Siempre le ponía los mismos ejemplos. ¿Cómo podía decir eso, cuando apenas le dirigía la palabra cuando estaban juntos? Las únicas veces en que parecía preocuparlo su compatibilidad eran aquellas mañanas en que quería que se quedara para echarle un polvo rápido. El noventa y nueve por ciento de las veces, le importaba bien poco lo que conviniera a su relación. Aunque ella, desde luego, no sabía cuál era la clave del éxito de una relación de pareja. Tal vez consistiera precisamente en leer el New York Times y desayunar en la cama. ¿Cómo iba a saberlo? Ella nunca había tenido una relación que pudiera considerar un éxito, ni nunca había tenido un novio como Daniel Kassenbaum.
Daniel era sofisticado, inteligente, refinado y culto. Cielo santo, si hasta era capaz de completar el crucigrama del New York Times, y a boli. Pero, a diferencia de Daniel, ella no se engañaba respecto a su relación. Sabía que tenían muy poco en común. Él, desde luego, no la consideraba su igual, y a menudo le señalaba sus carencias como si fuera una pupila a la que tuviera que educar. La noche que le preguntó si debía invertir el dinero de la bonificación, Tess se había sentido como si le diera una palmadita en la cabeza al decirle «no te metas en lo que no entiendes».
Había, no obstante, un campo en el que Tess superaba con creces a Danieclass="underline" el sexo. Lo que le faltaba a él, ella lo compensaba de sobra. Daniel le había dicho muchas veces (si bien sólo en el ardor de la pasión) que era con diferencia «el mejor polvo» que había tenido nunca. Por alguna retorcida razón, a Tess la complacía tener aquel poder sobre él, a pesar de que la dejaba fría y hueca por dentro. Acostarse con Daniel, aunque para él fuera fantástico, a ella ni le gustaba, ni le satisfacía.
En realidad, llevaba algún tiempo preguntándose si era capaz de sentir deseo, si alguna vez podría experimentar la pasión que con Daniel fingía continuamente. El hecho de que Will Finley, un completo extraño, hubiera hecho resurgir esos sentimientos en ella, no la había tranquilizado, sino que, por el contrario, la había llenado de inquietud. Y guardar en la memoria, todavía fresco, el recuerdo de las manos y la boca de Will, quien parecía saber exactamente cómo tocarla, ponía lamentablemente de relieve la torpeza de Daniel. Casi deseaba que el tequila hubiera borrado su memoria y no recordar la noche que había pasado con Will. Sin embargo, parecía no poder pensar en otra cosa. Los recuerdos de aquella noche asaltaban continuamente su imaginación.
En otras épocas de su vida, había sido capaz de bloquear por completo sus recuerdos. Ése era, por lo común, el propósito del tequila. En el pasado, solía beber demasiado. Bailaba, flirteaba y se acostaba con tantos hombres como quería. Jugaba y miraba jugar al billar, montando pequeñas escenas de provocación para cualquiera que quisiera mirarla. Solía pensar que, si vivía aceleradamente, podría olvidar los horrores de su niñez. Después de todo, nada de lo que pudiera hacer resultaría más traumático, más destructivo, más aterrador que lo que había vivido durante su infancia, ¿no?
Pero, entretanto, lo único que había conseguido era crearse una vida vacía y hueca. Paradójicamente, había hecho falta una botella de vodka y un frasco de somníferos para hacerla despertar. De eso hacía casi siete años. Los últimos cinco, se había esforzado a brazo partido por reinventarse a sí misma y dejar atrás no sólo su infancia, sino también los años oscuros que había pasado enterrándola y huyendo hacia delante.
Para lograrlo, había abandonado la vida ajetreada de Washington D. C. y todas sus tentaciones: las drogas, los clubes abiertos hasta el amanecer y las camas de los congresistas. El bar de Louie había sido para ella una especie de parada en el camino. Allí consiguió trabajo como camarera y encontró un pequeño apartamento junto al río. Cuando al fin se sintió preparada, regresó a Blackwood, Virginia, y vendió la granja de su familia, aquel infierno terrenal donde antaño había vivido con sus tíos. Éstos habían muerto años antes, de lo cual Tess se había enterado únicamente al recibir una carta certificada de su abogado. Por alguna razón, había esperado conocer automáticamente su muerte, como si la tierra entera fuera a exhalar un suspiro de alivio. Pero no había habido ni suspiro, ni alivio.
Tess se miró en el retrovisor, molesta porque aquellos recuerdos pudieran aún arrugarle la frente y hacerle rechinar los dientes. Tras la muerte de sus tíos, había dejado la granja vacía, negándose a poner un pie en ella. Con el tiempo reunió el valor necesario para venderla, pero primero ordenó arrasar la casa y sus desvencijados cobertizos y se aseguró personalmente de que el sótano, su particular cámara de castigo, fuera derruido y colmatado por los bulldozers. Sólo después fue capaz de vender la granja.
Le habían pagado por ella un precio razonable, y gracias a ello había podido emprender una nueva vida, lo cual parecía justo, pues aquel lugar le había arrebatado la mitad de su vida. El dinero le permitió volver al colegio, sacarse el título de agente inmobiliario y comprar y amueblar una casita de ladrillo visto en un barrio agradable de una ciudad tranquila, donde nadie la conocía.
Tras conseguir el trabajo en Heston Inmobiliaria, se apuntó a varias asociaciones empresariales. Delores la hizo socia del Club de Campo Skyview, insistiendo en que era esencial para conocer a posibles clientes. Sin embargo, a Tess aún le costaba trabajo verse a sí misma como socia de un club de campo. Era allí donde había conocido a Daniel Kassenbaum. Ello había supuesto una tremenda victoria, la prueba fehaciente de su nuevo y próspero estilo de vida. Si era capaz de ganarse el aprecio de alguien tan sofisticado, arrogante, instruido y culto como Daniel, sería capaz de hacer cualquier cosa, de ir a cualquier parte.
Se recordó que Daniel le convenía. Era estable, ambicioso, pragmático y, lo que era aún más importante, un hombre respetado. Todo lo que ella quería, o más bien necesitaba, en la vida. Que él no supiera cómo tocarla, ni ello lo preocupara, a Tess le importaba muy poco desde una perspectiva amplia de las cosas. Además, de todos modos no estaba enamorada de él. Prefería no arriesgar sus afectos. El amor y las emociones nunca habían sido para ella ingredientes esenciales de una relación conveniente. En todo caso, habían sido ingredientes para el desastre.
Tess detuvo el Miata delante del 5349 de Archer Drive. Recorrió el callejón con la vista y comprobó que, en efecto, había llegado demasiado pronto. No había ni rastro de su cita de las diez. En realidad, no se veía ni un alma. Los vecinos del barrio habían emprendido ya su largo trayecto hacia sus lugares de trabajo, y aquéllos que podían quedarse en casa seguramente seguían en la cama. Decidió aprovechar el tiempo que le quedaba para asegurarse de que la casa de estilo colonial, de dos plantas, estaba presentable.
Se miró en el espejo una vez más. ¿Desde cuándo eran tan profundas las arrugas en torno a su boca y sus ojos? Por primera vez en su vida, empezaba a aparentar la edad que tenía.
Le había costado años llegar adonde estaba. Daniel era una pieza importante del puzzle de su nueva imagen profesional. Le confería credibilidad. No podía echarlo todo a perder ahora. Pero, entonces, ¿por qué el recuerdo de Will Finley con aquella toalla azul, tan ágil y guapo, seguía despertando en ella emociones que había enterrado hacía mucho tiempo?
Sacudió la cabeza y agarró el maletín; cerró la puerta del coche demasiado fuerte, y el eco retumbó en el silencio de la calle. Para compensar aquel ruido, caminó sigilosamente por la acera, procurando que sus tacones no repiquetearan.
La casa llevaba más de ocho meses en venta, y en los últimos tres casi nadie había ido a verla. Sin embargo, los vendedores seguían manteniendo el mismo precio de venta. Como sucedía con muchas de las casas de las afueras de Newburgh Heights, el dinero no suponía problema para sus propietarios, lo cual dificultaba las negociaciones de la venta.