Después, nos explicó un par de detalles evidentes en esas situaciones; el soldado acompañaba sus palabras con movimientos de cabeza aprobatorios para afirmar la credibilidad de un hombre que, al fin y al cabo, era un preso, dirigiendo su rostro simpático y sus ojos alegres hacia él o hacia nosotros. Nos enteramos, por ejemplo, de que en la siguiente sala, a la que llamó «vestuario», nos tendríamos que quitar toda la ropa y colocarla de manera ordenada en unos percheros que tenían sus correspondientes números. Mientras nos estuviéramos duchando, desinfectarían nuestras ropas. Era necesario -lógicamente, como nos decía- que recordáramos nuestros respectivos números. También me pareció lógico que nos propusiera atar nuestros zapatos para «evitar extravíos o pérdidas». A continuación, unos barberos profesionales nos cortarían el pelo y, según nos prometía, después de todo eso llegaríamos a las duchas.
Antes de proceder con nuestro cometido solicitó que aquellos que todavía llevaran cualquier objeto de valor, como oro, joyas, piedras preciosas o simplemente dinero, se lo entregaran a Herr Ober de manera voluntaria, puesto que era la última ocasión para «deshacerse de ese tipo de pertenencias sin ninguna consecuencia penal». Según nos explicó, estaba «terminantemente prohibido» poseer objetos de valor o comerciar con ellos en todo el territorio del lager o sea campo; aquella expresión alemana me resultó del todo conocida. Después de la ducha, todos tendríamos que pasar por «un aparato de rayos X especial», según nos explicó; el soldado asintió con vehemencia y alegría al oír la palabra «rayos X», pues seguramente pudo reconocerla. Entonces me acordé del guardia armado del tren, quien, al fin de cuentas estaba bien informado. El preso añadió que el intento de delito de contrabando tendría como consecuencia una severa pena para el culpable y el riesgo de manchar nuestro honor frente a las autoridades alemanas y, por lo tanto, sería «absurdo e ilógico». Aunque yo no estuviera implicado, me pareció que tenía toda la razón. Un breve silencio, intenso y un tanto incómodo, siguió a sus palabras. Entonces, alguien entre la gente más cercana al escritorio, se abrió paso para acercarse y colocar algo delante del soldado, después regresó a su sitio. El soldado dijo algo que sonó como una aprobación y, tras un breve examen visual, colocó el pequeño objeto -desde donde yo estaba, no se veía muy bien qué era- en el cajón del escritorio. El soldado parecía contento. Hubo otro momento de silencio, más corto que el anterior, y alguien se movió, otro hombre, y luego otro y otro, y así muchos, de manera cada vez más rápida, más decidida; todos pasaban por delante del escritorio y colocaban sus objetos en el pequeño espacio que quedaba entre el látigo y la cartera. Con excepción del ruido de los pasos y de los objetos y las breves palabras aprobatorias o alentadoras del soldado, todo se desarrolló en el más absoluto silencio. También observé que el soldado procedía de la misma manera con todos los objetos. Aunque alguien pusiera dos objetos sobre la mesa, él siempre los examinaba uno por uno. Luego abría el cajón, colocaba uno de los dos objetos, cerraba el cajón, en la mayoría de las ocasiones, empujándolo con la barriga, para proceder a examinar la pieza siguiente, de la misma manera que había hecho con las anteriores.
Yo estaba perplejo por la cantidad de cosas que iban apareciendo, puesto que los guardias armados ya habían requisado un montón de artículos parecidos. También me sorprendió la prisa, la diligencia que ponía la gente en entregar sus pertenencias, después de haberlas guardado durante tanto tiempo y de haber afrontado los riesgos que eso pudiera traerles. Seguramente a eso se debía la expresión un tanto vergonzosa y solemne, pero en todo caso aliviada. De todas formas, comprendí que la situación no era la misma que en las dependencias del cuarteclass="underline" ahora nos encontrábamos al comienzo de una nueva vida y se trataba de otra cosa totalmente distinta, por supuesto. Todo ese proceso duró unos tres o cuatro minutos.
De lo demás, no puedo decir más que todo ocurrió según las indicaciones previas del preso. Se abrió la puerta y entramos en una sala donde había largos bancos con perchas encima de ellos. Encontré el número que me correspondía y lo repetí mentalmente varias veces para no olvidarlo. Até los dos zapatos con el cordón, como nos habían aconsejado. Entramos en una sala enorme y bien iluminada, donde había presos trabajando con navajas y máquinas rasuradoras: eran los peluqueros. Me acerqué a uno de ellos que estaba situado a la derecha. Probablemente me indicó que me sentara -yo no hablaba su idioma- en el taburete que había delante de él. Me cortó el cabello hasta el último pelo, dejándome la cabeza totalmente afeitada. Después cogió la navaja, me indicó que levantara los brazos y me afeitó los sobacos. A continuación se sentó delante de mí, en un taburete bajito. Sin decir palabra, me agarró el órgano más delicado y me quitó todo el vello con su navaja, toda aquella pelambrera que apenas había empezado a crecer y que constituía mi orgullo como hombre. Es posible que parezca absurdo pero la pérdida de aquel vello me resultó aún más dolorosa que la pérdida de mi cabello. Estaba muy sorprendido y un tanto molesto pero comprendí que sería ridículo salirme de las casillas por una cosa que, al fin y al cabo, no tenía mayor importancia. Los demás muchachos se encontraban en la misma situación y le gastaban bromas al Suave, preguntándole cómo se defendería así con las chicas.
Pero ya nos estaban llamando: nos esperaba la ducha. En la puerta, un preso le entregó un pedazo de jabón color marrón a Rozi que iba delante de mí, dándole a entender que era para tres personas. En la ducha nos esperaban un suelo resbaladizo de tablas de madera y un sistema de tuberías en el techo con duchas incorporadas. Adentro, ya había muchísima gente: todos estaban desnudos y olían bastante mal.
Me sorprendió el hecho de que el agua empezara a correr por sí sola, después de buscar todos, yo incluido, los grifos inútilmente. El agua no caía a chorros demasiado abundantes, pero su temperatura me pareció agradable. Antes que nada, bebí un buen trago y sentí que tenía el mismo sabor que la de la fuente; luego simplemente me deleité dejando caer el agua por todo mi cuerpo. Alrededor, los otros también se estaban duchando; soplaban y resoplaban, disfrutando de aquellos momentos de despreocupada alegría. Los muchachos nos hicimos bromas por nuestras cabezas rapadas. El jabón que nos habían entregado formaba muy poca espuma y contenía pequeñas partículas duras y cortantes. Un hombre regordete que estaba a mi lado, con pelos negros y rizados por la espalda y el pecho que no le habían afeitado, se enjabonó durante largo rato, con movimientos solemnes, casi rituales. Yo notaba que algo, aparte de su cabello, naturalmente, le faltaba pero no sabía qué. Entonces me di cuenta de que en la mandíbula y alrededor de la boca tenía el rostro más blanco y lleno de pequeños cortes recientes. Reconocí enseguida que era el rabino de la fábrica de ladrillos: así pues, él también había venido. Sin su barba, me pareció menos extraño; podía haber pasado por un hombre cualquiera, con la nariz un poco más grande de lo normal. Estaba enjabonándose los pies cuando, de la misma manera inesperada con que había empezado a correr, se cortó el agua; entonces, dirigió su cabeza hacia arriba, luego miró su cuerpo con resignación, como alguien que comprende y acepta y se somete ante la voluntad de una autoridad suprema.