– Me han dicho que se ha quedado con el perro.
Maggie tardó un momento en darse cuenta de que el doctor Holmes le estaba hablando a ella y no a la grabadora. Al ver que no contestaba inmediatamente, él alzó la mirada y sonrió.
– Parecía un buen perro. Tiene que ser muy duro, si ha sobrevivido a esa puñalada.
– Sí, lo es.
¿Cómo podía haberse olvidado de Harvey? Ya estaba demostrando no ser una buena dueña para el perro. Greg tenía razón. En su vida no había sitio para nada, ni para nadie.
– Eso me recuerda algo. ¿Puedo usar el teléfono?
– Está en el rincón, en la pared.
Maggie tuvo que pararse a pensar cuál era su nuevo número. Antes de marcar, se quitó los guantes de látex y se limpió la frente con la manga de la bata. Hasta el teléfono olía a Lysol. Apretó los botones y escuchó el pitido de la línea, sintiéndose culpable por haberse olvidado por completo del perro. No podía culpar a Nick si se había enfadado y se había ido. Miró su reloj. Era las diez y cuarto.
– ¿Diga?
– Nick, soy Maggie.
– Eh, ¿estás bien?
Parecía preocupado, pero no enfadado. Tal vez no debía esperar que reaccionara igual que Greg.
– Sí, estoy bien. No eraTess.
– Me alegro. Estaba preocupado por si Will perdía los estribos, si era ella.
– Estoy en el depósito de cadáveres del condado, ayudando en la autopsia -hizo una pausa, esperando alguna señal de enojo-. Lo siento mucho, Nick.
– No importa, Maggie.
– Puede que tarde un par de horas más -hizo Otra pausa-. Sé que he echado a perder tus planes… tu cena.
– No es culpa tuya, Maggie. Es tu trabajo. Harvey y yo ya hemos cenado. Pero te hemos guardado un poco. Podrás calentarlo en el microondas cuando te apetezca.
Estaba siendo muy comprensivo. ¿Por qué era tan comprensivo? Ella no sabía cómo reaccionar.
– ¿Maggie? ¿Seguro que estás bien?
Había permanecido callada demasiado tiempo.
– Estoy muy cansada. Y lamento haberme perdido la cena.
– Yo también. ¿Quieres que me quede con Harvey hasta que vuelvas?
– No puedo pedirte eso, Nick. Ni siquiera sé a qué hora voy a llegar.
– Siempre llevo un saco de dormir viejo en el maletero. ¿Te importa que me quede aquí esta noche?
Por alguna razón, la idea de que Nick Morrelli durmiera en su enorme casa vacía le produjo una maravillosa sensación de consuelo.
– Puede que no sea buena idea -se apresuró a añadir él, malinterpretando su silencio.
– No, es buena idea. A Harvey le encantará -había vuelto a hacerlo: ocultar sus verdaderas emociones, teniendo cuidado de no revelar nada. Se había convertido en un hábito-. A mí también me gustaría mucho -dijo, sorprendiéndose a sí misma.
– Ten cuidado con el coche cuando vuelvas.
– Sí. Ah, Nick…
– ¿Sí?
– No olvides volver a activar el sistema de alarma después de sacar a Harvey. Y hay una Glock calibre 40 en el cajón de abajo del escritorio. Recuerda cerrar las ventanas. Si necesitas…
– Maggie, estaré bien. Tú piensa en ti y ten cuidado, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
– Nos veremos cuando vuelvas.
Ella colgó y se apoyó contra la pared, cerró los ojos y sintió que el cansancio y un escalofrío le calaban los huesos. Intentó refrenar el deseo de marcharse en ese preciso instante. De irse a casa y acurrucarse con Nick frente a un buen fuego. Todavía recordaba cómo se había sentido al quedarse dormida en sus brazos, a pesar de que sólo había ocurrido una vez y de que habían transcurrido más de cinco meses. Nick la había reconfortado y había intentado protegerla de sus pesadillas. Y, durante unas pocas horas, lo había conseguido. Pero no había nada que Nick Morrelli pudiera hacer para ayudarla a escapar de Stucky. Últimamente, Albert Stucky parecía estar en todo cuanto tocaba y en cualquier lugar a donde iba.
Volvió a mirar la mesa metálica en la que yacía, abierto, el cuerpo grisáceo de la mujer. El doctor Holmes estaba extrayendo los órganos, uno a uno, pesándolos y midiéndolos como un carnicero que preparara distintos cortes de carne. Maggie se sujetó el pelo tras las orejas, se puso un par de guantes nuevos y se acercó a él.
– No es fácil tener vida propia en este negocio, ¿eh? -él siguió cortando sin levantar la vista.
– Está claro que ésta no es vida para un perro. Nunca estoy en casa. Pobre Harvey.
– Bueno, aun así está mejor con usted. Por lo que tengo entendido, ese Sidney Endicott es un cerdo. No me extrañaría que hubiera asesinado a su mujer y se hubiera deshecho de su cuerpo para que nunca lo encontremos.
– ¿Eso es lo que cree Manx?
– No tengo ni la menor idea. Mire, eche un vistazo al tejido muscular aquí y aquí -el doctor Holmes señaló las incisiones que acababa de practicar.
Maggie sólo miró superficialmente la zona. Se preguntaba si el forense era consciente de que lo que había dicho sobre el señor Endicott había quedado registrado en la grabadora. Pero ¿y si tenía razón? Tal vez Stucky no se hubiera llevado a Rachel Endicott. Tal vez su marido tuviera algo que ver con su desaparición, aunque eso le parecía demasiado fácil. De pronto, se dio cuenta de que el doctor Holmes la estaba mirando fijamente por encima de las lentes bifocales, que se le habían deslizado hasta la punta de la nariz.
– Perdone, ¿qué me decía que mirara?
Él señaló de nuevo, y de inmediato Maggie advirtió que había signos de hemorragia en el tejido muscular. Se apoyó contra el mostrador que había tras ella y sintió que la cólera se agitaba de nuevo en su interior.
– Si hay tanta sangre en el tejido muscular, eso significa que…
– Sí, lo sé -lo detuvo ella-. Que todavía estaba viva cuando empezó a rajarla.
Él asintió y retornó a su tarea, atando con rapidez y destreza las arterias que iba cortando, y dejando la suficiente holgura para que el encargado de la funeraria las utilizara más tarde para inyectar los fluidos de embalsamamiento. Luego, el doctor Holmes extrajo cuidadosamente con ambas manos el corazón de la mujer y lo colocó sobre la báscula.
– El corazón parece en buen estado -dijo para la grabadora-. Peso: dos kilos trescientos gramos.
Mientras introducía el órgano en un recipiente lleno de formol, Maggie se obligó a mirar más detenidamente la incisión que Stucky había practicado. Ahora que podía mirar el interior de la cavidad, era fácil seguir su trazo. Su precisión seguía llenándola de asombro. Había extraído el útero y los ovarios de la mujer como si se tratara de una operación quirúrgica. Sobre el mostrador, en el otro extremo de la habitación, esperaba su obra, todavía guardada en el recipiente de plástico que el camionero había tenido la mala fortuna de recoger.
El doctor Holmes advirtió que estaba mirando el recipiente. Al volver del lavabo, lo recogió y lo puso sobre la mesa, junto a los demás instrumentos. Abrió la tapa y empezó a examinar su contenido. El interfono de la pared sonó de pronto, y Maggie se sobresaltó.
– Será el detective Rosen. Dijo que se pasaría por aquí si encontraba algo -el forense se dirigió a la puerta, quitándose los guantes.
– Espere, ¿está seguro? -ella apenas podía creer que fuera a abrir la puerta sin asegurarse primero-. Es muy tarde, ¿no?