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Desembaló su equipo de música, un armatoste aparatoso y barato. Rebuscó en la caja de los compactos, llena hasta rebosar. Algunos discos (regalo de amigos, que no había tenido tiempo de abrir, y mucho menos de escuchar) conservaban aún el envoltorio. Al fin se decidió por un disco antiguo de Jim Brickman, confiando en que los solos de piano calmaran su desasosiego. La música apenas había empezado a sonar cuando vio que Susan Lyndell subía por la glorieta. Al parecer, ese día no habría alivio para su tensión.

Abrió la puerta antes de que Susan acabara de subir los escalones del pórtico. Miró en todas direcciones, asegurándose de que no se veía a nadie.

– ¿Qué tal su viaje? -le preguntó Susan como si fueran viejas amigas.

– Bien -Maggie agarró suavemente a la mujer por el codo y la introdujo rápidamente en el vestíbulo.

Susan la miró sorprendida. En su primera visita, Maggie apenas le había permitido cruzar la puerta, y de pronto la metía prácticamente a rastras en su casa.

– Volví anoche, muy tarde -continuó Maggie, cerrando la puerta. No dejaba de pensar en que Stucky podía estar observándola. Eligiendo a su siguiente víctima.

– He intentado llamarla, pero su número no aparece en la guía.

– No, en efecto, no aparece -dijo secamente, por si Susan esperaba una explicación-. ¿Habló con el detective Manx?

– Eso venía a decirle. Creo que estaba equivocada respecto a lo que hablamos el otro día.

– ¿Por qué lo cree? -Maggie esperó mientras su vecina paseaba la mirada por las cajas amontonadas, fijándose en el cuarto de estar, preguntándose sin duda cómo podía permitirse semejante casa.

– Hablé con Sid -le dijo Susan, mirándola al fin, a pesar de que todavía parecía concentrada en cosas de Maggie o, mejor dicho, en su falta de cosas.

– ¿Con el señor Endicott? ¿Y de qué habló con él exactamente?

– Sid es un buen hombre. Odio pensar que esté pasando por esto solo. Me parecía que tenía derecho a saberlo. Ya sabe, lo de… lo de Rachel y ese hombre.

– ¿El de los teléfonos?

– Sí -Susan apartó los ojos de Maggie, pero ya no parecía distraída por lo que la rodeaba.

– ¿Qué le contó?

– Sólo que es posible que Rachel se fuera con él.

– Entiendo -Maggie se preguntó por qué Susan Lyndell traicionaba tan fácilmente a su amiga. Y por qué de pronto le parecía tan verosímil que Rachel se hubiera ido con un extraño al que, sólo unos días antes, consideraba capaz de haber agredido a su amiga-. ¿Qué le dijo el señor Endicott?

– Oh, puede que usted no se haya enterado. El coche de Rachel no estaba en el garaje. Al principio, la policía vio el Mercedes de Sid y no se dio cuenta de que Rachel se había ido. Verá, cuando Sid sale de viaje, Rachel suele llevarlo al aeropuerto para que no tenga que dejar su coche en el aparcamiento. Sid cuida mucho su coche. En cualquier caso, creo que Rachel pudo marcharse con ese tipo. Desde luego, se sentía muy atraída por él.

– ¿Qué me dice del perro?

– ¿El perro?

– Encontramos a su perro apuñalado… quiero decir herido, debajo de la cama.

Susan se encogió de hombros.

– De eso no sé nada -dijo como si no pudiera esperarse que estuviera al tanto de todo.

El teléfono móvil de Maggie comenzó a sonar dentro del bolsillo de su chaqueta. Ella vaciló. Susan agitó su mano de pajarillo para indicarle que contestara al tiempo que se retiraba hacia la puerta.

– No la molesto más. Sólo quería decirle eso.

Antes de que Maggie pudiera decir nada, su vecina salió y se alejó por la acera con paso alegre. Ya no parecía la mujer nerviosa y angustiada a la que Maggie había conocido unos días antes.

Maggie cerró rápidamente la puerta y activó el sistema de alarma mientras el teléfono seguía sonando. Cuando acabó, sacó el móvil del bolsillo.

– Maggie O'Dell.

– Vaya, por fin. Tienes que comprarte otro móvil, Maggie. Creo que ése se está quedando sin batería otra vez.

Maggie sintió al instante que su cuello y sus hombros volvían a tensarse. Greg siempre parecía iniciar sus conversaciones con una reprimenda.

– He tenido el teléfono apagado. Estaba de viaje. Te dejé un mensaje -fue directa al grano; no quería que siguiera regañándola por haber estado incomunicada.

– Deberías tener algún tipo de servicio de mensajes -insistió él-. Tú madre llamó hace un par de días. Ni siquiera sabía que te habías mudado. Por el amor de Dios, Maggie, podías al menos llamarla y darle tu número de teléfono.

– La llamé. ¿Se encuentra bien?

– Parecía muy contenta. Me dijo que estaba en Las Vegas.

– ¿En Las Vegas? -su madre nunca salía de Richmond. Y, además, menuda elección. Sí, Las Vegas era el sitio perfecto para una alcohólica con tendencias suicidas.

– Me dijo que estaba con el reverendo Everett. Deberías estar más pendiente de ella, Maggie. Es tu madre.

Maggie se apoyó contra la pared y respiró hondo. Greg nunca había comprendido su relación con su madre. ¿Y cómo iba a hacerlo? Él procedía de una familia que parecía salida de un catálogo publicitario de los años cincuenta.

– Greg, ¿me dejé una caja en el piso?

– No, aquí no hay nada. ¿Te das cuenta de que no habrías perdido nada si hubieras llamado a la United?

Maggie prefirió no hacerle caso.

– ¿Estás seguro? Oye, no me importa si la has abierto, o si la has desordenado.

– Pero ¿tú te estás oyendo? Ya no te fías de nadie. ¿Es que no te das cuenta de lo que te está haciendo ese puto trabajo?

Ella se friccionó el cuello, apretando sus músculos agarrotados. ¿Por qué tenía que ponérselo siempre tan difícil?

– ¿Has mirado en el trastero? -preguntó. Sabía que era imposible que la caja estuviera allí, pero quería darle una última oportunidad para que se desdijera si, en efecto, había abierto la caja.

– En el trastero no hay nada tuyo. ¿Qué había dentro de esa caja? ¿Una de tus preciadas pistolas? ¿Es que no puedes dormir por las noches si no tienes a mano tres o cuatro, o las que tengas?

– Tengo dos, Greg. Todos los agentes suelen tener una de recambio.

– Ya. Pues para mí dos son demasiadas.

– ¿Te importaría llamarme si aparece la caja?

– Aquí no está.

– Bueno, está bien. Adiós.

– Llama a tu madre cuando puedas -dijo él a modo de despedida, y colgó.

Maggie apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. Intentó mitigar el dolor de sus sienes, de su cuello, de sus hombros. Sonó el timbre, y asió el revólver casi sin darse cuenta. ¡Dios santo! Tal vez Greg tuviera razón. Vivía en un mundo de paranoia.

A la entrada de la casa, junto a una farola, podía ver una furgoneta con la leyenda Clínica veterinaria Riley impresa en un lateral. Un hombre con una bata blanca y una gorra de béisbol esperaba en el pórtico. Sentado pacientemente a su lado, con un collar y una correa azules, había un labrador blanco. A pesar de que no llevaba el pecho y la escápula aparatosamente vendados, Maggie supo que era el perro al que había ayudado a rescatar en casa de los Endicott. Aun así, volvió a examinar al hombre para asegurarse de que no era un impostor. Finalmente, decidió que era demasiado bajo para ser Stucky.

– Los Endicott viven al final de la calle -dijo nada más abrir la puerta.

– Lo sé -dijo el hombre secamente. Tenía la mandíbula tensa, la cara colorada y la frente sudorosa, como si no hubiera llegado en coche, sino corriendo-. El señor Endicott se niega a hacerse cargo del perro.

– ¿Qué?

– No lo quiere.

– ¿Eso le ha dicho? -le resultaba difícil de creer, después de lo que había pasado el pobre animal.

– Bueno, sus palabras exactas fueron que el dichoso perro era de su mujer. Disculpe mi lenguaje; sólo intento repetir lo que él me dijo, pero permítame decirle que él no usó precisamente el término «dichoso». En fin, dijo que el dichoso perro era de su mujer y que si se había largado sin él, que él tampoco lo quería.