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El policía detuvo todos los autobuses que llegaron de la ciudad, y lo hizo desde cierta distancia, dando un paso hacia delante y levantando la mano al mismo tiempo; a todos los que iban bajando los mandaba esconderse detrás del terraplén. La misma escena se repitió una y otra vez: primero la sorpresa de los recién llegados, que luego se transformaba en risas. El policía parecía satisfecho. Con todo aquello había pasado un cuarto de hora, más o menos. Era una clara mañana de verano. Al tumbarnos en nuestro escondite, detrás del terraplén, sentíamos que el sol había calentado ya la tierra. Desde lejos, entre vapores azules, se distinguían perfectamente los grandes depósitos de la refinería de petróleo. Más allá, con menor claridad, se divisaban las chimeneas de otras fábricas, y todavía más allá la torre de una iglesia. De los autobuses siguieron bajando más y más muchachos; unos venían en grupo, otros solos. Llegó uno de los más populares, un chico vivaracho, con pecas y el pelo negro, muy corto, al que llamábamos Curtidor, porque, a diferencia de la mayoría de nosotros que veníamos de escuelas generales, él había estudiado ese oficio. También llegó el Fumador, que casi siempre tenía un cigarrillo en la boca. Es verdad que los otros también fumaban, yo mismo para no quedarme atrás, lo había probado también, pero él fumaba de otra manera, como con un ansia insaciable. Sus ojos también tenían una expresión extraña, ansiosa. Era callado y reservado y no gozaba de mucha simpatía en el grupo. Un día me atreví a preguntarle qué encontraba de bueno en fumar tanto, y su respuesta fue realmente escueta: «Es más barato que la comida». Me sorprendí un poco, nunca hubiera imaginado que aquélla fuera la razón. Pero más me sorprendió su mirada burlona e irónica al advertir mi asombro. Como me resultó muy desagradable, no le pregunté nada más. Sin embargo, comprendí por qué los demás mostraban desconfianza hacia él.

Todos saludaron con alegría a otro muchacho que llegaba, al que llamaban el Suave. El nombre era muy acertado: tenía la tez suave, el pelo oscuro, lacio y brillante, los ojos grandes y grises, y en general todo su ser desprendía una suave atracción; más tarde me enteré de que el apodo incluía también un segundo significado: era muy popular entre las muchachas, a las que solía tratar con suavidad. También llegó Rozi en otro de los autobuses; su verdadero apellido es Rózenfeld, pero todos lo llamamos de esta forma abreviada. Por alguna razón, goza de autoridad entre los muchachos, y normalmente nos mostramos de acuerdo con sus indicaciones en las cuestiones que nos conciernen a todos; también suele representar nuestros intereses ante el capataz. Rozi, según pude saber, estudia en un instituto mercantil. Con su cara de expresión inteligente, aunque demasiado alargada, su cabello rubio ondulado y sus ojos azules, que miran fijamente, se parece a aquellas viejas pinturas de los museos que llevan títulos como Retrato de un infante con galgo y cosas así. También llegó Moskovics, un muchacho bajito, de rostro simple, casi feo, nariz ancha y chata, que para colmo lleva gafas de gruesos cristales, parecidos a prismáticos, como mi abuela… y así fueron llegando todos.

En general, las opiniones coincidían con la mía: algo raro ocurría, aunque seguramente se trataría de un error. Rozi, animado por algunos de los muchachos, fue a preguntarle al policía si no tendríamos problemas por llegar tarde al trabajo y cuándo tenía la intención de dejarnos ir a cumplir con nuestros deberes. El policía no se enojó en absoluto con la pregunta pero respondió que no dependía de él, ni de sus decisiones. Él tampoco sabía mucho más que nosotros; mencionó unas «últimas órdenes» que reemplazarían a las vigentes. De momento sólo teníamos que esperar, tanto él como nosotros. Aunque el panorama no era muy claro, nos pareció que sonaba bastante aceptable. De todas formas, a los policías había que obedecerles. Con nuestros pases con el sello de la autoridad de una empresa militar en su poder, no veíamos razón alguna para tomarnos al policía demasiado en serio. Él, por su parte, tenía ante sí a «unos muchachos inteligentes» que, según añadió, seguramente seguirían comportándose «con disciplina»; al parecer le caíamos bien. Él también parecía simpático; era un hombre bajito, ni joven ni viejo, con la cara curtida por el sol y los ojos muy claros y limpios. Su acento me hizo pensar que era de origen provinciano.

Eran las siete, la hora de empezar el trabajo en la refinería. De los autobuses ya no bajaban muchachos, y entonces el policía nos preguntó si faltaba alguno. Rozi nos contó y le dijo que estábamos todos. El policía opinó que no podíamos seguir esperando allí, al lado de la carretera. Parecía preocupado, y yo tuve la sensación de que él estaba tan poco preparado para estar con nosotros como nosotros para estar con él. Llegó un momento que incluso nos preguntó: «Bueno, ¿ahora qué hago yo con vosotros?». Evidentemente no podíamos ayudarle. Lo rodeamos con desenfado, riéndonos, como si se tratara de nuestro tutor en una excursión. Él permaneció en medio del grupo, pensativo, acariciándose la barbilla. Finalmente, nos propuso que fuéramos a las oficinas de la aduana.

Lo acompañamos a un edificio de un solo piso, destartalado y solitario, que se encontraba bastante cerca de la carretera, en el que en un letrero medio caído podía leerse «Oficinas de Aduana». El policía sacó un manojo de llaves tintineantes y escogió la que abría la puerta. Una vez dentro, nos encontramos en una sala amplia, agradablemente fresca, aunque casi desierta, con unos bancos y una larga mesa desgastada por el uso.

El policía abrió otra puerta que conducía a una especie de despacho. Por la rendija observé que dentro había una alfombra y un escritorio con teléfono. Oímos que el policía hacía una llamada pero no pudimos entender sus palabras. Creo que trataba de acelerar la llegada de alguna nueva orden porque, cuando salió, después de cerrar la puerta cuidadosamente tras él, se dirigió a nosotros: «Nada, no se puede hacer nada, hay que esperar». Nos animó a que nos acomodáramos y nos preguntó si conocíamos algún juego para pasar el rato. Uno de los muchachos, si no recuerdo mal, el Curtidor, propuso el calientamanos. Al policía no le pareció buena idea y añadió que esperaba algo más de «unos muchachos tan inteligentes». Se pasó un rato bromeando con nosotros; yo tuve la sensación de que se esforzaba en entretenernos, quizá para que no tuviéramos ocasión de mostrarnos indisciplinados, como había mencionado en la carretera. Realmente, no parecía muy puesto en sus obligaciones. Pronto nos abandonó, no sin antes mencionar que tenía cosas que hacer. Cuando se fue, oímos que cerraba la puerta por fuera.

Lo que ocurrió a partir de entonces no puedo relatarlo con tantos detalles. La espera fue interminable. De todas maneras, no teníamos prisa alguna, al fin y al cabo no estábamos perdiendo nuestro tiempo. Todos coincidíamos en que estábamos mejor allí que sudando en el trabajo. En la refinería apenas había sombra. Rozi había conseguido convencer al capataz para que nos dejara trabajar sin camisa. Es verdad que no era totalmente reglamentario, puesto que de esta manera no se podían ver nuestras estrellas amarillas, pero el capataz lo permitió por simpatía. Sólo la piel blanca como el papel de Moskovics sufrió las consecuencias: su espalda se puso roja como el tomate y nos reímos mucho cuando se quitaba los pellejos quemados por el sol.

Recuerdo que nos acomodamos en los bancos y en el suelo pero no podría relatar exactamente cómo pasamos el rato. Contamos chistes, fumamos y comimos bocadillos. También nos acordamos del capataz, diciéndonos que seguramente le habría sorprendido el hecho de que ninguno de nosotros hubiera acudido al trabajo. Uno de los muchachos sacó unos guijarros y nos pusimos a jugar al «toro». El juego consistía en lanzar un guijarro bien alto, al aire, y recoger el mayor número posible de los otros, que se dejaban en el suelo, antes de volver a agarrar el primero. El Suave, con sus largos dedos finos, ganaba todas las partidas. Rozi nos enseñó una canción que cantamos varias veces. La gracia estaba en que las palabras, siendo las mismas, se podían traducir a tres idiomas distintos, según la terminación añadida: con es suena a alemán, con io a italiano y con taki a japonés. Claro está, no eran más que tonterías pero a mí me divertían.