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– Todavía me importas, Maggie -dijo él suavemente, sin moverse, ni mirarla-. Pensaba que ya no. He intentado olvidarme de ti. Pero cuando te vi esta mañana, me di cuenta de que no habías dejado de importarme en absoluto.

– No quiero hablar de eso, Nick. No puedo, de verdad. Ahora, no -le dolía el estómago de miedo, de nerviosismo, de ansiedad. No quería sentir nada más.

– Te llamé cuando me trasladé a Boston -continuó él como si no la hubiera oído.

Ella lo miró. ¿Estaría mintiendo? Aquel encanto infantil, aquella reputación de donjuán no podían haber desaparecido tan fácilmente.

– No recibí ningún mensaje -dijo, ansiosa por desvelar aquel embuste, si resultaba serlo.

– En Quantico no me dijeron dónde estabas, ni cuándo volverías. Hasta les dije que pertenecía a la oficina del fiscal del distrito del condado de Suffolk -la miró y sonrió-. Pero no parecieron muy impresionados.

Aquélla era una historia sin riesgos, imposible de confirmar o de desmentir. Maggie volvió a fijar su atención en el vestíbulo. Allá abajo, tres hombres portaban unas maletas tras una elegante señora de pelo cano que llevaba una gabardina sin una sola gota de lluvia en ella.

– Acabé llamando al bufete de Greg.

– ¿Qué?

Se apartó de la barandilla y esperó a que él hiciera lo mismo, clavando en ella sus ojos.

– Vuestros nombres no aparecen en la guía telefónica de Virginia -se defendió él-. Imaginé que en el bufete de Brackman, Harvey y Lowe se mostrarían más comprensivos. Supuse que a ellos sí les interesaría que un miembro de la oficina del fiscal se pusiera en contacto con uno de sus abogados. Aunque no fuera en horario de oficina.

– ¿Hablaste con Greg?

– No era ésa mi intención. Esperaba encontrarte en casa. Pensé que, si contestaba Greg, podía decirle que tenía que hablar contigo sobre un asunto que quedó pendiente en Nebraska. A fin de cuentas, sabía que seguías buscando al padre Keller.

– Pero Greg no se lo tragó.

– No -Nick parecía avergonzado. De todos modos, continuó-. Me dijo que estabais intentando rehacer vuestro matrimonio. Y me pidió que, si era un caballero, lo respetara y me mantuviera al margen.

– ¿Greg te dijo eso? ¿Que fueras un caballero? Como si él supiera lo que es eso -sacudió la cabeza y volvió a apoyarse en la barandilla, fingiéndose distraída por la actividad que reinaba allá abajo. Greg había llegado a mentir tan bien que Maggie se preguntaba si se creería sus propias mentiras-. ¿Cuánto tiempo hace de eso?

– Un par de meses -Nick se inclinó a su lado, pero esta vez mantuvo la distancia.

– ¿Un par de meses? -no podía creer que Greg no se lo hubiera dicho, o que no se le hubiera escapado en una de sus discusiones.

– Fue justo después de mudarme, así que tuvo que ser más o menos la última semana de enero. Me dio la impresión de que todavía vivíais juntos.

– Greg y yo decidimos quedarnos en el piso porque, a fin de cuentas, casi nunca estábamos allí. Pero le pedí el divorcio el día de Nochevieja. Seguramente parecerá despiadado. Me refiero a que debí esperar otra ocasión -vio que unos limpiadores empujaban unas enormes enceradoras por el vestíbulo-. Estábamos en la fiesta de Fin de Año de su bufete. Quería que hiciéramos el número de la pareja feliz.

El supervisor del equipo de limpieza llevaba un portafolios y unos zapatos de cuero relucientes. Maggie se inclinó sobre la barandilla para observar su cara. Demasiado joven y alto para ser Stucky.

– La gente de la fiesta me felicitaba y me daba la bienvenida a la empresa. Echaron a perder la sorpresa de Greg. Me había conseguido trabajo como jefa del departamento de investigación sin siquiera consultármelo. Luego no entendió por qué no me ponía a dar saltos de alegría por tener la oportunidad de pasarme la vida desenterrando informes empresariales o investigando malversaciones de fondos, en vez de hurgar en la basura en busca de restos humanos.

– Ya. Menudo imbécil.

Ella se giró y agradeció su ironía con una sonrisa.

– Soy un incordio, ¿eh? -dijo.

– Un incordio terriblemente atractivo.

Ella sintió que se sonrojaba y apartó la mirada. La molestaba que Nick pudiera hacerla sentirse viva y sensual mientras el mundo enloquecía a su alrededor.

– Al fin me mudé a una casa para mí sola la semana pasada. Dentro de unas semanas, el divorcio será definitivo.

– Tal vez habrías estado más segura en el piso. Quiero decir en cuanto a Stucky se refiere.

– Newburgh Heights está justo a las afueras de Washington. Seguramente es uno de los barrios más seguros de Virginia.

– Sí, pero no soporto pensar que estarás sola.

– Prefiero estar sola cuando venga a por mí. Así nadie saldrá herido esta vez.

– ¡Dios mío, Maggie! ¿Quieres que vaya a por ti?

Ella evitó mirarlo. No quería notar su angustia. No podía soportar aquel peso, aquella responsabilidad. Así pues, se concentró en los hombres de mono azul que luchaban con enchufes y mopas. Al ver que no respondía, Nick la tomó suavemente de la mano. Entrelazó su brazo con el de ella y se llevó su mano al pecho, manteniéndola allí, caliente y prieta contra el pálpito de su corazón. Y se quedaron allí, observando cómo enceraban el suelo del vestíbulo del hotel.

Capítulo 28

Washington, D. C.

Miércoles, 1 de abril

Sentía que la doctora Gwen Patterson lo miraba fijamente mientras tocaba los muebles con el bastón blanco, buscando a trompicones un lugar donde sentarse. El sitio era agradable. El despacho olía a lujoso cuero y a madera pulida. Pero ¿qué podía esperar? La doctora Patterson era una mujer con clase; sofisticada, culta, inteligente y dotada. Al fin, un reto a su altura.

Pasó la mano sobre la superficie del escritorio, pero no había mucho que tocar: un teléfono, una agenda, varios cuadernos y un calendario abierto por la página del miércoles, 1 de abril. Solo entonces cayó en la cuenta de que era el Día de los Inocentes. Qué ironía tan apropiada. Resistió la tentación de sonreír y, al girarse de nuevo, tropezó con un aparador y estuvo a punto de tirar un jarrón antiguo. Sobre el aparador, una ventana daba al río Potomac. En su reflejo observó la mueca de disgusto de la doctora Patterson al verlo trastabillar, inquieto, por la habitación.

– El sofá está justo a su derecha -le dijo ella finalmente, pero siguió sentada tras su mesa. Aunque su voz sonaba tensa por el esfuerzo de refrenar la impaciencia, no quería avergonzarlo yendo en su rescate. Excelente. Había pasado la primera prueba.

Él alargó la mano, tocó el sofá de cuero, buscando el brazo, y se sentó cuidadosamente.

– ¿Quiere algo de beber antes de que empecemos?

– No -contestó secamente, mostrando una antipatía innecesaria. A los inválidos nadie les reprochaba su descortesía. Era una de las pocas ventajas que esperaba con impaciencia. Luego, para demostrarle que no era tan grosero, añadió educadamente-. Preferiría que empezáramos ya.

Dejó el bastón a su lado, donde pudiera encontrarlo fácilmente. Dobló la chaqueta de cuero y se la puso sobre las rodillas. El despacho estaba en penumbra, y se preguntó por qué se habría molestado ella en bajar a medias las persianas. Se ajustó las gafas de sol sobre el puente de la nariz. Las lentes eran muy oscuras, para que nadie pudiera verle los ojos. Para que nadie lo sorprendiera mirando. Aquello le confería una deliciosa vuelta de tuerca a su voyeurismo. Todos creían que eran ellos los mirones cuando lo observaban fijamente, escudriñándolo, compadeciéndolo. Nadie parecía cuestionarse si un ciego podía en realidad ver. A fin de cuentas, ¿por qué iba a fingir nadie algo así?