Después sólo recuerdo que nos fuimos con los muchachos hacia nuestro lugar para dormir. Aquella última noche fue especialmente pacífica y tibia, con el sol rojo que se ponía detrás de las colinas. Del otro lado, hacia el río, divisé por encima de la valla de madera los vagones verdes de un tren que pasaba. Me sentía cansado y -lógicamente- algo nervioso por el alistamiento. Los muchachos parecían contentos. Llegó entonces el hombre desafortunado y nos dijo, con expresión solemne, aunque algo perpleja, que él también estaba ya en la lista. Aprobamos su decisión, y eso le agradó visiblemente, después dejé de prestarle atención.
En aquella parte posterior de la fábrica de ladrillos se estaba tranquilo. Aunque la gente también se juntaba en pequeños grupos para intercambiar opiniones, otros se estaban preparando para cenar y acostarse, algunos recogían sus pertenencias o permanecían callados, escuchando el silencio del anochecer. Pasamos delante de un matrimonio, a quienes yo conocía de vista. La mujer era menuda y frágil, de rasgos finos, y el hombre delgado y con gafas; le faltaban algunos dientes, la frente le sudaba y siempre parecía muy atareado. Ahora también estaba ocupado: acurrucado en el suelo, ayudado por su mujer, recogía todas sus pertenencias y las ataba con una correa de cuero, juntándolo todo, absorbido en esa tarea. El hombre desafortunado se paró a su lado; parecía conocerlo, puesto que le preguntó casi enseguida si ellos también habían decidido partir. El hombre levantó la vista y lo miró a través de sus gafas, sudando, parpadeando, con la mirada cegada por los últimos rayos de sol, y le respondió con un tono de perplejidad en la voz: «Hay que partir, ¿no es así?…». Me pareció una observación sencilla pero, al fin y al cabo, acertada.
Al día siguiente partimos temprano. El tren salía de un andén cercano, casi junto a la fábrica. Era un tren de carga, del mismo color que los ladrillos, con el techo y las puertas cerradas. Dentro del vagón éramos sesenta, con todo nuestro equipaje más el de los miembros del comité: montones de pan y gran variedad de latas de conservas, sobre todo carne; un verdadero tesoro en aquellas circunstancias, tuve que admitir. Desde que nos alistamos, nos trataron con atención, distinción, casi con respeto, y aquel trato también me pareció un signo de recompensa, al menos para mí. También estaban los guardias, con sus fusiles, su mala leche, sus uniformes abotonados hasta arriba y su actitud, como si estuvieran cuidando una mercancía apetecible pero que no podían tocar, seguramente porque habían recibido la orden de la autoridad pertinente, es decir, de los alemanes. Luego, cerraron la puerta detrás de nosotros y oímos martillazos, señales, silbidos y pitidos; unas cuantas sacudidas y nos pusimos en marcha. Al subir, los muchachos nos habíamos instalado en los mejores sitios, en la parte delantera del vagón, debajo de las dos ventanas pequeñas y altas, aseguradas con alambres de púas. En el vagón, surgió pronto el problema del agua y de la duración del viaje.
Por otro lado, no podría decir muchas más cosas sobre el viaje en sí. Al igual que en el edificio de la aduana y en la fábrica de ladrillos, en el tren había que pasar el tiempo de alguna manera. Allí resultaba más difícil, debido, naturalmente, a las circunstancias. No obstante, al ser conscientes del destino de aquel viaje, y de que todos los movimientos lentos y sistemáticamente interrumpidos del tren nos acercaban a ese fin, nos ayudó a sobrellevar las dificultades. Ninguno de nosotros perdió la paciencia. Rozi también nos animaba, diciendo que el viaje sólo iba a durar hasta que llegáramos. Al Suave le tomaban constantemente el pelo a causa de una chica que -según los muchachos- estaba allí con sus padres y que él había conocido en la fábrica de ladrillos: el Suave desaparecía a ratos en el interior del vagón, para ir a verla, y los muchachos no dejaban de hablar de ellos dos. Allí estaba el Fumador, quien todavía podía encontrar en sus bolsillos unos restos sospechosos de tabaco, un pedazo de papel de fumar y un par de cerillas que encendía para acercárselas a su boca con la voracidad de las aves rapaces, incluso durante la noche. Moskovics (chorros de sudor ennegrecido por el hollín le recorrían la frente, los ojos, las gafas, la nariz chata y la boca gruesa: todos chorreábamos un sudor negro, incluido yo, lógicamente) y algunos otros seguían animándonos con palabras alegres incluso hasta el tercer día. El Curtidor también seguía contando chistes aunque cada vez con menos ímpetu. No me imagino cómo, pero algunos de los adultos sabían que nuestro destino era una localidad llamada Waldsee; cuando sentía sed o calor, la promesa que contenía ese nombre me aliviaba inmediatamente.
A los que se quejaban por la falta de espacio, se les recordaba que en los trenes siguientes los vagones irían cargados con ochenta personas. En el fondo, y pensándolo bien, yo había estado en lugares todavía más pequeños: en las cuadras del cuartel de la Guardia Armada, por ejemplo, donde el único remedio para la falta de espacio había sido sentarnos todos en el suelo, acurrucados. En el tren estábamos más cómodos. También nos podíamos poner de pie e incluso dar unos pasos en dirección del cubo que se encontraba en la parte posterior del vagón. Al principio, decidimos utilizarlo lo menos posible y sólo para orinar. Sin embargo, según iba pasando el tiempo, muchos nos vimos obligados a reconocer que las leyes de la naturaleza eran más potentes que nuestras promesas y a obrar en consecuencia, tanto los muchachos como los hombres y las mujeres.
Los guardias armados tampoco nos causaron grandes molestias aunque yo me asusté un poco cuando uno de ellos apareció de repente, justo encima de mi cabeza, por la ventana de la izquierda, iluminándonos con su linterna en el curso de la primera noche, mientras estábamos detenidos; de todos modos, pronto supimos que tenía buenas intenciones. «¡Escuchadme! Habéis llegado a la frontera húngara», nos advirtió. Quería hacernos una interpelación a todos, una petición por así decirlo. Deseaba que le entregásemos los objetos de valor: dinero o lo que fuera. «A donde os dirigís, no necesitaréis ninguno de vuestros objetos de valor. Además, lo que llevéis os lo quitarán los alemanes -nos aseguró-. Entonces -continuó diciéndonos desde lo alto de la ventana-, ¿no es mejor que se quede en manos húngaras?» Después de una corta pausa que me pareció solemne, añadió con una voz cálida, casi íntima que parecía olvidarlo todo y perdonarlo todo: «Al fin y al cabo, vosotros también sois húngaros…». Tras unos momentos de titubeo e inseguridad, desde el interior del vagón le respondió una voz profunda de hombre, que reconoció el valor de sus argumentos y sugirió que, a cambio, el guardia nos daría agua, a lo que él se mostró dispuesto, como dijo «a pesar de la prohibición». Sin embargo, no llegaron a un acuerdo, puesto que la voz insistía en recibir el agua primero y el guardia los objetos de valor, y ninguno de los dos parecía dispuesto a ceder. Al final, el guardia se enfadó: «Judíos asquerosos, pretendéis hacer negocios hasta con lo más sagrado». Con una voz ahogada por la indignación y el odio se marchó, deseándonos que «nos muriéramos de sed». Y eso ocurrió, efectivamente, más tarde, por lo menos así lo dijeron algunos en nuestro vagón. De hecho, yo también oí aquella voz proveniente del vagón de atrás, a partir de la tarde del segundo día, más o menos: no era nada agradable. La vieja -así la llamaban algunos en nuestro vagón- estaba enferma y probablemente se había vuelto loca por la sed. La explicación parecía lógica. Tuve que reconocer que tenían razón los que al principio del viaje habían señalado que era una suerte que en nuestro vagón no hubiese niños pequeños, ni personas mayores, ni enfermos. La tercera mañana, la vieja se calló. Decían que había muerto de sed. Bueno, la verdad es que sabíamos que era vieja y que estaba enferma, y todos, incluido yo, consideramos que al fin y al cabo era comprensible que se muriera.