– Entonces -dijo finalmente Ford, mirando de nuevo hacia el contenedor-, ¿has encontrado algo interesante?
Maggie se preguntó qué le habrían contado Turner y Delaney acerca de su obsesión por Stucky. ¿Había notado el detective Ford lo cerca que había estado de perder los nervios la noche anterior? ¿Y qué le habría contado a Nick? No se creía ni por un instante que hubiera olvidado que Nick y ella se conocían. No en vano era Ford quien había invitado a Nick a cenar con ellos la noche anterior, aunque nadie había explicado aún por qué Morrelli no se había presentado. De pronto, se preguntó si Nick habría estado evitándola. A fin de cuentas, ahora vivía en Boston. ¿Por qué no la había llamado? Sentía sus ojos observándola, escrutadores, a pesar de su sonrisa. Pero, por suerte, no le había dado mucha importancia a su reencuentro.
– No, no he encontrado nada -contestó ella finalmente. Necesitaba cambiar de tema antes de que el detective Ford descubriera que eran órganos humanos lo que estaba buscando, y no simplemente alguna prueba pasada por alto-. ¿Te han encargado el caso?
– No oficialmente. Pero es más que probable que Milhaven y yo le dediquemos algún tiempo. Hoy se suponía que era mi día libre. Nick y yo estábamos a punto de irnos a comer.
– ¿Y siempre vais por los callejones?
Ford sonrió y miró a Nick.
– No deja pasar una, ¿eh?
– No, desde luego que no -Nick la miró a los ojos, y ella comprendió que aquella simple afirmación tenía un significado mucho más profundo. Entonces recordó la intimidad que habían compartido y la que habían estado a punto de compartir.
– Vamos, detective Ford -tenía que quitarle hierro al asunto y aprovechar el humor jovial de los dos hombres. No quería que Ford cayera en la cuenta de que ella no tenía derecho a meter la nariz en su jurisdicción. Ya tenía bastantes problemas con Cunningham-. Tú también has venido a echar un vistazo, ¿no?
– Está bien, me has pillado -él levantó ambas manos, como si se rindiera-. Le estaba contando a Nick lo de anoche.
Maggie se puso tensa, y de nuevo se preguntó qué le habría contado exactamente. Nick conocía toda la historia, todos los detalles sangrientos de su encuentro con Stucky. Había sido testigo de sus pesadillas. Sin embargo, Maggie mantuvo el rostro impasible, fingiendo que lo ocurrido la noche anterior no había sido más que una comprobación rutinaria. Lo cierto era que no le importaba que Ford creyera que estaba perdiéndola razón. Pero tal vez sí le importara lo que pudiera pensar Nick. Esperó a que Ford continuara hablando.
– Anoche me dejaste intrigado, O'Dell.
«Oh, Dios», pensó ella, pero dijo:
– ¿Y eso por qué?
– Todo ese rollo sobre Albert Stucky me puso los pelos de punta.
Ella miró al detective Ford y a Nick, buscando alguna señal que le indicara si la tomaban en serio o no. Si aquélla era la forma de Ford de darle una palmadita en la cabeza y asegurarle lo equivocada que estaba, no quería perder el tiempo contestándole.
– ¿Crees que estoy paranoica? -sin que pudiera evitarlo, afloró la rabia que empezaba a sentir. Nick lo notó de inmediato y la miró, preocupado. Ford parecía sinceramente confundido.
– No, no quería decir eso… Bueno, en realidad, creo que anoche sí lo pensé.
– Albert Stucky dispone de medios económicos y de inteligencia suficiente para ir adonde le plazca y cuando quiera. No creas ni por un segundo que Kansas City está a salvo, sencillamente porque nunca antes había actuado en el Medio Oeste.
Allí estaba. No había pretendido dejar aflorar su rabia. Odiaba que Stucky tuviera tal poder sobre sus emociones que la mera mención de su nombre pudiera dispararlas. De nuevo evitó los ojos de Nick, y de nuevo los sintió clavados en ella.
Ford la miraba fijamente, pero no había reproche en su expresión. Parecía, por el contrario, como si sólo esperara que Maggie acabara su discurso.
– ¿Puedo hablar ya?
– Por favor -Maggie cruzó los brazos sobre el pecho, abrazándose, y, sin embargo, logró aparecer desafiante. Era un talento que había adquirido recientemente.
– Así pensaba anoche. Porque, ¿por qué demonios iba a elegir de pronto ese tal Stucky Kansas City, en vez de la Costa Este? Sé lo suficiente sobre asesinos en serie como para saber que suelen circunscribirse a un territorio que conocen bien. Pero, antes de encontrarme con Nick esta mañana, le estuve echando un vistazo al informe de la autopsia de vuestra amiga Rita.
El detective Ford miró a Nick, y Maggie comprendió que era de eso de lo que habían hablado. Ford volvió a mirarla, aguardó hasta que dispuso de toda su atención, y luego dijo:
– Parece que a la víctima le falta el riñon derecho.
Capítulo 25
Tully comprobó su reloj. El director adjunto Cunningham nunca llegaba tarde a una reunión. Se reclinó en la silla y esperó. Tal vez tuviera otra vez el reloj adelantado. Según Emma, era un reloj feo y anticuado.
Tully miró fijamente el enorme mapa colgado en la pared, tras la mesa de su jefe. Era el cuaderno de bitácora de los veinte años que Cunningham llevaba al frente de la Unidad de Apoyo a la Investigación. Cada chincheta de un color distinto representaba a un asesino en serie. Tully se preguntaba cuánto tiempo tardaría en quedarse sin colores. Ya había algunos repetidos: morado, morado claro y morado traslúcido.
Tully sabía que su jefe había trabajado en algunos de los casos más impactantes, incluyendo los de John Wayne Gacy y el asesino del río Green. Comparado con él, Tully era un principiante; sólo llevaba seis años trazando perfiles psicológicos de asesinos y, en su mayor parte, sobre el papel, no en la escena del crimen. Lo intrigaba que alguien fuera capaz de vivir día tras día, durante décadas, analizando semejantes atrocidades sin perder la sensibilidad o convertirse en un cínico.
Paseó de nuevo la mirada por el despacho. Todo lo que había encima de la mesa (una agenda de cuero, dos bolígrafos Bic con la capucha intacta -talento que Tully aún no había perfeccionado del todo-, un bloc de notas blancas sin dobleces en las esquinas, y una placa de latón con su nombre), todo ello estaba ordenado en líneas rectas, perpendiculareslas unas a las otras, casi como si Cunningham usara una escuadra cada mañana. De pronto, Tully cayó en la cuenta de que el despacho, limpio pero severo y frío, no contenía ni un solo objeto personal. No había sudaderas colgadas en un rincón, ni pelotas de baloncesto en miniatura, ni una sola fotografía. En realidad, Tully sabía muy poco de su jefe fuera de la oficina.
Se había fijado en su anillo de casado y, sin embargo, el director adjunto Cunningham parecía vivir en Quantico. Nunca cambiaba su agenda para asistir a partidos de una liguilla infantil, ni a funciones escolares, o para visitar sus hijos en el colegio. Hasta esa mañana, ni siquiera había llegado nunca tarde a una cita. No, Tully no sabía absolutamente nada de aquel hombre tranquilo y de hablar apacible que se había convertido en uno de los investigadores más respetados del FBI. Pero a qué precio, se preguntaba Tully.
– Lamento haberlo hecho esperar -dijo Cunningham al entrar como una exhalación y, quitándose la chaqueta del traje, la colgó cuidadosamente en el respaldo de la silla antes de sentarse-. ¿Qué ha averiguado?
Al principio, aquella actitud seca y directa había aturdido a Tully, que estaba acostumbrado a la ceremoniosidad del Medio Oeste. Pero ahora agradecía poder ir directamente al grano sin tener que intercambiar cumplidos. Aunque ello también impedía que ambos supieran algo más de sus vidas privadas.
– Acabo de recibir por fax los informes de la policía de Kansas City.
Sacó una hoja de las carpetas que había llevado consigo. Se aseguró de que era la acertada y se la pasó por encima de la mesa. Cunningham se subió las gafas.