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Sus ojos buscaron y encontraron lo que parecía una puerta. Era difícil saberlo. La madera se confundía con la del resto del cobertizo. Sólo se distinguía por un par de bisagras herrumbrosas y el hueco de una cerradura. Naturalmente, estaría cerrada, tal vez incluso atrancada por fuera, pero aunque así fuera tenía que probar.

Se sentó lentamente y esperó. De nuevo, la náusea la obligó a reposar la cabeza en la almohada.

– ¡Maldita sea! -gritó, y al instante se arrepintió de ello. ¿Y si él la estaba observando, escuchándola?

Tenía que concentrarse. Podía hacerlo. A fin de cuentas, ¿a cuántas resacas había sobrevivido? Pero el espacio en el que se encontraba aumentaba su vulnerabilidad. ¿Qué pretendía aquel hombre? ¿Qué quería de ella? ¿La habría confundido con otra? Un nuevo temor comenzó a bullir en su estómago. No podía detenerse a pensar en él, ni en sus intenciones. No podía recordar cómo había llegado hasta allí. No debía pensar en ello, o sus pensamientos la paralizarían igual que el contenido de aquella jeringuilla.

Rodó hacia un lado para mitigar la náusea. Sintió una punzada en el costado, y por un instante creyó que se había pinchado con un clavo. Pero allí no había nada, sólo el duro y nudoso colchón del camastro. Introdujo la mano bajo su blusa y notó que la tenía sacada de la cinturilla de los pantalones. Le faltaba un botón, y el resto estaban desabrochados.

– No, basta -susurró, enojada consigo misma.

Debía concentrarse. No podía pensar en lo que aquel hombre podía haberle hecho mientras estaba inconsciente. Tenía que comprobar si estaba bien.

Sus dedos no encontraron ninguna herida abierta, ni sangre fresca, pero aun así estaba casi segura de que tenía una costilla rota o contusionada. Desafortunadamente, sabía por experiencia cómo dolían las costillas rotas. Palpó cuidadosamente con los dedos la zona bajo sus pechos mientras se mordía el labio inferior. A pesar de las punzadas de dolor, adivinó que no tenía ninguna costilla rota, aunque sí varias contusiones. Eso estaba bien. Podía manejarse bien con las costillas magulladas. De haber estado rotas, quizá le habrían perforado el pulmón. Otra cosa que hubiera preferido no saber de primera mano.

Sacó un pie fuera de la manta y lo agitó a ras de suelo. Estaba descalza. ¿Qué había hecho aquel hombre con sus zapatos y sus medias? De nuevo escudriñó la habitación. Sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra, pero seguía teniendo la visión levemente desenfocada, y las lentillas le raspaban. Pero daba igual. En el cobertizo no había nada que ver.

Tocó el suelo con la punta del pie. Estaba más frío de lo que esperaba, pero dejó el pie allí, obligando a su cuerpo a acostumbrarse al cambio de temperatura antes de intentar levantarse. El aire era frío y húmedo.

Entonces empezó a oír un repiqueteo en el tejado. El sonido de la lluvia siempre la había reconfortado. Pero ahora se preguntó ansiosamente si la podredumbre del tejado dejaría entrar el agua, y sintió un nuevo escalofrío. Sabía que el cubo del rincón no estaba allí para las goteras, sino para que ella lo usara. Era evidente que aquel hombre pretendía retenerla allí algún tiempo. Aquella idea reavivó su miedo.

Se levantó trabajosamente del camastro y permaneció con ambos pies sobre el frío suelo de madera, doblándose por la cintura y sujetándose a la cama. De nuevo se mordió el labio, ignorando el sabor a sangre, luchando por contener el vómito, esperando que la habitación dejara de darle vueltas.

Su pulso se aceleró. Dentro de su cabeza oía un zumbido parecido al del viento en el interior de un túnel. Procuró concentrarse en el percutir de la lluvia. Tal vez pudiera encontrar un cierto consuelo, una cierta cordura en la cadencia familiar de la lluvia. El súbito estallido de un trueno la asustó como un disparo, y se giró hacia la puerta como si esperara verlo allí. Cuando el corazón se le apaciguó en el pecho, estuvo a punto de echarse a reír. Sólo era un trueno. Un trueno, nada más.

Probó lentamente la firmeza de sus pies, intentando contener las náuseas e ignorar el dolor del costado y el pánico que amenazaba con asfixiarla. Sólo entonces se dio cuenta de que respiraba con dificultad. Un nudo obstruía su garganta y amenazaba con deshacerse en un grito. Le costó gran esfuerzo impedirlo.

Su cuerpo empezó a temblar. Agarró la manta de lana, se la echó sobre los hombros y ató dos picos a la altura de su cuello para dejar las manos libres. Miró bajo el camastro, esperando encontrar algo, cualquier cosa que la ayudara a escapar, o al menos sus zapatos. No había nada, ni siquiera bolas de pelusa o polvo. Lo cual significaba que aquel individuo había preparado aquel lugar para ella, hacía poco tiempo. Si no se hubiera llevado sus zapatos y sus calcetines… Entonces recordó que llevaba pantys debajo de los pantalones.

¡Oh, Dios! Así que la había desnudado. No debía pensar en ello. Tenía que concentrarse en otras cosas. Dejar de recordar. Dejar de sentir el dolor y el abotargamiento de las zonas de su cuerpo que pudieran recordarle lo que él le había hecho. No, no podía, no quería recordar. Ahora no. Tenía que concentrarse en salir de allí.

Escuchó de nuevo la lluvia. Aguardó nuevamente a que su ritmo la calmara y acompasara el ritmo de sus ásperos jadeos.

Cuando pudo caminar sin sentir la inminencia de una náusea, avanzó lentamente hacia la puerta. El picaporte era tan sólo una aldaba cubierta de herrumbre. Una vez más, miró a su alrededor para ver si se le había pasado por alto algo que pudiera usar para abrir la puerta. Hasta los rincones parecían limpios y recién fregados. Entonces vio un clavo oxidado metido en una rendija del suelo. Lo sacó con las uñas y comenzó a examinar la cerradura. La puerta estaba, en efecto, cerrada con llave, pero ¿estaría también atrancada por fuera?

Procuró calmar el temblor de sus dedos e insertó el clavo en el ojo de la cerradura, deslizándolo adelante y atrás, moviéndolo hábilmente en círculos. Otro talento heredado de su azaroso pasado. Pero de eso hacía años, y había perdido la práctica. La cerradura oxidada chirrió, protestando. Oh, Dios santo, ojalá… Algo cedió con un leve chasquido metálico.

Tess agarró la aldaba y tiró de ella. La puerta estuvo a punto de golpearla al abrirse bruscamente. Apenas había tenido que hacer fuerza. No estaba atrancada. Esperó, mirando fijamente el hueco despejado. Aquello era demasiado fácil. ¿Sería un milagro, o una trampa?

Capítulo 40

Viernes, 3 de abril

Tully conducía con una mano en el volante mientras con la otra luchaba a brazo partido con la tapa de plástico del vaso del café. ¿Por qué en los sitios de comida rápida cerraban todos los envases con un precinto a prueba de niños? Introdujo los dedos en la perforación triangular, que se negaba a cooperar, rajó el plástico y se salpicó el regazo de café caliente.

– ¡Maldita sea! -exclamó mientras se desviaba hacia el arcén y pisaba el freno, derramando más café sobre la tapicería del asiento. Agarró unas servilletas de papel para absorber el líquido, pero la mancha marrón había calado ya en la tapicería de color claro. De pronto, como si se diera cuenta demasiado tarde, miró por el retrovisor y vio aliviado que no tenía a nadie detrás.

Puso el coche en punto muerto, y soltó el pedal del freno. Sólo entonces se dio cuenta de que tenía agarrotado el cuerpo por la tensión. Se recostó en el asiento y, al pasarse la mano por la quijada, sintió los cortes que se había hecho al afeitarse. Sólo había pasado un día, y ya empezaba a sentirse al borde del abismo íntimo de la agente O'Dell, encaramado a su filo mientras las rocas se desmigajaban bajo sus pies.