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Puedo asegurar que la espera no conduce a la alegría. Por lo menos ésa fue mi experiencia cuando por fin llegamos a nuestro destino. Es posible también que estuviera cansado, y el ansia por llegar me hiciese olvidar la idea: más bien me quedé apático. Recuerdo que me desperté sobresaltado, probablemente por el sonido agudo de las sirenas que aullaban fuera: la luz débil que entraba por la ventana anunciaba el alba del cuarto día. Me dolía un poco la parte inferior de la columna, a causa de las horas que llevaba en el suelo del vagón. El tren se había detenido, como otras muchas veces, siempre que sonaban las alarmas de combate aéreo. Todos nos agolpábamos detrás de las ventanas como siempre en esos casos, intentando ver algo. Al cabo de un rato, conseguí acercarme a una ventana. No vi nada. El alba era fresca y perfumada, los extensos campos estaban cubiertos por una niebla gris. De repente percibí por detrás de mí, de una manera inesperada, pero aguda y bien definida, como si sonara una trompeta, un fino rayo rojo; comprendí que era el sol que se levantaba. Aquél me pareció un momento magnífico: en casa a estas horas todavía estaría durmiendo. También vi, a mi izquierda; un edificio que anunciaba una estación, pequeña o grande, todavía no podía saberlo, pero una estación ferroviaria. Resultó ser un edificio minúsculo, gris y totalmente desierto, con pequeñas ventanas que estaban cerradas, y aquel techo ridículamente escarpado que había visto el día anterior por aquellos parajes. En la niebla matinal, el edificio iba cobrando una forma cada vez más definida delante de mis ojos, su color se iba transformando de gris a violeta, y las ventanas se iluminaron de repente con los primeros rayos de la luz roja del sol. Otros también vieron el edificio, y yo se lo conté a los que estaban alrededor. Me preguntaron si veía el nombre de alguna localidad. Y sí, lo vi: eran dos palabras que a la luz del sol se distinguían perfectamente; el cartel colgaba del lado más estrecho del edificio, debajo del techo, justo enfrente de nuestro vagón: «Auschwitz-Birkenau», eso leí, estaba escrito con las típicas letras alemanas, altas y onduladas. Traté en vano de acordarme de mis estudios de geografía, los demás tampoco tenían idea de dónde estábamos. Me senté, pues tenía que ceder el puesto a otro y, como todavía era temprano y tenía sueño, pronto me volví a dormir.

Más tarde, me despertaron los movimientos y el alboroto de los demás. Fuera, el sol brillaba ya con toda su fuerza y el tren avanzaba. Les pregunté a los muchachos dónde estábamos y me respondieron que en el mismo sitio, que el tren se acababa de poner en marcha: me habría despertado por eso. Delante de nosotros se veían fábricas, junto a otros edificios. Un minuto después, los que estaban al lado de las ventanas nos comunicaron que estábamos pasando por debajo de un arco o portón, lo cual era evidente por el cambio de luz. Al cabo de otro minuto, el tren se detuvo, y entonces nos dijeron, muy excitados, que ahora podía verse una estación con soldados y con más gente. Muchos empezaron a recoger inmediatamente sus cosas, a abrocharse las camisas; las mujeres a peinarse, asearse como podían, ponerse guapas. Desde fuera, se oían golpes, puertas que se abrían, ruidos de la gente que bajaba de los vagones; tuve que reconocerlo porque no había la menor duda: habíamos llegado a nuestro destino. Estaba contento, por supuesto que sí, pero sentía que mi alegría habría sido distinta si hubiéramos llegado la víspera o el día anterior. Luego, se oyó un golpe seco de algún instrumento que se accionaba en la puerta de nuestro vagón y alguien o más bien algunos descorrieron la enorme y pesada puerta.

Primero oí unas voces, en alemán u otro idioma similar; parecía que todos hablaran a la vez. Por lo que entendí querían que bajáramos. Sin embargo, eran ellos los que subían o eso me parecía, porque no había forma de ver nada. Se corrió la voz de que teníamos que dejar todas nuestras pertenencias. Más tarde, como nos explicaron, nos las devolverían, pero desinfectadas y sólo después de la ducha que nos esperaba. «Ya era hora», pensé.

Entonces, en medio de aquella masa humana, vi por primera vez a los hombres que se encontraban allí. Me sorprendió mucho, puesto que era la primera vez en mi vida que veía yo, por lo menos desde tan cerca, unos presos de verdad, con el típico uniforme a rayas de los delincuentes, el gorrito redondo y la cabeza afeitada. Mi primera reacción natural fue retroceder. Algunos de ellos respondían a las preguntas de la gente, otros examinaban el vagón y empezaban a desalojar el equipaje con la experiencia de mozos de carga profesionales y con una rapidez extraña, típica de los zorros. Todos ellos llevaban en el pecho, al lado del número típico de los presos, un triángulo amarillo; aunque no tuve dificultades para descifrar el significado de aquel color, de repente tomé conciencia de que durante el viaje casi me había olvidado de ese asunto. Sus caras tampoco inspiraban mucha confianza: orejas separadas, narices aguileñas, ojos pequeños, hundidos y pícaros. Según todos los indicios, parecían judíos. A mí todos me parecieron sospechosos o, cuanto menos, extraños. Cuando nos vieron a nosotros, a los muchachos, su excitación fue evidente. Empezaron a susurrar frases rápidas, y entonces descubrí que los judíos no sólo teníamos el idioma hebreo, como yo había creído: «Reds di jiddish, reds di jiddish?». [¿Habla usted yiddish?] preguntaban. Por nuestra parte sólo respondimos: «Nein» [No], lo que no les puso muy contentos. Entonces, lo comprendí fácilmente en alemán, querían saber cuántos años teníamos. Les dijimos: «Vierzehn, fünfzehn» [Catorce, quince], según el caso. Protestaron enseguida, gesticulando con manos y cabezas, moviendo todo el cuerpo: «Zescáin» [Dieciséis], nos susurraron por todas partes, «Zescáin». Eso me sorprendió y les pregunté: «Warum?» [¿Por qué?] «Willst di arbeiten?» [¿Quieres trabajar?], preguntó uno de ellos, clavando su mirada vacía y cansada en la mía. Le respondí: «Natürlich» [Naturalmente], para eso estaba allí. Después él me agarró del brazo con sus manos amarillentas, huesudas y duras, y me sacudió diciéndome: «Zescáin… Verstaist di?… Zescáin!…». [Dieciséis… ¿Lo entiendes?… Dieciséis.] Al ver que estaba enojado y que le daba tanta importancia a la cuestión, nos pusimos de acuerdo entre los muchachos, y entre bromas le prometí: «Bueno, pues tengo dieciséis años». Y que no hubiera entre nosotros -dijeran lo que dijeran, no tendría nada que ver con la realidad- hermanos, y menos -qué raro- gemelos o mellizos, y sobre todo: «Jeder arbeiten, nist ká mide, nist ká krenk». [Todos trabajan. No hay que cansarse, no hay que enfermarse.] Eso pude oír en los escasos dos minutos que por entre el tumulto me costó llegar desde mi sitio a la puerta, donde por fin di un salto fuera, al sol, al aire libre.

Lo primero que apareció ante mí fue un inmenso terreno llano. Por unos instantes no pude ver nada, porque tanta luminosidad y tanto brillo blanquecino del cielo y de la tierra herían mis ojos. Pero no tuve tiempo para contemplaciones; a mi alrededor todos iban y venían, no dejaban de hablar, de preguntar, de tratar de poner orden. Las mujeres -se decía- tenían que separarse de nosotros, puesto que no nos podíamos duchar todos juntos. Los viejos, los enfermos, los niños pequeños con sus madres y los que estaban agotados por el viaje irían en camiones que los estaban separando. Todo eso nos lo comunicaron otros presos que había en todas partes. Me di cuenta, sin embargo, que había también soldados alemanes, con gorros y solapas verdes, que los vigilaban y dirigían todo con gestos expresivos y decididos: su presencia llegó a tranquilizarme un poco, puesto que como iban tan bien vestidos y arreglados, eran los únicos en medio de todo aquel caos que inspiraban firmeza y tranquilidad. Oí a algunos de los adultos que se encontraban entre nosotros decir que tratáramos de colaborar, limitándonos en las preguntas y en las despedidas, para presentarnos delante de los alemanes como seres inteligentes, no como una banda de animales: yo no podía más que estar de acuerdo. Me sería difícil relatar el resto: una corriente fuerte e incontrolable de cuerpos humanos me llevaba, arrastrándome. Detrás de mí, una voz femenina gritaba algo a alguien sobre un «bolso pequeño» que se había quedado en sus manos. Por delante, una vieja trataba torpemente de avanzar, y yo oí que un muchacho bajito le decía: «Hágales caso, madre, ya verá cómo nos volveremos a ver pronto». Con una sonrisa cómplice, como de persona mayor, se dirigió a uno de los soldados que había a su lado, y le dijo: «Nicht wahr, Herr Offizier, wir werden uns bald wieder…» [¿Verdad, señor oficial, que pronto volveremos a vernos?]. Entonces, me llamó la atención un niño de cara sucia y de pelo rizado, vestido como un maniquí, que chillaba y trataba de liberarse con tirones y empujones de las manos de una mujer rubia, su madre. «¡Quiero ir con mi papá! ¡Quiero ir con mi papá!», gritaba, chillaba, aullaba, pataleando de manera ridícula con sus zapatos blancos sobre los guijarros blancos y el polvo blanco. Yo trataba de seguir los pasos de los muchachos, guiados por las indicaciones de Rozi, mientras una señora con un vestido de verano estampado trataba de abrirse camino, apartándonos a los demás, para ir hacia los camiones. Más adelante, un señor mayor, con sombrero negro y corbata también negra, daba vueltas, dejándose arrastrar y empujar delante de mí, mientras buscaba por todos lados, y gritaba: «¡Ilonka! ¡Mi Ilonka!». Un hombre alto con la cara huesuda y una mujer de pelo negro largo se abrazaban, apretándose estrechamente, y se besaban, impidiéndonos el paso a los que queríamos avanzar, hasta que la corriente arrastró a la mujer, o más bien la muchacha, separándola de su compañero, tragándosela por completo; todavía la volví a ver un par de veces, esforzándose por asomar la cabeza y hacer señas de despedida.