Pero, irónicamente, la mentira se estaba convirtiendo en verdad. Los medicamentos no funcionaban, y era innegable que su vista iba empeorando. Había tenido suerte muchas veces. ¿Le había llegado al fin su turno? No, él no creía en esa estupidez del destino. De modo que, ¿qué importaba que ahora necesitara un poco de ayuda extra, un apoyo o dos, o el socorro de un viejo amigo para alegrarse un poco la vida? ¿Para qué, si no, estaban los amigos?
Ladeó la cabeza, esperando, fingiendo tener que oírla antes de volverse en su dirección. Mientras tanto, la observaba. Tuvo que forzar la vista para verla a través de las gafas negras, en la penumbra de la habitación. Ella seguía mirándolo recostada en su silla, cómoda y segura de sí misma. Se levantó y echó mano a la chaqueta del traje, colgada en el respaldo de la silla, pero, mirando de nuevo hacia él, la dejó donde estaba. Luego rodeó el escritorio y se apoyó en su reluciente superficie, colocándose justo frente a él. Tenía un aspecto delicado y frágil, las curvas en los lugares adecuados, la piel tersa y unas cuantas arrugas propias de una mujer al final de la cuarentena. Llevaba suelto el pelo de color rojo fresa, que le rozaba en delicadas ondas la mandíbula. Se preguntó si sería su color natural, y se descubrió sonriendo. Tal vez tendría que averiguarlo por sí mismo.
Se recostó en el sofá y esperó mientras olía su perfume. Dios, qué bien olía. Sin embargo, no reconoció la fragancia. Normalmente, podía al menos reducirla a unas cuantas posibilidades, pero aquel olor era nuevo para él. Su blusa de seda rosa era tan fina que dejaba entrever los pechos pequeños y redondos y la leve punta de los pezones. Se alegró de que no creyera necesario ponerse la chaqueta. Puso las manos sobre el regazo, asegurándose de que la chaqueta doblada ocultaba el bulto prominente de su bragueta, contento de que su nueva dieta de películas porno pareciera ir mejorando su pasajera debilidad.
– Como con todos mis pacientes, señor Harding -dijo ella finalmente-, quisiera saber cuáles son sus objetivos. ¿Qué espera obtener de nuestras sesiones?
Él reprimió una sonrisa. Ya había conseguido uno de sus objetivos. Ladeó la cabeza hacia ella y siguió mirándole los pechos. Aunque ella pudiera verle los ojos, la gente aceptaba e incluso esperaba que mirara a cualquier parte, menos a los ojos de los demás.
– No estoy seguro de entender la pregunta -había aprendido que era bueno dejar a las mujeres explicarse. Ello les permitía sentir que dominaban la situación, y quería que ella creyera que estaba al mando.
– Me dijo por teléfono -comenzó ella cautelosamente, como si midiera sus palabras-, que había ciertas cuestiones sexuales sobre las que quería hablar -no vaciló, ni puso mayor énfasis al decir la expresión «cuestiones sexuales». Eso era buena señal-. Para poder ayudarlo, necesito saber en concreto qué espera de mí. Qué le gustaría extraer de estas sesiones.
Era hora de comprobar si se escandalizaba fácilmente.
– Es muy sencillo. Quiero ser capaz de disfrutar otra vez follándome a una mujer.
Ella parpadeó y su tez pálida se sonrojó levemente. Sin embargo, no se movió. Qué lástima. Tal vez debería haber añadido que quería disfrutar follándose a una mujer sin tener que follársela hasta la muerte. Su nueva costumbre no era en realidad muy distinta a las de ciertos animales e insectos. Tal vez debiera comparar sus hábitos sexuales con los de la hembra de la mantis religiosa, que le arrancaba la cabeza al macho nada más terminar la cópula.
¿Entendería ella que el orgasmo, el éxtasis erótico, era increíblemente poderoso cuando conllevaba dolor? ¿Debía confesarle que ver a aquellas mujeres cubiertas de sangre, suplicándole piedad, le producía una explosión orgásmica que no podía alcanzar de ningún otro modo? ¿Podía ella entender que el horror que contenía en su interior amenazaba con apoderarse de los cimientos de su ser, de lo que quedaba de su ser primigenio?
Pero no, no compartiría nada de aquello con ella. Sería demasiado. Sería algo propio de Albert Stucky, y tenía que resistir la tentación de rebajarse al nivel de su viejo amigo.
– ¿Podrá ayudarme, doctora? -preguntó, proyectando la barbilla hacia delante y hacia arriba como si escuchara los movimientos de la doctora Patterson para calibrar su reacción.
– Sí, desde luego.
Él miró más allá de sus hombros, volviendo levemente el cuerpo hacia un lado, a pesar de que ella permanecía de pie frente a él.
– Se está sonrojando -dijo, y se permitió una sonrisa áspera.
El rubor de las mejillas de la doctora se hizo más intenso. Se llevó la mano al cuello, en un intento inútil de detener el sonrojo.
– ¿Qué le hace pensar eso?
¿Iba a negarlo? ¿Iba a decepcionarlo tan pronto con una mentira?
– Lo intuyo -dijo él con voz suave y tranquilizadora, animándola a confiar en él, esperando atisbar así sus debilidades. Si quería conseguir su objetivo último, necesitaba que la doctora Gwen Patterson no se sintiera amenazada. La buena doctora tenía fama por su capacidad para sumergirse en la mente de algunos de los criminales más famosos y depravados. Él se preguntaba qué pensaría si supiera que, esta vez, iba a ser ella el conejillo de indias.
– Permítame decirle que hace mucho tiempo que soy psicóloga -ella intentó explicar con naturalidad su reacción, pero él notó que seguía ruborizada-. He oído cosas muy extrañas, mucho más que el problema que usted me plantea. No se preocupe, señor Harding. No voy a escandalizarme.
Bien, así pues, prefería mantener las distancias, negándole el acceso a su verdadero yo. De todos modos, la idea seguía excitándolo. A él le gustaban los desafíos.
– Quizá -continuó ella-, debería empezar por decirme por qué ya no disfruta del sexo.
– ¿No es obvio? -utilizó el tono que había ensayado hasta la perfección. Un tono que lo hacía parecer enojado, ofendido y sin embargo lo bastante triste como para invocar su justo derecho a la piedad. Normalmente, funcionaba.
– Por supuesto que no es obvio.
Él dejó que una de sus manos se perdiera bajo la chaqueta doblada. Ella se lo estaba haciendo muy fácil. Se estaba poniendo en sus manos, por así decirlo. Él extendió la mano sobre su miembro erecto.
– Si piensa que su… -ella vaciló- su discapacidad…
– No se preocupe. Puede llamarla por su nombre. Soy ciego. La palabra no me molesta.
– Está bien, pero su ceguera ciertamente no debería significar una pérdida de libido.
Le gustó su forma de decir «libido». Le gustaba su boca, a pesar de que era pequeña y de labios finos. Disfrutaba mirando su labio superior curvarse levemente en la comisura. Detectaba un leve acento, pero no lograba identificarlo. ¿Sería tal vez de clase alta neoyorquina? Estaba deseando oírla decir «pene» y «felación», y se preguntaba cómo se curvarían sus labios alrededor de esas palabras.
– ¿Es a eso a lo que se refiere, señor Harding? -dijo ella, interrumpiendo sus pensamientos-. ¿A que su pérdida de visión le ha producido impotencia?
– Los hombres somos criaturas eminentemente visuales, sobre todo cuando se trata de excitarse sexualmente.
– Muy cierto -dijo ella y, extendiendo el brazo hacia atrás, tomó la carpeta con su historial-. ¿Cuándo empezó a perder la vista?
– Hace unos cuatro años. ¿Tenemos que hablar de eso?
Ella alzó la mirada sobre la carpetilla abierta. Se había movido hasta el otro lado del escritorio, pero él mantenía la mirada fija en el lugar que ocupaba antes.
– Nos ayudará a afrontar su problema actual, de modo que sí, creo que deberíamos hablar de ello.
Le gustaba su firmeza, su tono franco. La doctora Patterson no andaría sigilosamente a su alrededor, como una gata. Qué expresión tan maravillosa: andar como una gata. Se frotó con la mano la bragueta hinchada bajo la chaqueta.