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Los dedos de Maggie comenzaron a crisparse sobre su regazo. Le sudaban las palmas de las manos. ¿Por qué hacía tanto calor en aquel despacho? Le ardían las mejillas. Empezaba a dolerle la cabeza.

– No, la silla eléctrica no es castigo apropiado para los crímenes de Stucky, ¿no es cierto? Usted está pensando en un castigo mucho más adecuado, ¿a que sí? ¿Y cómo se propone administrarle tal castigo, Margaret O'Dell?

– Haciendo que ese maldito hijo de perra me mire directamente a los ojos cuando le meta una bala entre las cejas -estalló ella, sin importarle ya que la trampa psicológica del doctor Kernan la engullera por completo.

Capítulo 33

Tess McGowan intentó abrir los ojos, pero los párpados le pesaban demasiado. Logró entreabrirlos un instante, y vio un chorro de luz y, luego, nada. Estaba sentada, pero la tierra se movía bajo ella con un lento traqueteo, vibrando sostenidamente. En algún lugar, una voz profunda y suave con acento rural cantaba acerca del daño que se hace a quien se ama.

¿Por qué no podía moverse? Tenía los brazos flojos; las piernas, como el cemento. Pero la única atadura que sentía cruzaba su hombro y su regazo. Un coche. Sí, iba montada en un coche, sujeta por el cinturón de seguridad. Eso explicaba el movimiento, la vibración, el runrún amortiguado. Pero no explicaba por qué no podía abrir los ojos.

Lo intentó de nuevo. Otro parpadeo. Los faros relumbraron antes de que sus párpados pesados se cerraran de nuevo. Era de noche. ¿Cómo era posible que fuera de noche? Un momento antes era por la mañana. ¿No?

Se apoyó contra el cabecero. Olía a jazmín; un olor suave, sutil. Sí, recordaba que unos días antes había comprado un ambientador nuevo y lo había pegado bajo el asiento del pasajero. De modo que iba en su coche. El olor, la idea de estar en su coche, la tranquilizó hasta que se dio cuenta de que no conducía ella, de que había alguien a su lado. ¿Era Daniel? ¿Por qué no se acordaba? ¿Por qué sentía la cabeza llena de telarañas? ¿Se había emborrachado otra vez? ¡Oh, cielo santo! ¿Había recogido a otro extraño?

Giró la cabeza ligeramente sin apartarla del cabecero. Le costaba un enorme esfuerzo moverse, centímetro a centímetro, como a cámara lenta. Una vez más, intentó abrir los ojos. Estaba oscuro, pero había movimiento. Sus párpados se cerraron de nuevo.

Escuchó. Oía respirar a alguien. Abrió la boca para hablar. Le preguntaría adonde iban. Era una pregunta sencilla, pero no le salió la voz. Se oyó un ligero gruñido, pero no procedía de ella. Entonces el coche empezó a aminorar la marcha, y se oyó un leve zumbido eléctrico. Tess sintió un soplo de aire con olor a alquitrán fresco y comprendió que la ventanilla estaba abierta. El coche se detuvo, pero el motor siguió zumbando. Por el olor a tubo de escape comprendió que estaban parados en un atasco. Intentó de nuevo abrir los ojos.

– Buenas noches, agente -dijo una voz profunda en el asiento de al lado.

¿Era Daniel? La voz le resultaba familiar.

– Buenas noches -contestó otra voz-. Perdón -susurró-. No me había dado cuenta de que su mujer iba dormida.

– ¿Hay algún problema?

Sí, Tess también quería saberlo. ¿Había algún problema? ¿Por qué no podía moverse? ¿Por qué no lograba abrir los ojos? ¿Quién era aquella mujer que dormía? ¿Se refería el policía a ella?

– Ha habido un accidente al otro lado del puente y estamos limpiando los restos. Un regalito de la hora punta. Sólo será un minuto o dos. Luego podrán pasar.

– No hay prisa -dijo la voz parsimoniosamente.

No. No era Daniel. Daniel siempre tenía prisa. Intentaría hacerle comprender al policía lo importante que era. Montaría una escena. Oh, cómo odiaba que hiciera eso. Pero, si quien iba a su lado no era Daniel, ¿quién era?

Un aleteo de pánico se apoderó de ella. «¿No hay prisa?». Sí, conocía aquella voz.

Entonces, empezó a recordar.

«Huele muy bien», le había dicho aquella misma voz. Lo ocurrido tornó a ella fragmentariamente.

La casa de Archer Drive. Aquel hombre quería ver la habitación principal. «Espero que no se ofenda». Quería ver su cara.

«Le aseguro que no es doloroso». No, quería tocar su cara. Sus manos, sus dedos en el pelo, en las mejillas, en el cuello. Luego, esas mismas manos rodeando su garganta con fuerza, apretando sus músculos. No podía respirar. No podía moverse. Unos ojos negros. Y una sonrisa. Sí, él sonreía mientras le apretaba y le retorcía el cuello. Le hacía daño. «Basta». Le hacía mucho daño. Le dolía la cabeza, y la oyó golpear contra la pared. Luchó con los puños, con las uñas. Dios mío, qué fuerte era.

Entonces lo sintió. El aguijón de la aguja al hundirse en su brazo. Recordó la oleada de calor que inundó sus venas. Recordó la habitación dando vueltas.

Intentó levantar el mismo brazo. No se movía, pero le dolía. ¿Qué le había dado? ¿Quién demonios era aquel hombre? ¿Adonde la llevaba? Incluso el miedo parecía entumecido: un nudo atrapado dentro de su garganta, luchando por liberarse. No podía moverse, ni levantar los brazos. No podía patalear, ni correr. Dios mío, ni siquiera podía gritar.

Capítulo 34

Maggie había salido de Quantico sin mirar atrás y se había ido derecha a casa tras su entrevista con el doctor Kernan. ¿Entrevista? Qué absurdo. Sacudió la cabeza mientras se paseaba por el cuarto de estar. El trayecto de una hora desde Washington D. C. no había disipado su cólera. ¿Qué clase de psicólogo dejaba a sus pacientes con ganas de aporrear las paredes?

Se fijó en sus bolsas de viaje al pie de la escalera, todavía sin deshacer tras el viaje a Kansas City. Las cajas seguían apiladas en los rincones. Tenía los nervios a flor de piel. Le dolía la cabeza y sentía la nuca agarrotada. No recordaba cuándo había comido por última vez. Seguramente la noche anterior, en el vuelo de regreso.

Pensó en cambiarse y salir a correr. Se estaba haciendo de noche, pero eso nunca antes había sido un impedimento. No, lo que la detenía era la idea de que Stucky pudiera estar vigilándola. ¿Había regresado de Kansas City? ¿Estaba allí fuera, agazapado en alguna parte, observándola? Maggie se paseó de ventana en ventana, escudriñando la calle y los bosques que se extendían tras la casa, aguzando la vista para escrutar las sombras del anochecer que bailaban bajo los árboles. Buscaba algo fuera de lo normal, algo que se moviera, pero la leve brisa que soplaba cada susurro de los arbustos, cada cabeceo de las ramas, la inquietaba. Sentía agarrotarse sus músculos, deshilacharse sus nervios.

Horas antes se había fijado en un obrero de la construcción que estaba inspeccionando las alcantarillas e instalando unos pilares al final de la calle. Tenía el mono demasiado limpio, los zapatos demasiado brillantes. Maggie comprendió enseguida que era uno de los hombres del dispositivo de vigilancia montado por Cunningham. ¿Cómo demonios esperaba el director adjunto atrapar a Stucky con aquellas tácticas de aficionado? Si ella había descubierto al impostor, sin duda Stucky, un consumado camaleón, encontraría su disfraz risible. Stucky adoptaba identidades y papeles con tal facilidad que sin duda era capaz de descubrir a cualquiera que hiciera lo mismo, pero sin su destreza.

Maggie odiaba sentirse enjaulada en su propia casa. Y, para empeorarlo todo, en la casa reinaba un silencio opresivo. No se oía nada fuera del taconeo de sus zapatos en el suelo de madera pulida. Ni segadoras de césped, ni motores de coches, ni niños jugando. Pero ¿no era acaso aquella quietud, aquel aislamiento, lo que había buscado al comprarse aquella casa? ¿No había sido aquélla su intención? ¿Cómo era ese viejo dicho? «Ten cuidado con lo que deseas».