Hacía meses que no usaba el maletín de su instrumental forense, pero aun así no salía de casa sin él. Sacó varios guantes de látex, algunas bolsas para pruebas y una mascarilla quirúrgica y lo guardó todo en los bolsillos de la trenca.
Eran casi las seis de la mañana. Sólo tenía seis horas, pero no pensaba abandonar la ciudad hasta haber relacionado a Albert Stucky con el asesinato de Rita. Y no le importaba si ello significaba revisar hasta el último contenedor y el último recipiente de comida para llevar del distrito de Westport. Sintiéndose de pronto llena de energía, recogió la tarjeta que abría la puerta de su habitación y salió.
Capítulo 24
– Eh, señora, ¿qué diablos está buscando?
Maggie miró hacia atrás, pero no dejó de rebuscar entre los desperdicios. Estaba metida hasta la rodilla entre la basura. Tenía las Nikes manchadas de salsa barbacoa y los guantes pegajosos. El hedor a ajo, naftalina, comida estropeada y desperdicios humanos en general le escocía los ojos.
– FBI -dijo finalmente con firmeza a través de la mascarilla de papel, y se giró lo justo para que el hombre viera las letras amarillas de la espalda de la chaqueta.
– ¡Joder! ¿No es broma? A lo mejor puedo ayudarla.
Ella volvió a mirarlo y, conteniendo las ganas de apartarse el pelo de la cara, espantó las moscas que parecían considerarla una intrusa en su territorio. El hombre era joven; probablemente tendría poco más de veinte años. Una cicatriz, todavía rosa e hinchada, le recorría la mandíbula, y una hendidura púrpura en su nariz indicaba que hacía poco tiempo que se la había partido. Maggie recorrió el callejón con la mirada, preguntándose si el resto de su banda andaría cerca.
– La verdad es que tengo más ayuda de la que necesito. Los agentes de la policía de Kansas City están unos contenedores más abajo -mintió, y le satisfizo ver que el muchacho empezaba a agitarse, nervioso, giraba la cabeza en ambas direcciones y cambiaba el peso del cuerpo de un pie al otro, corno si se preparara para huir.
– Sí, bueno. Buena suerte, entonces -en vez de decidir en qué dirección aventurarse, buscó una puerta abierta y desapareció por la parte de atrás de un taller.
Maggie apartó una prominente bolsa de basura sin abrirla. Stucky nunca dejaría su trofeo escondido en el interior de una bolsa. En el pasado, siempre había dejado sus sorpresas a la vista de todos, donde fueran fácilmente descubiertas, a menudo por ciudadanos desprevenidos. Tal vez estuviera perdiendo el tiempo rebuscando en los contenedores.
Justo entonces, vio el pico de un recipiente de cartón blanco. Se acercó lentamente, levantando mucho las piernas, como si caminara dentro del agua, y procuró ignorar el ruido de chapoteo bajo sus pies. Los dos últimos recipientes que había revisado contenían un sandwich de ternera y unas cuantas costillas mohosas. Sin embargo, cada vez que localizaba un nuevo recipiente, el pulso se le aceleraba. Sintió un arrebato de adrenalina mientras espantaba las moscas y apartaba los despojos de lechuga, las colillas y los fragmentos arrugados de papel de aluminio.
Alzó el recipiente cuidadosamente, manteniéndolo en equilibrio, y lo depositó sobre el borde del contenedor. La caja era más o menos del tamaño de una pequeña tarta. Podía contener fácilmente un pulmón, o un riñon. Ninguno de aquellos órganos requería mucho espacio. Una vez, habían encontrado el pulmón de una víctima de Stucky metido en un recipiente del tamaño de un sandwich.
El sudor le corría por la espalda, a pesar de que la mañana era húmeda y fría. Imaginaba que, a esas alturas, ya olía tan mal como la basura sobre la que se alzaba. Procuró calmar el temblor de sus dedos y respiró hondo. La máscara de cirujano se le pegaba a la boca y la nariz. Quitó el cierre del recipiente y alzó la tapa. El olor le hizo volver la cabeza y contener el aliento. Al cabo de unos segundos, pudo mirar otra vez. ¿Quién iba decir que una maraña de fetuccini Alfredo olería a huevo podrido? Al menos, eso le pareció que contenía la caja. Era difícil de saber sin quitar la fina y viscosa película de moho que lo cubría. Cerró la caja y aseguró la tapa.
– ¿Has encontrado algo interesante?
Aquella voz profunda la sobresaltó. ¿Habría cambiado de idea del joven gángster? Se agarró al borde del contenedor para no resbalar ni caerse hacia atrás en la basura. Al darse la vuelta, se encontró al detective Ford mirándola fijamente. Pero Maggie apenas lo reconoció. Al igual que ella, iba vestido con ropa de calle: vaqueros azules, una sudadera gris con capucha y una gorra de béisbol de los Royals de Kansas City. Parecía mucho más joven sin el traje y la corbata, y sin su compañero de más edad.
Ella se quitó la mascarilla y la dejó colgando de su cuello.
– No, pero me he dado cuenta de que en este país tiramos demasiada comida a la basura -dijo, dejando el recipiente y acercándose trabajosamente al otro lado del contenedor, donde sobre el empedrado había dejado un cajón de leche para ayudarse a subir.
– No sabía que al FBI le interesaran esos asuntos.
Ella lo miró, intentando descubrir si iba a echarle un sermón. Él sonrió.
– ¿Vas de incógnito, o es que no estás de servicio? -preguntó Maggie, señalando su gorra de béisbol mientras se quitaba los guantes de látex.
– Yo debería preguntarte lo mismo.
– Tenía un rato libre esta mañana -dijo ella, como sí aquello bastara para explicar por qué estaba metida hasta la rodilla en la basura.
– Eh, Ford, ¿dónde demonios te has metido? -gritó una voz conocida desde el otro lado de la esquina.
– ¡Aquí! -respondió el detective Ford.
Antes de verlo, Maggie sintió un extraño hormigueo en el estómago. Nick Morrelli estaba tan guapo como lo recordaba: alto, nervudo y de paso firme. Él también llevaba unos vaqueros y una sudadera de los Cornhuskers de Nebraska. Se acercó a Ford antes de fijarse en ella y, al reconocerla, su sonrisa reveló los hoyuelos de su, por lo demás, recia y cuadrada mandíbula.
– ¿Maggie?
Ella tiró los guantes pegajosos y se quitó la mascarilla del cuello, arrojándola al montón de basura.
– Hola, Nick -dijo aparentando naturalidad mientras se acercaba cuidadosamente al borde del contenedor, percibiendo con repentino nerviosismo el acoso de las moscas.
Las espantó y se apartó los mechones de pelo rebelde de la cara, sujetándoselos tras las orejas.
– Ah, es verdad. Siempre se me olvida que ya os conocéis -Ford también sonreía-. Maggie tenía un rato libre esta mañana -le dijo a Nick.
– Dios mío, Maggie, cuánto me alegro de verte.
Ella sintió de inmediato que se sonrojaba.
– Puede que no te alegres tanto de olerme -dijo, intentando contener las efusiones sentimentales.
Se agarró al borde del contenedor y pasó una pierna por encima. Balanceó el pie, buscando la caja de plástico. Antes de que pudiera encontrarla, Nick la agarró por la cintura para ayudarla. Al descender, la cadera de Maggie le rozó el pecho. A pesar de la saturación de olores que llevaba padeciendo toda la mañana, ella reconoció el sutil perfume de su colonia.
Cuando al fin puso los pies en el suelo, él no apartó las manos, pero Maggie evitó alzar la mirada. No quería mirarlos a ninguno de los dos; necesitaba un momento para reponerse y para que desapareciera aquel inesperado hormigueo. ¡Maldición! Ya no era una niña. ¿Por qué reaccionaba así su cuerpo?
Se entretuvo quitándose los desperdicios que se le habían adherido a los zapatos y las piernas. Pero, por desgracia, cuando alzó la mirada, los dos hombres la estaban observando. Ella siguió evitando los ojos de Nick. Recordaba que aquel hombre podía mirar dentro de ella y descubrir debilidades que escondía hasta de sí misma.