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En el tren, lo que más escaseaba era el agua. La comida parecía suficiente para varios días, pero no teníamos nada para beber, y eso era muy desagradable. Los otros viajeros nos decían que se trataba de la primera sed, que pasaría pronto, incluso, que la olvidaríamos. Hasta que volviera a aparecer. Es posible aguantar seis o siete días sin agua, afirmaban los expertos, los que teniendo en cuenta el tiempo caluroso, siempre que se esté sano, que no se sude mucho y que no se coma carne ni especias. Por el momento, así nos animaban, todavía nos quedaba tiempo: todo dependía de cuánto durase el viaje, añadían.

La verdad es que esa cuestión me preocupaba. En la fábrica de ladrillos no nos habían dicho nada al respecto, sólo nos comunicaron que los que así lo desearan podían ir a trabajar, nada más y nada menos que a Alemania. La idea me pareció atractiva, a mí y a muchos de mis compañeros de fábrica. De todas formas, los hombres de un comité judío que llevaban sus cintas distintivas en el brazo, nos dijeron que, antes o después, de manera voluntaria u obligatoria, todos los que estábamos en la fábrica de ladrillos seríamos trasladados a Alemania, y los que fuéramos como voluntarios tendríamos la ventaja de obtener mejores puestos. Además, sólo viajaríamos sesenta en un vagón, mientras que más tarde lo harían por lo menos ochenta, debido al número insuficiente de trenes. Después de aquellas explicaciones, no tuve dudas con respecto a mi decisión.

Existían además otros argumentos en relación con la falta de espacio en la fábrica de ladrillos y todas sus consecuencias higiénicas, y los problemas de suministro de alimentos. Yo ya lo había sufrido en carne propia. Cuando nos trasladaron desde el cuartel militar Guardia Armada (algunos hombres advirtieron que se llamaba «Cuartel Andrássy») a la fábrica de ladrillos, ésta se hallaba ya repleta de gente. Se veían hombres y mujeres, niños de todas las edades e innumerables personas mayores de ambos sexos. Por donde pisara, tropezaba con mantas, mochilas, maletas y paquetes de todo tipo, sacos y otros bultos. Naturalmente, me cansé pronto: todo eso, todos los pequeños inconvenientes, disgustos y fastidios que, al parecer, implica la vida comunitaria. También contribuyeron a mi decisión la inactividad, la estúpida sensación de espera y el aburrimiento: de los cinco días que pasamos allí, no recuerdo ninguno en especial, y apenas conservo algunos detalles. Por supuesto, era un alivio que a mi lado estuvieran los muchachos: Rozi, el Suave, el Curtidor, el Fumador, Moskovics y todos los demás. Por lo que veía, no faltaba ninguno, todos habían sido honrados como yo. No tuvimos mucho trato personal con los guardias, quienes permanecían casi siempre al otro lado de la valla, junto con algunos policías. De estos últimos se decía que eran más comprensivos que los guardias, más humanos, claro está, a cambio de algo, materializado en dinero o cualquier objeto de valor. Por lo menos era eso lo que se comentaba. Más que nada se encargaban de enviar cartas o mensajes, aunque había quien decía que también habían colaborado en algunas fugas aisladas y arriesgadas; sobre esta última cuestión habría sido muy difícil conseguir datos más fiables. Fue entonces cuando comprendí lo que el hombre con cara de foca había estado hablando con el policía. Así me enteré también de que nuestro policía había sido honrado. Este hecho explicaría la circunstancia de que en mis andanzas por el patio o esperando en la cola delante de la cocina, en aquel bullicio de caras desconocidas, reconociera alguna que otra vez al hombre con cara de foca.

Entre la gente que había conocido en el edificio de la aduana, me volví a encontrar con el hombre de la «mala suerte». Acostumbraba sentarse con nosotros, «los jóvenes», para «levantar el ánimo». Había encontrado un lugar cerca de nosotros, en uno de los muchos edificios abiertos, sin paredes y con techo de paja, que originalmente habían servido para el secado de los ladrillos. El hombre parecía agotado, tenía chichones y huellas de golpes en la cara. Nos contó que todo ello era el resultado del interrogatorio al que lo habían sometido los guardias por haber encontrado alimentos y medicamentos en su mochila. En vano intentó explicarles que se trataba de objetos propios que pretendía llevar a su madre gravemente enferma; lo acusaron de comerciar con ellos en el mercado negro. De nada le valió el permiso, ni tampoco le sirvió haber sido un hombre honrado y respetuoso con las leyes hasta la última cláusula. «¿Puede alguno de ustedes decirme qué será de nosotros?», nos preguntaba. También volvió a mencionar a su familia y su mala suerte, por supuesto. Recordó el tiempo que había esperado hasta obtener el permiso y lo contento que estaba una vez lo hubo conseguido. Entonces empezó a mover la cabeza con amargura, repitiendo que nunca se habría imaginado que las cosas terminarían de esa manera; todo por cinco minutos. Si hubiera tenido mejor suerte… Si el autobús…, esas cosas repetía. Sin embargo, parecía estar contento con lo del castigo: «Yo estaba al final de la cola, quizás en eso haya consistido mi suerte porque ya andaban con prisa». Resumiendo, podía haber sido peor tratado, puesto que había visto «cosas peores» en el cuartel militar. Eso era verdad: yo también lo había visto.

Aquella mañana del interrogatorio en el cuartel nos habían advertido que no tratáramos de esconder nuestros crímenes y pecados, nuestro oro, dinero u objetos de valor. Yo también, al llegar frente al escritorio, tuve que entregarles lo que llevaba, el dinero, el reloj, la navaja, todo. Un guardia corpulento me cacheó, con movimientos rápidos y expertos, desde la axila hasta donde me cubrían mis pantalones cortos. Detrás del escritorio se hallaba el primer teniente, según se desprendía de las palabras de sus subordinados, el hombre de la fusta, que se llamaba Szakál. A su izquierda había otro guardia bigotudo y gordinflón en mangas de camisa que tenía en la mano un utensilio más bien ridículo que se parecía a un rodillo de los pasteleros. El primer teniente fue bastante simpático conmigo; me preguntó si tenía papeles, aunque cuando se los entregué no mostró el menor interés en ellos. Me quedé sorprendido, pero como el guardia bigotudo me estaba haciendo señas de que debía retirarme y dándome a entender cuáles serían las consecuencias en caso contrario, pensé que sería más sensato no protestar.

Después, los guardias nos sacaron del cuartel y nos metieron primero en un tranvía que ya nos estaba esperando. Cuando llegamos a un punto determinado de la orilla del río, nos trasladaron a un barco, y tras una caminata después de desembarcar llegamos a la fábrica de ladrillos, más exactamente, como me enteré al llegar, a la fábrica de ladrillos de Budakalász.

Durante la primera tarde que pasé en la fábrica de ladrillos, tuve ocasión de enterarme de más cosas referentes al viaje. Allí estaban los miembros del comité, que nos respondían con mucho gusto todas las preguntas. Principalmente buscaban jóvenes emprendedores que estuvieran solos. También aseguraban que habría sitio para las mujeres, los niños y los ancianos y que todos podíamos llevar nuestras pertenencias. Según ellos, la cuestión más importante era que nos apañáramos entre nosotros, humanamente, para que no fuera necesaria la intervención de los guardias. Por lo que nos explicaron, el tren sólo partiría con un número preestablecido de viajeros, y si las listas no se llenaban, serían los guardias los que nos alistarían. Yo, como muchos, opinaba que era más ventajoso alistarse como voluntario.

Sobre los alemanes había también diversas opiniones. Muchos afirmaban, preferentemente las personas de mayor edad y con experiencia, que, independientemente de lo que pensaran sobre los judíos, los alemanes eran en el fondo -como todos sabíamos- gente limpia, honrada, amante del orden, la puntualidad y el trabajo y que apreciaban estas mismas cualidades en los demás. A grandes rasgos eso era lo que yo también pensaba, y estaba seguro de que me sería útil lo poco que había aprendido de su idioma en el colegio. Principalmente esperaba encontrar en el trabajo una vida nueva, ordenada y ocupada, experiencias nuevas y algo de diversión; una vida más agradable y placentera que la que había tenido hasta entonces, según nos prometían. Eso mismo comentaban todos los muchachos. Llegué incluso a pensar que, de esa forma, podría conocer un poco de mundo. A decir verdad, si consideraba algunos de los últimos acontecimientos -los guardias armados, el asunto de mis papeles, la justicia en general-, no tenía un gran sentimiento del amor a la patria.