Aquello no era una trampa. Era una tumba.
Su tumba.
Capítulo 47
Sábado, 4 de abril
Ella llevaba otra blusa de seda roja. El rojo le sentaba bien. Realzaba su pelo color fresa. Había tomado la costumbre de dejarse la chaqueta sin poner y de permanecer de pie frente a su mesa, medio sentada en una esquina. Ese día ni siquiera se molestó en bajarse la falda, que se le había subido lo justo para dejar al descubierto sus muslos suaves y bien formados. Unos muslos tiernos y encantadores que le hicieron preguntarse qué se sentiría al hundir los dientes en su carne.
Ella aguardaba a que dijera algo mientras garabateaba en su cuaderno, posiblemente sin anotar nada que tuviera que ver con él. Y, si lo que estaba escribiendo versaba sobre él, no sentía ni la más mínima curiosidad al respecto. Prefería imaginarse sus gemidos cuando al fin se clavara dentro de ella, empujando fuerte, hasta que empezara a gritar. Disfrutaba tanto cuando gritaban… Sobre todo, cuando las penetraba. La vibración producía estertores en sus cuerpos, como si estuviera causando un jodido terremoto.
Aquélla era una de las muchas cosas que tenía en común con su viejo amigo y antiguo socio. Por lo menos, eso no tenía que fingirlo. Se subió las gafas de sol sobre el puente de la nariz y se dio cuenta de que ella estaba esperando.
– Señor Harding -dijo, interrumpiendo sus pensamientos-. No ha contestado a mi pregunta.
No recordaba cuál era la puta pregunta. Ladeó la cabeza y sacó la barbilla con ese gesto patético que parecía decir «perdóneme, soy ciego».
– Le he preguntado si le han servido de algo los ejercicios que le recomendé.
Cómo no. Si aguardaba lo suficiente, la gente siempre se lo ponía fácil, siempre le suministraba la respuesta, se repetía o se levantaba, o hacía cualquier cosa que él quería que hiciese. Aquello empezaba a dársele bien. Lo cual seguramente era una ventaja, en caso de que la ceguera se volviera permanente.
– ¿Señor Harding?
Ese día ella no parecía tener mucha paciencia. Le dieron ganas de preguntarle cuánto tiempo hacía que no follaba. Ése era, sin duda, su problema. O quizás necesitara unas cuantas películas porno de su nueva colección privada.
Sabía por sus propias indagaciones que estaba divorciada desde hacía casi veinticinco años. El suyo había sido un matrimonio corto, de apenas dos años: un error de juventud. Sin duda había tenido varios amantes desde entonces, pero, naturalmente, esos detalles no estaban disponibles en Internet.
Por el modo en que cruzó los brazos, advirtió que su paciencia empezaba a agotarse. Por fin, contestó educadamente:
– Los ejercicios funcionaron muy bien, pero eso no demuestra nada, ni sirve de nada.
– ¿Por qué dice eso?
– ¿De qué sirve ponerme… en fin, perdone la expresión… ponerme como un burro si estoy solo?
Ella sonrió por primera vez desde que se conocían.
– Por algún sitio hay que empezar.
– Está bien, pero me temo que, si me sugiere que empiece a utilizar muñecas hinchables, tendré que oponerme.
Otra sonrisa. Ese día parecía estar sembrado. ¿Debía decirle que le gustaría que ella fuera su muñeca hinchable? Se preguntaba si haría buenas mamadas con aquella dulce y sexy boquita suya. Estaba seguro de que él podía llenársela a la perfección.
– No, no le haré más sugerencias de momento -dijo ella, ajena a sus pensamientos-. Sin embargo, yo lo animaría a continuar con esos ejercicios. La idea es tener, y perdone la expresión, un método fijo de excitación al que poder recurrir si desea mantener relaciones con una mujer y no se siente capaz.
Sentada sobre la esquina de la mesa, ella balanceaba lánguidamente el pie izquierdo. Su mocasín de cuero negro colgaba, oscilando juguetonamente, de sus dedos. Él deseó que se le cayera. Quería ver si llevaba las uñas pintadas. Le encantaban las uñas de los pies pintadas de rojo.
– Aunque nos cueste creerlo, muchas de nuestras ideas preconcebidas acerca del sexo -continuó ella, aunque él apenas le prestaba atención-, proceden de nuestros padres. Los niños varones, en concreto, tienden a imitar el comportamiento de sus padres. ¿Cómo era su padre, señor Harding?
– Él, ciertamente, no tenía problemas con las mujeres -dijo secamente, y al instante se arrepintió de haber permitido que ella advirtiera que aquel asunto era delicado. Ahora no soltaría su presa. Insistiría en sonsacarle y en ponerlo a prueba hasta que encontrara un modo de meter también a su madre de por medio. A menos… a menos que cambiara las tornas y consiguiera desviar su atención hacia otro lado.
– Mi padre llevaba mujeres a casa muy a menudo. Incluso me dejaba mirar. A veces, esas mujeres permitían que me uniera a ellos. ¿Qué otro hombre puede decir que a los trece años una mujer le chupaba la polla mientras su padre se la follaba por detrás?
Allí estaba: esa mirada de perfecto asombro. Pronto le seguiría otra de piedad. Era curioso que la verdad poseyera un poder de persuasión tan notable. Llamaron a la puerta, y ella se sobresaltó. Él se quedó abstraído, con la mirada perdida, como un buen ciego.
– Siento interrumpir -dijo la secretaria desde la puerta-. La llamada que estaba esperando, por la línea tres.
– Debo atender esta llamada, señor Harding.
– No se preocupe -él se levantó y buscó tientas su bastón-. Quizá debamos dejarlo por hoy.
– ¿Está seguro? Sólo tardaré un minuto o dos.
– No, estoy exhausto. Además, creo que hoy ya se ha ganado de sobra su sueldo -la recompensó con una sonrisa para que no insistiera. Encontró la puerta antes de que ella se ofreciera a llamar a su supuesto chófer.
Mientras aguardaba el ascensor, la ira empezó a agitarse en sus entrañas. Ella no tenía derecho a meter a sus padres por medio. Había sobrepasado sus límites. Sí, ese día, la doctora Gwen Patterson había ido demasiado lejos.
Capítulo 48
El director adjunto Cunningham había reservado una pequeña sala de reuniones en el primer nivel. Tully estaba tan emocionado porque hubiera ventanas (dos, que miraban a los bosques que marcaban la linde del campo de entrenamiento), que no le importó tener que subir y bajar escaleras para llevar sus cosas desde su destartalado despacho al otro extremo del edificio.
Esparció sobre la mesa la información que habían reunido en los cinco meses anteriores, mientras O'Dell iba tras él, empeñada en colocarlo todo en pulcros montoncitos alineados sobre la larga mesa de reuniones, disponiéndolos de izquierda a derecha en orden cronológico. La pulcritud de O'Dell, en vez de irritarlo, le hizo gracia. Era evidente que ellos dos abordaban los rompecabezas de modo distinto. A ella le gustaba empezar buscando todas las piezas de las esquinas y alineándolas, mientras que él prefería juntas las piezas en el centro y escoger al azar distintas secciones para ensamblarlas por separado. Ninguno de los dos métodos era mejor, ni peor. Era, sencillamente, una cuestión de preferencias, aunque dudaba de que O'Dell opinara lo mismo.
Habían desplegado un mapa de Estados Unidos, marcando los asesinatos de Newburgh Heights y Kansas City con chinchetas rojas. Otras de color azul indicaban cada una de las diecisiete zonas donde Stucky había dejado a sus víctimas antes de su captura en agosto anterior. Eran, al menos, las que conocían. Las mujeres a las que Stucky reservaba para su colección eran a menudo enterradas en remotas zonas boscosas. Se creía que podía haber al menos una docena más enterradas en lugares ocultos, aguardando a que un excursionista, un cazador o un pescador descubriera sus cuerpos. Stucky había logrado cometer todos aquellos crímenes en menos de tres años. A Tully le repugnaba pensar lo que podía haber hecho en los cinco meses anteriores.