse. Pero que creyera hablar con su difunto marido perturbaba a Maggie. Además, odiaba que le recordaran que la única persona que de verdad la había querido incondicionalmente llevaba muerta más de veinte años.
Maggie tiró de la cadena que llevaba al cuello y sacó el colgante de debajo de la camisa. Su padre le había regalado la cruz de plata por su primera comunión, asegurándole que la protegería del mal. Sin embargo, Maggie no dejaba de recordar que la cruz idéntica que él llevaba no lo salvó cuando entró en aquel edificio en llamas. A menudo se preguntaba si de veras creía que lo protegería.
Desde entonces, Maggie se había acercado lo suficiente al mal como para saber que ni siquiera una armadura de cruces de plata bastaría para protegerla. Aun así, llevaba el colgante como recuerdo de aquel hombre valiente que había sido su padre. La cruz oscilaba entre sus pechos y a veces le parecía tan fría y dura como la hoja de un cuchillo. Le servía para recordar que la línea entre el bien y el mal era muy delgada.
Durante los últimos nueve años había aprendido muchas cosas acerca del mal, de su capacidad para aniquilar dejando tras de sí carcasas vacías que antes fueron cuerpos cálidos y llenos de vida. Todo aquel aprendizaje estaba destinado a enseñarle a combatir el mal, a controlarlo y, al fin, a aniquilarlo. Pero, para lograr ese propósito, era necesario seguir el rastro de la maldad, vivir como vivían los malvados, pensar como pensaban ellos. ¿Era posible que en algún punto del camino el mal la hubiera invadido sin que ella se diera cuenta? ¿Sería por eso por lo que sentía tanto odio, tanta necesidad de venganza? ¿La razón de que se sintiera tan vacía?
Sonó el timbre y Maggie asió la Smith amp; Wesson casi sin darse cuenta. Guardó el revólver en el que se estaba convirtiendo su lugar de costumbre, la parte de atrás de la cinturilla de los vaqueros, y, distraídamente, se bajó la camiseta para taparlo.