Tras él, un único disparo rompió el silencio. Del logró esbozar una débil sonrisa. Al fin. No podía verlo, pero al fin el bueno de Benny, la leyenda, había intervenido. El alcohol sólo lo había entumecido momentáneamente.
Del se incorporó un poco para mirar la herida de su estómago. Lo sorprendió encontrarse de pronto mirando una talla ensangrentada de Cristo. El cuchillo que había hecho que sus entrañas se derramaran sobre la carretera desierta era en realidad un crucifijo de caoba. De pronto dejó de sentir el dolor. Debía de ser una buena señal. Tal vez se pusiera bien.
– Eh, Benny -gritó, apoyando la cabeza en el pavimento. Seguía sin ver a su compañero tras él-. Mi padre hará un sermón sobre esto cuando le diga que me han pinchado con un crucifijo.
Una sombra larga y negra cubrió el cielo.
De nuevo, Del se descubrió mirando aquellos ojos oscuros y vacíos. Albert Stucky, aquel hombre fibroso y recio de rasgos angulosos, se cernía sobre él, alto y erguido. Del pensó en un buitre inmóvil, con las negras alas pacientemente pegadas a los costados, ladeando la cabeza, observando, esperando a que su presa dejara de debatirse y cediera a lo inevitable. Luego, Stucky sonrió, como si lo complaciera lo que veía. Alzó la pistola de Benny y apuntó a la cabeza de Del.
– No le dirás nada a tu padre -dijo con voz profunda y calma-. Mejor díselo a san Pedro.
El metal traspasó el cráneo de Del. Un estallido de luz brillante se mezcló en un torbellino con un océano azul, amarillo y blanco y, luego, finalmente, negro.
Capítulo 1
Virginia Nororiental (afueras de Washington, D. C.)
Viernes, 27 de marzo. Cinco meses después
Maggie O'Dell se agitaba y removía, intentando ponerse cómoda, hasta que comprendió que había vuelto a quedarse dormida en la tumbona. Tenía la piel húmeda de sudor y le dolían las costillas. El aire en la habitación, caliente y enrarecido, le dificultaba la respiración. Trastabilló en la oscuridad buscando a tientas la lámpara de latón. Apretó el interruptor, pero no se encendió. ¡Maldición! Odiaba despertarse en la oscuridad. Normalmente tomaba precauciones para evitarlo.
Sus ojos se acostumbraron lentamente a la oscuridad y, aguzándose, buscaron detrás y alrededor de las pilas de cajas que se había pasado todo el día embalando. Evidentemente, Greg no se había molestado en volver. Su estrepitosa entrada la habría despertado. Mejor que no hubiera vuelto. Sus accesos de ira sólo conseguirían molestar a los operarios de la mudanza.
Intentó levantarse de la tumbona, pero se detuvo al notar un agudo dolor en el abdomen. Se llevó la mano a aquel punto y cerró el puño como si así pudiera contener el dolor y evitar que se extendiera. Notaba en los dedos algo cálido y pegajoso que traspasaba la camiseta. ¡Dios! ¿Qué demonios estaba ocurriendo? Levantó lentamente el bajo de la camiseta y hasta en la oscuridad pudo verlo. Un escalofrío le recorrió la espalda. Sintió que le acometía una náusea. Una incisión que comenzaba bajo su pecho izquierdo le cruzaba el abdomen. Sangraba y, empapando la camiseta, goteaba sobre la tela de la tumbona.
Maggie se levantó de un salto. Se cubrió la herida apretando contra ella la camiseta, confiando en que dejara de sangrar. Tenía que llamar al 911. ¿Dónde diablos estaba el teléfono? ¿Cómo había sucedido aquello? La cicatriz tenía más de ocho meses y, sin embargo, sangraba tan profusamente como el día en que Albert Stucky la rajó.
Tiró las cajas, buscando a ciegas. Las solapas de cartón se abrieron, desparramando fotografías forenses, artículos de aseo, recortes de periódico, bragas y calcetines, lanzando fragmentos de su vida al suelo y las paredes. Todo lo que había embalado con sumo cuidado de pronto voló, rodó, se deslizó y se estrelló a su alrededor.
Entonces oyó un gemido.
Se detuvo y escuchó, intentando contener el aliento. Su pulso ya se había acelerado. Calma. Debía tranquilizarse. Se giró lentamente, ladeó la cabeza y aguzó el oído. Recorrió a tientas la superficie del escritorio, la mesa baja, la estantería. ¡Dios mío! ¿Dónde demonios había puesto el revólver?
Al fin distinguió la funda tirada al pie de la tumbona. Naturalmente, lo había dejado a mano mientras dormía.
El gemido se hizo más intenso: un quejido agudo, como el de un animal herido. ¿O era un truco?
Maggie regresó a tientas a la tumbona y, aguzando la vista, miró a su alrededor. El sonido procedía de la cocina. De allí salía también un hedor repugnante. Recogió la pistolera y se acercó de puntillas a la cocina. Cuanto más se acercaba, más fácil le era reconocer aquel olor. Era sangre. El hedor acre penetraba en sus fosas nasales y le quemaba los pulmones. Aquella fetidez sólo podía proceder de ingentes cantidades de sangre.
Se agachó y cruzó la puerta sigilosamente. A pesar de que el olor la había puesto sobre aviso, gimió al verlo. La sangre chorreaba por las blancas paredes de la cocina iluminada por la luna y cubría el suelo de baldosas. Estaba en todas partes, extendida por las superficies de la encimera, chorreando por los electrodomésticos. En el rincón más alejado se hallaba de pie Albert Stucky. Su sombra espigada se cernía sobre una mujer que gemía, puesta de rodillas.
Maggie sintió que empezaba a erizársele la piel por la nuca. Cielo santo, ¿cómo había entrado en su casa? Y, sin embargo, no la sorprendía verlo allí. ¿Acaso no aguardaba su llegada? ¿No había estado esperando aquel momento?
Stucky agarró a la mujer del pelo con una mano y con la otra acercó un cuchillo de carnicero a su garganta. Maggie contuvo un gemido. Aún no la había visto. Se apretó contra la pared, entre las sombras.
«Tranquila». «Calma», se repetía como un mantra silencioso. Se había preparado para aquel instante. Hacía meses que lo temía, que soñaba con él, que lo deseaba. No era momento de permitir que el miedo desbaratara su resolución. Se apoyó contra la pared para apuntalar su posición aunque le dolía la espalda y le temblaban las rodillas. Desde aquel ángulo, dispararía limpiamente. Pero sabía que sólo podría disparar una vez. Con una vez, bastaría.
Maggie echó mano a la funda, buscando la pistola. Estaba vacía. ¿Cómo era posible? Se giró y palpó el suelo. ¿Se le había caído? ¿Por qué no se había dado cuenta?
Entonces, de improviso, comprendió que su reacción asustada la había puesto al descubierto. Al alzar la mirada, vio que la mujer extendía la mano hacia ella, suplicándole. Pero Maggie miró más allá de ella. Sus ojos se encontraron con los de Albert Stucky. Él sonrió. Luego, con un rápido y suave movimiento, seccionó la garganta de la mujer.
– ¡No!
Maggie se despertó con una violenta sacudida y estuvo a punto de caerse de la tumbona. Tanteó el suelo ansiosamente. El corazón le retumbaba en el pecho. Estaba empapada en sudor. Encontró la funda de la pistola, sacó el arma y, levantándose de un salto, se giró a un lado y a otro con los brazos extendidos, lista para acribillar a balazos las cajas apiladas. La luz del sol, que apenas comenzaba a filtrarse en la habitación, le bastó para cerciorarse de que estaba sola.
Se dejó caer en la tumbona. Aferrada aún a la pistola, se enjugó el sudor de la frente y desarraigó el sueño de sus ojos con dedos temblorosos. Dudando todavía de que hubiera sido un sueño, se subió el bajo de la camiseta y se giró para mirar el brutal corte que cruzaba su abdomen. Sí, la cicatriz, aquel suave pliegue de carne, seguía allí. Pero no, no sangraba.
Se recostó en la tumbona y se pasó los dedos por el pelo corto y revuelto. ¡Cielo santo! ¿Cuánto tiempo podría seguir soportando las pesadillas? Hacía más de ocho meses que Albert Stucky la había atrapado en una fábrica abandonada, en Miami. Llevaba dos años tras él, estudiando sus pautas de comportamiento, analizando sus hábitos depravados, practicando autopsias a los cadáveres que dejaba tras de sí y descifrando los extraños mensajes del juego macabro que él solo había decidido que jugaran los dos. Pero aquella calurosa noche de agosto, él había ganado: la había acorralado y la había obligado a mirar. No tenía intención de matarla. Sólo quería que mirara.