– El caso, señor, es que he dado una vuelta de un radio de veinte kilómetros alrededor del lugar donde fue hallado el cuerpo. Toda esa zona parece sacada de un libro de postales. Allí no vamos a encontrar ninguna fábrica abandonada, ni edificios en ruinas.
– También es fácil pasar por alto el lugar más obvio, agente Tully. Esté seguro de que Stucky contará con que hagamos justamente eso. ¿Qué más tiene? -preguntó bruscamente al apartarse de la librería, como si de pronto tuviera prisa.
– Recogimos un teléfono móvil en el contenedor. Se había denunciado su robo unos días antes, en un centro comercial de la localidad. Confío en que, cuando tengamos el registro de llamadas, tal vez nos conduzca a algún sitio, dependiendo de adonde se hicieran.
– Bien. Parece que lo tiene todo bajo control -Cunningham se dispuso a marcharse-. Avíseme si necesita ayuda. Por desgracia, no puedo prometerle un nuevo equipo de investigación, pero tal vez pueda sacar a algunos agentes de otros casos. Ahora, vayase a casa, agente Tully. Pase algún tiempo con su hija.
Señaló la fotografía que Tully había colocado al borde de la mesa. Era la única que tenía. Estaban los tres, abrazados y sonriendo a la cámara. No podía hacer mucho tiempo que había sido tomada, y sin embargo Tully no recordaba que hubieran sido tan felices. Era la primera vez que Cunningham hacía referencia a su vida privada. Lo sorprendió que su jefe, aquel hombre distante, recordara que su mujer no se había mudado con él.
– ¿Señor?
Cunningham se detuvo cuando ya salía al pasillo.
Tully no sabía si debía preguntárselo.
– ¿Debo llamar a la agente O'Dell?
– No -dijo él con firmeza.
– ¿Quiere esperar hasta estar seguro de que se trata de Stucky?
– Estoy seguro de que se trata de Stucky al noventa y nueve por ciento.
– Entonces, ¿no deberíamos por lo menos decírselo a la agente O'Dell?
– No.
– Pero, señor, ella podría…
– ¿Qué parte de mi respuesta es la que no comprende, agente Tully? -añadió Cunningham con la misma firmeza, pero sin alzar la voz. Y, dándose la vuelta, desapareció.
Capítulo 21
Turner y Delaney sacaron de nuevo a Maggie de su habitación en el hotel para ir a cenar. Esta vez, sus nuevos amigos de Kansas City, los detectives Ford y Milhaven, los llevaron al que, según decían, era el mejor asador de la ciudad, no lejos del bar parrilla que habían visitado la noche anterior.
Maggie nunca había visto a dos hombres capaces de engullir tantas costillas como sus compañeros del FBI. La forma en que competían el uno con el otro resultaba ridicula y aburrida. Sin embargo, Maggie sabía que ya no lo hacían para asombrarla a ella, sino a sus nuevos amigos. Ford y Milhaven animaban el grasiento festín de Turner y Delaney como espectadores de un gran acontecimiento deportivo. Ford incluso puso un billete de cinco dólares sobre la mesa para el primero que dejara el plato limpio de costillas.
Recostada en su silla, Maggie bebía whisky escocés e intentaba encontrar algo más interesante que mirar en el restaurante apenas iluminado y lleno de humo. Notó de pronto que sus ojos vagaban hacia la entrada. Esperaba en cierto modo ver entrar a Nick Morrelli de un momento a otro, pero de pronto se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué iba a hacer si aparecía. Ford le había dicho después de la clase que Nick y él habían ido juntos a la Universidad de Nebraska. Decía que le había dejado un mensaje en la recepción del hotel para que fuera a cenar con ellos. Ahora, horas después, resultaba evidente que Nick no había recibido el mensaje, o que tenía otros planes para esa noche. Aun así, Maggie se descubrió esperando su llegada. Era ridículo, pero saber que estaba en la convención había agitado todos esos sentimientos que creía tener guardados a buen recaudo desde la última vez que lo viera.
Eso había sido más de cinco meses antes. En concreto, el domingo después de Halloween, cuando ella se fue de Platte City, Nebraska, para regresar aVirginia. Ella y Nick, que por entonces era sheriff del condado, habían pasado exactamente una semana juntos, persiguiendo a un psicópata religioso que había matado a cuatro niños de corta edad. Dos hombres habían sido detenidos y estaban a la espera de juicio; sin embargo, Maggie no estaba convencida de que ninguno de ellos fuera el verdadero asesino. A pesar de las pruebas circunstanciales, seguía creyendo que el auténtico responsable era el padre Michael Keller, un carismático cura católico. Pero Keller había desaparecido en algún lugar de Sudamérica, y nadie, ni siquiera la Iglesia Católica, parecía saber qué había sido de él.
Durante los cinco meses anteriores, Maggie sólo había recabado algunos rumores sobre un apuesto sacerdote que viajaba de pueblo en pueblo, haciendo las veces de párroco, a pesar de que no había sido nombrado oficialmente. Cuando al fin logró encontrar su rastro, el esquivo cura se había ido, esfumándose en la noche sin ninguna explicación. Meses después, los rumores lo situaron en otra pequeña parroquia, a muchos kilómetros de distancia. Pero de nuevo, cuando lograron dar con el lugar exacto, Keller se había ido. Era como si las comunidades lo protegieran, escondiéndolo como a un fugitivo injustamente perseguido. O quizá como a un mártir.
La idea la ponía enferma. Creía que ésa era la razón de que Keller matara a niños que, según él creía, sufrían abusos. Esperaba hacer de ellos mártires, como si pudiera administrarles una salvación perfectamente diabólica. Era injusto que ahora Keller estuviera siendo protegido como un mártir, en lugar de ser ejecutado como el monstruo perverso que era. Maggie se preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que aquellos pobres aldeanos empezaran a encontrar los cuerpos de sus niños en la orilla de algún río, estrangulados y apuñalados hasta la muerte, pero limpios y ungidos con los últimos sacramentos.
¿Estarían entonces dispuestos a ver castigado a Keller? En los tiempos que corrían, el castigo de la maldad parecía suscitar problemas, y la maldad se había fortalecido conspirando con otras formas de perversión. Maggie sabía que Keller era el cura que había visitado a Albert Stucky en una prisión de Florida. Varios guardias lo habían identificado posteriormente mediante una fotografía. Y aunque no tenía pruebas, sabía también que era Keller quien le había dado a Stucky el crucifijo de madera. El crucifijo que Stucky había utilizado a modo de daga para liberarse de las correas y matar a uno de los guardias que lo trasladaban.
Maggie ahuyentó aquella idea y se bebió de un trago el resto del whisky. Turner y Delaney parecían haber llegado al fin a un empate. Delaney tenía un aspecto lamentable. La cara morena de Turner estaba cubierta de una pátina grasienta, a pesar de sus esfuerzos por limpiarse. Maggie iba a pedir otro whisky cuando Ford pidió la cuenta a la camarera. Los detectives no permitieron pagar a los agentes del FBI. Maggie insistió en dejar al menos la propina, y Ford accedió, dándose cuenta tal vez de que, con su salario de detective, no podría dejar una propia que estuviera a la altura del insaciable apetito de Turner y Delaney.
Milhaven los había llevado en su coche, pero Maggie deseó poder regresar andando, en vez de verse de nuevo apretujada en el asiento trasero, entre sus dos guardaespaldas. La noche era clara, pero lo bastante fría como para provocar un escalofrío. Antes de llegar al aparcamiento, vieron un amontonamiento de gente en el callejón. Un policía uniformado permanecía delante de un contenedor de metal, intentando mantener a distancia al pequeño gentío de curiosos elegantemente vestidos.
Sin decir palabra, los detectives y los agentes del FBI se acercaron al callejón.
– ¿Qué pasa aquí, Cooper? -Ford conocía al atribulado agente.
– Apártense -les dijo Milhaven a los mirones mientras Delaney y él los empujaban hacia el aparcamiento que corría paralelo al callejón.