Выбрать главу

Cunningham aguardó, esperando alguna reacción. Tully lo miraba, moviendo los pies nerviosamente, pero no parecía muy impresionado por aquella información.

– Disculpe, señor, que le diga esto, pero puede que eso no signifique gran cosa. Puede que ni siquiera sea el mismo hombre.

– Tal vez. Sin embargo, agente Tully, sugiero que averigüe usted todo lo que pueda sobre Walker Harding.

– Director adjunto Cunningham, ¿para qué me ha hecho llamar? -preguntó la agente O'Dell educadamente, pero con suficiente firmeza como para dejar claro que no estaba dispuesta a continuar sin una respuesta.

Tully sintió ganas de sonreír, pero mantuvo los ojos fijos en Cunningham. Era difícil no mirar a O'Dell. Por el rabillo del ojo, la veía removerse en la silla, incómoda e impaciente, pero refrenando la lengua. La habían mantenido fuera de la investigación desde el principio. Tully se preguntaba si estaba enfadada por tener que sentarse y escuchar todos aquellos detalles sin poder tomar parte en los acontecimientos. ¿O habría cambiado Cunningham de idea? Tully observó el rostro de su jefe, pero no vio ningún indicio de lo que estaba pensando.

Al ver que no respondía inmediatamente, O'Dell pareció interpretar que la animaba a continuar.

– Con el debido respeto, estamos aquí los tres sentados hablando de un billete que pudo ser expedido o no a nombre de un individuo con el que Albert Stucky tal vez no hable desde hace años. Sin embargo, hay una cosa de la que podemos estar seguros, y es de que Albert Stucky mató a una mujer en Kansas City, y probablemente sigue allí.

Tully cruzó los brazos y esperó. Le daban ganas de aplaudir a aquella mujer de la que se decía que se había quemado y perdido su talento. Ciertamente, esa mañana parecía estar en pleno uso de sus facultades.

Cunningham deshizo el triángulo de sus dedos y se echó hacia delante, apoyando los codos en la mesa. Por su expresión, parecía como si le hubieran tendido una emboscada en una partida de ajedrez. Pero estaba listo para hacer su siguiente movimiento.

– El sábado por la noche, a cuarenta kilómetros de aquí, una joven fue asesinada y su cuerpo abandonado en un contenedor. Le habían extirpado quirúrgicamente el bazo y lo habían dejado en una caja de pizza.

– ¿El sábado? -la agente O'Dell se removió, inquieta, mientras calculaba aquel intervalo de tiempo extrañamente corto-. El de Kansas City no es un imitador. Dejó el puto riñon en mi puerta.

Tully hizo una mueca. Nada de ajedrez. Aquello parecía más bien un tiroteo en el OK Corral. Cunningham, sin embargo, no se inmutó.

– La joven era una repartidora de pizzas. La secuestraron mientras hacía su ruta de reparto.

La agente O'Dell empezó a agitarse, cruzó las piernas y luego volvió a descruzarlas, como si intentara controlarse. Tully sabía que debía de estar agotada.

Cunningham continuó.

– El asesino tuvo que llevársela a algún lugar cercano. Tal vez en el mismo barrio. La violó, sodomizándola, le rajó la garganta y le extrajo el bazo.

– ¿Se refiere usted a que la sodomizó él mismo, o a que utilizó algún otro objeto?

Tully no entendía la diferencia. ¿Acaso no era igual de espantoso? Cunningham lo miró como esperando una respuesta. A aquella pregunta, por desgracia, podía responder sin rebuscar en sus archivos. La joven se parecía demasiado a Emma como para no recordar todos los detalles. Quisiera o no, habían quedado grabados a fuego en su memoria.

– No había restos de semen, pero el forense parece convencido de que hubo penetración. No había ningún rastro que pudiera pertenecer a otro objeto.

– Stucky nunca había hecho eso antes -O'Dell se sentó al borde de la silla, animada de pronto-. No es propio de él. No tendría sentido. A él le gusta mirar sus caras. Disfruta observando su miedo. No podría verlo desde atrás.

Cunningham tamborileó con los dedos sobre la mesa como si esperara a que O'Dell acabara.

– La joven le llevó una pizza a su nueva dirección la noche que fue asesinada.

El silencio pareció amplificarse cuando el tamborileo de los dedos de Cunningham cesó. Cunningham y Tully observaron a O'Dell. Ella se echó hacia atrás y los miró a ambos. Tully percibió su mirada de asombro. Esperaba ver miedo, o tal vez rabia. Pero lo sorprendió encontrar en la mirada de la agente O'Dell una expresión semejante a la resignación. Ella se pasó una mano por la cara y se sujetó los mechones de pelo tras las orejas. Pero permaneció en silencio.

– Por eso, agente O'Dell, supuse que daría lo mismo que no se quedara en Kansas City. Él la habrá seguido hasta aquí -Cunningham se aflojó la corbata y se arremangó como si de pronto tuviera calor. Ambos gestos parecían extraños en él-. Albert Stucky va a meterla de nuevo en esto, haga lo que haga yo para mantenerla al margen.

– Y, manteniéndome al margen, señor, me está quitando mi única posibilidad de defensa -dijo la agente O'Dell con un leve temblor en la voz. Tully vio que se mordía el labio inferior. ¿Era para refrenar sus palabras, o para detener su temblor?

Cunningham miró a Tully, se recostó en la silla y dejó escapar un suspiro resignado.

– El agente Tully ha solicitado su ayuda en el caso.

O'Dell miró a Tully con sorpresa. Él se azoró sin saber por qué. No había hecho aquella petición por hacerle un favor. Posiblemente, aquello la pondría en mayor peligro. Pero el hecho era que la necesitaba.

– He decidido admitir la petición del agente Tully bajo ciertas condiciones, ninguna de las cuales está sujeta a negociación -Cunningham se inclinó de nuevo hacia delante, con los codos en la mesa, y juntó las manos-. La primera es que el agente Tully seguirá al mando de la investigación. Espero que compartan toda la información y los conocimientos de que dispongan. Agente O'Dell, no seguirá usted ninguna pista, ni comprobará ninguna corazonada sin que el agente Tully la acompañe. ¿Entendido?

– Por supuesto -respondió ella, con voz firme y segura de nuevo.

– Y, en segundo lugar, quiero que vaya a ver al psicólogo del departamento.

– Señor, no creo que…

– Agente O'Dell, he dicho que mis condiciones son innegociables. Dejaré a discreción del doctor Kernan cuántas veces habrá usted de visitarlo cada semana.

– ¿El doctor James Kernan? -O'Dell parecía desconcertada.

– Sí. Ya me he encargado de que Anita le fije la primera cita. Hable con ella cuando salga. También se ocupará de asignarle un despacho. El antiguo lo ocupa ahora el agente Tully. No veo razón para que lo compartan. Ahora, si me disculpan -se echó hacia atrás, despachándolos-. Tengo otra cita.

Tully recogió sus papeles y esperó a O'Dell en la puerta. A pesar de que acababan de concederle lo que llevaba cinco meses pidiendo, no parecía contenta, sino más bien alterada.

Capítulo 30

A Tess le apetecía acudir a la cita de aquella mañana, a pesar de que, mientras conducía por las calles desiertas, empezó a sentirse culpable por haber salido a hurtadillas de casa de Daniel sin despertarlo siquiera para despedirse de él. Sencillamente, no tenía fuerzas para otra batalla. Daniel protestaría porque saliera corriendo tan temprano para llegar a casa, ducharse y cambiarse de ropa cuando todo eso podía hacerlo en su casa. Lo que en realidad quería Daniel era que se quedara porque por las mañanas le resultaba más fácil excitarse, y quería sexo.

Sin embargo, diría ridiculeces como: «Pasamos muy poco tiempo juntos. Necesitamos ese rato de por las mañanas». Cada vez que se quedaba a dormir, era lo mismo, la misma vieja discusión: «Tess, ¿cómo vamos a saber si somos compatibles, si no leemos juntos el New York Times, ni tomamos el desayuno en la cama?».