Maggie y Delaney sacudieron la cabeza, mirándose. Al echar hacia atrás la cabeza para beber un trago de whisky, ella creyó ver una figura familiar en el largo espejo que se extendía tras la barra. Dejó el vaso bruscamente y se levantó, empujando la mesa y la silla. Miró en la dirección desde la cual pensaba que el espejo había reflejado la imagen.
– ¿Qué pasa, Maggie?
Turner y Delaney la miraron fijamente mientras se estiraba para escudriñar a los parroquianos del bar. ¿Serían figuraciones suyas?
– ¿Maggie?
Miró el espejo de nuevo. La figura de la chaqueta de cuero negro había desaparecido.
– ¿Qué ocurre, Maggie?
– Nada -dijo ella rápidamente-. Estoy bien.
Claro que estaba bien. Buscó con los ojos la puerta del bar. No había ningún hombre con una larga chaqueta de cuero negro.
Se sentó, echando la silla hacia delante, y evitó la mirada de sus compañeros. Ellos parecían haberse acostumbrado a su comportamiento nervioso y errático. Pronto sería como el niño que gritaba «¡que viene el lobo!», y nadie lo creía. Quizá fuera eso precisamente lo que quería él.
Agarró su vaso y observó los remolinos del líquido ámbar. ¿Había sido sólo su imaginación? ¿Había visto realmente a Albert Stucky, o estaba perdiendo la cabeza?
Capítulo 16
La esperó en la puerta de atrás. Sabía que saldría por allí cuando al fin decidiera irse. El callejón estaba oscuro. Los altos edificios de ladrillo bloqueaban la luz de la luna. Unas cuantas bombillas peladas brillaban sobre algunas de las puertas traseras. Cubiertas de mugre y rodeadas de polillas, emitían una luz mortecina. Y aun así los ojos le dolían si las miraba fijamente. Se guardó las gafas de sol en el bolsillo de la chaqueta y miró el reloj.
Sólo quedaban tres coches en el pequeño aparcamiento. Uno era el suyo, y sabía que ninguno de los otros dos era de ella. Sabía que, esa noche, no se iría a casa en coche. Había decidido ofrecerse a llevarla, pero ¿aceptaría ella?
Sabía cómo mostrarse encantador. Era simplemente una parte del juego, una pieza del disfraz. Si iba a asumir una nueva identidad, tendría que representar el papel que le correspondía. Y, entre ellos dos, las mujeres siempre lo habían preferido a él antes que a Albert.
Sí, él sabía lo que las mujeres querían oír, y no le importaba decírselo. En realidad, disfrutaba haciéndolo. Era parte del procedimiento, una pieza esencial del puzzle de la dominación absoluta. Había descubierto que hasta las mujeres fuertes e independientes estaban dispuestas a someterse a un hombre al que encontraran encantador. Qué necias y deliciosas criaturas. Tal vez pudiera contarle la triste historia de sus ojos debilitados. A las mujeres les encantaba hacer de enfermeras. Ellas también disfrutaban representando un papel.
El desafío lo excitaba, y ya notaba su miembro hinchándose bajo el pantalón. Esa noche, no tendría problemas. Si es que podía esperar. Debía tener paciencia… Paciencia y encanto. ¿Conseguiría mostrarse lo bastante encantador como para que ella lo invitara a su casa? Intentó imaginarse qué aspecto tendría su habitación.
Se ocultó entre las sombras al oír el chirrido de una puerta en mitad del callejón. Un hombre bajo y corpulento con un mandil sucio salió a tirar unas bolsas de basura al contenedor. Se detuvo un momento, encendió un cigarrillo y le dio unas caladas rápidas antes de tirarlo y volver a entrar.
Casi todos los demás bares habían cerrado ya. No le importaba que pudieran verlo. Si alguien le preguntaba qué hacía allí, diría cualquier cosa y lo creerían. La gente sólo oía lo que quería oír. A veces, era demasiado fácil. Aunque, si la intuición no le fallaba, ella sería un pequeño desafío. Era mucho mayor, mucho más astuta y experimentada que la linda chica de las pizzas. Tendría que hablar mucho para conseguir que confiara en él. Tendría que derrochar encanto, halagarla, hacerla reír. De nuevo, al pensar en cómo seducirla, sintió su erección y se preguntó hasta dónde podría llegar.
Tal vez podría empezar con un leve roce, con una simple caricia en la mejilla. Fingiría apartarle un mechón de su precioso pelo, o le diría que tenía una pestaña en el pómulo. Ella lo creería sensible, delicado y atento a sus necesidades. A las mujeres les encantaba ese rollo.
La puerta se abrió de pronto, y allí apareció. Vaciló, mirando primero a su alrededor. Observó el cielo. Había empezado a lloviznar un cuarto de hora antes. Abrió un gran paraguas rojo y echó a andar rápidamente hacia la calle. Sí, el rojo era indudablemente su color.
Él decidió darle una leve ventaja. Se agachó y comprobó que el escalpelo seguía allí, a buen recaudo, en su funda de cuero hecha a mano, guardado dentro de su bota. Acarició su mango morosamente, pero no lo sacó. Luego, la siguió por el callejón.
Capítulo 17
Lunes, 30 de marzo
Tess McGowan se despertó con dolor de cabeza. La luz del sol horadaba las persianas del dormitorio como rayos láser. Maldición. Había vuelto a meterse en la cama sin quitarse las lentillas. Se tapó los ojos con el brazo. ¿Por qué no se había comprado ésas que no hacía falta quitárselas? Odiaba aquel reciente recordatorio de su edad. A los treinta y cinco, aún no era vieja. Sí, había desperdiciado sus veinte años. Pero no haría lo mismo con los treinta.
De pronto se dio cuenta de que estaba desnuda bajo las sábanas. Y entonces notó algo pegajoso a su lado. Alarmada, se incorporó, pegándose la sábana a los pechos, y escudriñó la habitación con los ojos borrosos.
¿Por qué no recordaba que Daniel hubiera estado allí? Él nunca se quedaba a pasar la noche en su casa. Decía que era demasiado típico. Vio su ropa revuelta sobre la silla, al otro lado del dormitorio. En el suelo, junto a la silla, había un ovillo de ropa que semejaba unos pantalones de hombre, con las puntas de unos zapatos sobresaliendo debajo.
Una cazadora de cuero negro colgaba del pomo de la puerta. Aquélla no parecía la ropa de Daniel. Entonces oyó la ducha, pero sólo fue consciente de su sonido al detenerse el agua. Se le aceleró el pulso mientras intentaba recordar algo, cualquier cosa, de lo sucedido la noche anterior.
Miró la mesilla de noche. Eran las nueve menos cuarto. Por alguna razón, recordaba que era lunes por la mañana. Sabía que no tenía citas los lunes, pero Daniel sí. ¿Por qué no recordaba su llegada? ¿Por qué ni siquiera recordaba cuándo había llegado ella a casa?
«¡Piensa, Tess!». Se frotó las sienes.
Daniel se había ido del restaurante y ella tomó un taxi para volver a casa, pero, por supuesto, no volvió directamente. Lo último que recordaba era haberse bebido unos chupitos de tequila en el bar de Louie. ¿Había llamado a Daniel para que fuera a buscarla? ¿Por qué no se acordaba? ¿Se enfadaría él si se lo preguntaba? Estaba claro que Daniel no se había enfadado la noche anterior. Tess se apartó de la mancha húmeda.
Apoyó la cabeza en las almohadas, se frotó los ojos cerrados y deseó que aquel martilleo que amenazaba con partirle la cabeza cesara de una vez.
– Buenos días, Tess -dijo una voz profunda y sedosa.
Antes de abrir los ojos, ella supo que aquélla no era la voz de Daniel. Asustada, volvió a sentarse y se acurrucó contra el cabecero. Un hombre desconocido, alto y fibroso, con sólo una toalla anudada a la cintura, la miraba sorprendido y preocupado.
– ¿Tess? -dijo suavemente-. ¿Estás bien?
Entonces se acordó, como si un dique se rompiera en su cabeza, liberando una inundación de recuerdos. Él estaba en el bar de Louie, observándola desde la mesa del rincón, guapo y callado, distinto a los hombres que frecuentaban aquel tugurio. ¿Cómo era posible que lo hubiera subido a casa?
– Tess, empiezas a asustarme.
Su preocupación parecía sincera. Al menos, no se había llevado a casa a un asesino. Pero ¿cómo demonios iba a darse cuenta, en caso de que lo fuera? Con el pelo todavía mojado y envuelto en la toalla, parecía inofensivo. Enseguida se fijó en su cuerpo duro y firme, y comprendió que era lo bastante fuerte como para vencerla sin mucho esfuerzo. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida?