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– Creo que debería usted hablar con la policía -le dijo Maggie de nuevo.

– No -se apresuró a decir ella, y al instante se puso colorada-. Quiero decir que yo… ni siquiera sé si se vio con él. No quiero meter a Rachel en un lío con Sid.

– Entonces, debería decirles al menos lo de ese empleado de teléfonos, para que puedan interrogarlo. ¿Ha vuelto a verlo por aquí?

– La verdad es que nunca lo he visto. Sólo vi su furgoneta. Una vez. Era de la Compañía Telefónica de Bell Nororiental. No querría que perdiera su trabajo por una simple corazonada mía.

– Entonces, ¿por qué me cuenta todo esto, señora Lyndell? ¿Qué espera que haga?

– Sólo pensaba que… bueno… -se apoyó de nuevo contra la pared, y pareció confundida al darse cuenta de que no sabía qué esperaba. Sin embargo, hizo un débil esfuerzo por continuar-. Usted es del FBI. Pensaba que tal vez podría averiguar algo o comprobar… ya sabe, con discreción, sin… En fin, creo que no lo sé.

Maggie dejó que el silencio se posara entre ellas mientras observaba a la mujer nerviosa y avergonzada.

– Rachel no es la única que ha flirteado con un obrero, ¿verdad, señora Lyndell? ¿Teme usted que lo averigüe su marido? ¿Es eso?

No hizo falta que ella respondiera. Su mirada angustiada le bastó a Maggie para comprender que no se equivocaba. Y se preguntó si la señora Lyndell llamaría siquiera al detective Manx, a pesar de que prometió hacerlo al irse a toda prisa, mirando a un lado y a otro, preocupada.

Capítulo 14

Tess McGowan sonrió al camarero que aguardaba pacientemente con el vino. Daniel no había dejado de hablar por el móvil mientras el joven, muy alto, descorchaba la botella y servía la cantidad preceptiva para probar el vino. Al principio, al ver que Daniel seguía hablando por teléfono, le había ofrecido la copa a Tess. Pero ella sacudió rápidamente la cabeza y, sin decir palabra, señaló a Daniel con la mirada para que el joven, cuya cara infantil y delicada todavía se sonrojaba, no se azorara.

Ahora, ambos esperaban. Tess odiaba las interrupciones. Ya era un fastidio que estuvieran cenando a las tantas un domingo por culpa de los negocios de Daniel. ¿Por qué no podía tomarse al menos los domingos libres? Tess tocó la rosa de tallo largo que le había llevado, y se descubrió deseando que, sólo por una vez, pudiera ser más original. ¿Por qué no unas violetas, o un ramo de margaritas?

Por fin, Daniel llamó a la persona del otro lado de la línea «capullo incompetente», con mucha calma, pero con firmeza. Afortunadamente para Tess y el camarero, aquélla fue su forma de despedirse.

Cerró con brusquedad el teléfono móvil y se lo guardó en el bolsillo de la pechera. Sin alzar la mirada, tomó la copa, bebió un sorbo y escupió el vino si paladearlo siquiera.

– Esto es agua de alcantarilla. Yo he pedido un borgoña del 84. ¿Qué coño es esta mierda?

Tess sintió que sus nervios se tensaban. Otra vez, no. ¿Porqué nunca podían salir sin que Daniel montara una escena? Miró al pobre camarero, que le estaba dando la vuelta a la botella para leer ansiosamente la etiqueta.

– Es un borgoña del 84, señor.

Daniel le quitó la botella de las manos y le echó un vistazo. Al instante empezó a rezongar en voz baja y se la devolvió.

– No quiero un puto vino de California.

– Pero usted dijo un vino del país, señor.

– Sí, y que yo recuerde, Nueva York sigue estando en Estados Unidos.

– Sí, por supuesto, señor. Le traeré otra botella.

– Bueno -dijo Daniel, indicándole a Tess que estaba listo para hablar con ella a pesar de que empezó a recolocar los cubiertos y a doblar la servilleta sobre su regazo-. ¿Has dicho que teníamos algo que celebrar?

Ella se subió el tirante del vestido, preguntándose por qué se había gastado doscientos cincuenta dólares en un vestido que se le caía. Un vestido negro, muy sexy, en el que Daniel ni siquiera se había fijado. Él alzó la mirada y arqueó una ceja, pero no por el vestido, sino por el balbuceo de Tess, y al instante frunció el ceño. Cielo santo, no necesitaba que le echara otro sermón acerca de la mala impresión que producía balbucear en público. Daniel se pasaba más tiempo recolocando sus cubiertos que comiendo, y aun así creía que podía sermonearla por su azoramiento. Ella fingió no notar su mirada y se lanzó a contarle las buenas noticias. Si se mostraba entusiasmada, tal vez él no le arruinaría la noche. ¿O sí?

– La semana pasada vendí la casa Saunders.

Daniel arrugó la frente, indicándole a Tess que no tenía por qué recordar dónde demonios vivían sus clientes.

– Es esa mansión Tudor del lado norte. Pero lo mejor de todo es que Delores deja que me quede con la bonificación de la venta.

– Vaya, eso sí que es una buena noticia, Tess. Deberíamos tomar champán, en vez de vino -se giró en la silla con cara de pocos amigos-. ¿Dónde coño se ha metido ese cretino incompetente?

– No, Daniel, por favor.

Él la miró con el ceño fruncido por coartar su noble gesto, y Tess se apresuró a corregirse.

– Ya sabes que el vino me gusta mucho más que el champán. Por favor, vamos a tomar vino.

Él alzó las manos, fingiéndose derrotado.

– Como tú quieras. Ésta es tu noche.

Se disponía a beber agua, pero de pronto se detuvo, agarró la servilleta y empezó a limpiar la copa. Tess se armó de paciencia, aguardando otra escena, pero Daniel consiguió dejar la copa a su gusto. Volvió a dejar la servilleta y la copa sin dar ni un sorbo.

– Bueno, ¿y a cuánto asciende la bonificación? Espero que no te lo hayas gastado todo en ese trapito que te habrá costado un riñon y que además se te cae.

Ella sintió que el sonrojo le subía por el cuello sin que pudiera evitarlo.

– Por supuesto que no -mantuvo la voz firme y logró esbozar una rápida sonrisa, fingiendo apreciar aquel grosero intento de lo que él llamaba «ironía».

– ¿Y bien? ¿Cuánto es? -insistió él.

– Casi diez mil dólares -dijo Tess, alzando la barbilla con orgullo.

– Vaya, menudo pellizquito, ¿eh?

Esta vez, bebió agua sin limpiar la copa. Sus ojos ya habían comenzado a escrutar el local en busca de caras conocidas. Tess sabía que era una especie de hábito profesional, que no pretendía ser grosero, pero cada vez que lo hacía a ella le daba la impresión de que esperaba que lo rescataran de la insulsa conversación que mantenía con ella.

– ¿Crees que debería invertirlo? -preguntó, confiando en atraer su atención con un tema del que le encantaba hablar.

– ¿Qué, cariño? -la miró fugazmente. Había localizado a una pareja a la que parecía conocer y que esperaba mesa a la entrada del local.

– La bonificación. ¿Crees que debería invertirla en bolsa?

Esta vez, Daniel fijó su mirada en ella con esa sonrisa que Tess reconoció al instante como el principio de otro sermón.

– Tess, diez mil dólares no son suficientes para meterse en bolsa. Cómprate una cadena de música, o invierte en un fondo de pensiones sin riesgos. ¿Para qué vas a meterte en algo que no comprendes?

Antes de que ella pudiera decir nada, su teléfono móvil empezó a sonar. Daniel lo sacó rápidamente del bolsillo, como si fuera lo más importante que había en el local. Tess se subió la hombrera. ¿Para qué engañarse? El maldito teléfono era para él lo más importante que había en el local.

El camarero regresó, vio que Daniel estaba otra vez al teléfono, y su expresión compungida hizo que a Tess le dieran ganas de reír.

– ¿Por qué coño es tan difícil que las cosas salgan bien, joder? -ladró Daniel al teléfono en voz tan alta que los demás clientes lo miraron-. No, no, olvídalo. Lo haré yo mismo -cerró el teléfono y se levantó antes de guardárselo en el bolsillo-. Tess, cielo, tengo que ocuparme de un asunto. Estos idiotas no dan una, joder -sacó una tarjeta de crédito y extrajo de su cartera dos billetes de cien dólares-. Por favor, date un atracón para celebrar lo de la bonificación. No te importa volver a casa en taxi, ¿verdad?