No reconoció a la mujer morena y baja que esperaba en el pórtico. Escudriñó la calle, el espacio entre las casas, las sombras proyectadas por los árboles y los arbustos, antes de desactivar el sistema de alarma. No estaba segura de qué esperaba. ¿De veras creía que Albert Stucky podía haberla seguido hasta su nueva casa?
– ¿Sí? -preguntó, abriendo la puerta lo justo para colocarse en el hueco.
– ¡Hola! -dijo la mujer con fingida simpatía.
Vestida con jersey de punto blanco y negro y una falda a juego, parecía lista para salir a pasar la noche fuera. Su pelo negro, que llevaba a la altura del hombro, no se movía con la brisa. El maquillaje realzaba sus labios finos y ocultaba las arrugas de la risa. El collar de diamantes, los pendientes y el anillo de boda eran sencillos y elegantes, pero Maggie se dio cuenta de que eran asimismo muy caros. Bien, al menos aquella mujer no intentaba venderle nada. Sin embargo, Maggie aguardó mientras la mujer escudriñaba a su alrededor, intentando captar algún atisbo del interior de la casa.
– Soy Susan Lyndell. Vivo aquí al lado -señaló la casa con el exterior recubierto de madera, de la que sólo se veía una esquina del tejado delantero desde el pórtico de Maggie.
– Hola, señora Lyndell.
– Oh, por favor, llámeme Susan.
– Yo soy Maggie O'Dell.
Maggie abrió la puerta un poco más y le tendió la mano, pero se mantuvo sólidamente en el umbral. Seguramente, la mujer no esperaba que la invitara a entrar. Entonces notó que su nueva vecina miraba hacia su propia casa y hacia atrás, hacia la calle. Era una mirada ansiosa, llena de nerviosismo, como si temiera que alguien la viera.
– La vi el viernes -parecía incómoda. Era evidente que no había ido a dar la bienvenida a Maggie al vecindario. Tenía otra cosa en la cabeza.
– Sí, me mudé el viernes.
– La verdad es que no la vi haciendo la mudanza -dijo ella, apresurándose a señalar aquel detalle-. Me refería a que la vi donde Rachel. En casa de Rachel Endicott -la mujer se acercó un poco más y mantuvo la voz suave y calma, a pesar de que con las manos apretaba con fuerza el dobladillo de su jersey.
– Ah.
– Soy amiga de Rachel. Sé que la policía… -se detuvo y esta vez miró en ambas direcciones-. Sé que dicen que seguramente Rachel se haya ido por propia voluntad, pero yo no lo creo.
– ¿Se lo ha dicho al detective Manx?
– ¿El detective Manx?
– Es quien está a cargo de la investigación, señora Lyndell. Yo sólo me acerqué para ver si podía echar una mano, como cualquier vecina preocupada.
– Pero usted es del FBI, ¿no? Me pareció que alguien lo decía.
– Sí, pero no estaba allí de servicio. Si tiene alguna información, le sugiero que hable con el detective Manx.
Maggie no quería volver a molestar a Manx. Cunningham ya dudaba de su competencia, de su capacidad de juicio. Maggie no permitiría que un capullo como Manx empeorara las cosas. Sin embargo, Susan Lyndell no parecía satisfecha con su consejo. Se quedó allí parada, nerviosa, mirando a su alrededor, cada vez más alterada.
– Sé que ésta no es forma de presentarse, y lo lamento, pero si pudiera hablar con usted unos minutos… ¿Le importa que pase?
Su instinto le decía que mandara a Susan Lyndell a su casa, que insistiera en que llamara a la policía y hablara con Manx. Sin embargo, por alguna razón, dejó que la mujer entrara en el vestíbulo, pero no más allá.
– Tengo que tomar un avión esta misma tarde -dijo, dejando que la impaciencia aflorara a su voz-. Como verá, aún no he tenido tiempo de desembalar, y menos aún de hacer las maletas para irme de viaje.
– Sí, lo comprendo. Es muy posible que sólo me esté comportando como una paranoica.
– ¿No cree que la señora Endicott se haya ido a pasar unos días fuera de la ciudad? ¿Tal vez para escapar de algo?
Susan Lyndell la miró a los ojos fijamente.
– Sé que había algo… algo en la casa que sugiere que no fue eso lo que ocurrió.
– Señora Lyndell, no sé qué habrá oído…
– Está bien -la interrumpió con un gesto de su pequeña mano de largos y finos dedos, que a Maggie le recordaba el ala de un pájaro-. Sé que no puede divulgar lo que haya visto -volvió a agitarse, cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro, como si los zapatos de tacón alto fueran la causa de su malestar-. Mire, no hace falta ser muy lista para darse cuenta de que no es normal que vinieran tres coches patrulla y el forense del condado a rescatar a un perro herido. Aunque pertenezca a la esposa de Sidney Endicott.
Maggie no reconoció el nombre, ni le importaba. Cuanto menos supiera de los Endicott, más fácil le resultaría mantenerse apartada del caso. Cruzó los brazos sobre el pecho y esperó. Susan Lyndell pareció interpretar aquel gesto como una señal de que había captado toda su atención.
– Creo que Rachel iba a verse con alguien. Y que esa persona pudo llevársela contra su voluntad.
– ¿Por qué lo dice?
– Rachel conoció a un hombre la semana pasada.
– ¿Qué quiere decir con que conoció a un hombre?
– No quiero darle una impresión equivocada. Rachel no tenía costumbre de hacer esas cosas -dijo rápidamente, como si necesitara justificar los actos de su amiga-. Sencillamente, ocurrió. Ya sabe lo que pasa -esperó algún signo de comprensión por parte de Maggie. Al no ver ninguno, prosiguió atropelladamente-. Rachel me dijo que era… Bueno, me dijo que era un tipo salvaje y excitante. Era una atracción puramente física. Estoy segura de que ni siquiera se le había pasado por la cabeza dejar a Sidney -añadió como si necesitara convencerse a sí misma.
– ¿La señora Endicott tenía una aventura extramatrimonial?
– Oh, cielos, no, pero creo que se sintió tentada. Por lo que yo sé, no fue más que un coqueteo un tanto subido de tono.
– ¿Cómo sabe todas esas cosas?
Susan evitó los ojos de Maggie y fingió mirar por la ventana.
– Rachel y yo éramos amigas.
Maggie prefirió no hacerle notar que de pronto había empezado a hablar en pasado.
– ¿Cómo lo conoció? -preguntó.
– Ese hombre llevaba una semana, más o menos, trabajando por esta zona. En las líneas de teléfonos. Tenía algo que ver con un cable que van a tender. Yo no sé mucho de eso. En esta zona siempre parece que están poniendo cosas nuevas.
– ¿Por qué cree que ese hombre pudo llevarse a Rachel contra su voluntad?
– Porque parecía que él se lo estaba tomando demasiado en serio. Quería que llegaran a más. Ya sabe cómo son esos tipos. En realidad, sólo quieren una cosa. Y no sé por qué, pero siempre piensan que nosotras, las esposas ricas y solitarias, estamos más dispuestas a dejarles… -se interrumpió, dándose cuenta de que había revelado más de lo necesario. Al instante apartó la mirada, un tanto sonrojada, y Maggie comprendió que Susan Lyndell ya no hablaba de su amiga, sino de sí misma-. Bueno, digamos -continuó-, que me daba la impresión de que ese hombre quería algo más de Rachel de lo que ella estaba dispuesta a darle.
Maggie recordó el dormitorio. ¿Había invitado Rachel Endicott a un empleado de teléfonos a su habitación para luego cambiar de idea?
– Entonces, ¿cree usted que ella lo invitó y que luego la situación se le fue de las manos?
– ¿No había nada en la casa que sugiera que fue así?
Maggie vaciló. ¿Eran realmente amigas Susan Lyndell y Rachel Endicott, o estaba buscando Susan únicamente un cotilleo jugoso que compartir con los demás vecinos?
Finalmente, dijo:
– Sí, hay algo que da la impresión de que Rachel no salió de la casa por propia voluntad. Eso es lo único que puedo decirle.
Susan palideció bajo el maquillaje cuidadosamente aplicado y se apoyó contra la pared como si le flaquearan las piernas. Esta vez, su reacción parecía sincera.