Выбрать главу

Yo tampoco pude hacer otra cosa que dejarme llevar pues me estaban empujando y arrastrando hacia fuera. Entramos en una sala mal iluminada, donde un preso nos dio a cada uno un pañuelo, no, mejor dicho, una toalla, diciendo que se la devolviéramos después de utilizarla. Un poco más adelante, otro preso me untó con un pincel en la cabeza, las axilas y las ingles. El pincel contenía un líquido de color indefinible que picaba y olía mucho a desinfectante. Todo aquello lo hacían de una manera automática, con movimientos rápidos y hábiles.

A continuación nos encaminamos por un pasillo con dos ventanas iluminadas a la derecha y una pequeña salita sin puerta al final; por cualquier lugar que pasáramos había presos, que distribuían ropa. A mí, como a todos, me dieron una camisa que parecía haber sido azul con rayas blancas y que no tenía cuello -era similar a las que acostumbraban usar nuestros abuelos-, unos calcetines también de la misma época, un par de cordones para los pantalones, un traje de lienzo muy usado, de rayas blancas y azules, igual que el traje de los presos: la mirase como la mirase, aquella ropa era un uniforme de preso. En la pequeña salita abierta pude elegir yo mismo entre los muchos pares de zapatos que había con suela de madera, forrados con tela, y que no tenían cordones sino tres botones a los lados; encontré unos que eran aproximadamente de mi número. También recogí los dos paños de tela gris, que parecían pañuelos, más otra prenda imprescindible, el gorro redondo, bastante destrozado, a rayas, también típico de los presos.

Durante unos instantes estuve indeciso, no sabía exactamente qué hacer, pero no me podía entretener en medio de tantas prisas, tanto jaleo, tanta gente vistiéndose, puesto que tampoco quería quedarme atrás. Me até los pantalones -que eran anchos y no tenían cinturón ni nada parecido- como pude y corriendo; los zapatos eran también muy raros, puesto que la suela era totalmente rígida. Terminé de vestirme y me puse el gorro en la cabeza. Cuando acabé los otros muchachos también estaban ya vestidos, nos miramos atónitos, sin saber si reír o llorar. Menos mal que no tuvimos tiempo ni para una cosa ni para otra, porque cuando quisimos darnos cuenta ya estábamos otra vez fuera. No sé quién estuvo dándonos órdenes, ni sé muy bien qué ocurrió; sólo recuerdo que alguien me golpeó, entre empujones y tirones, y yo me dejé llevar, tratando de no caerme con mis zapatos nuevos, escuchando, aturdido, unos golpes sordos, como si estuvieran pegando a la gente por detrás, por la espalda. Así continuamos hacia delante, atravesando plazas y patios, por caminos rodeados de alambres, más portones que se abrían y se volvían a cerrar, hasta que al final ya todo se me hizo confuso y caótico y no supe siquiera dónde estaba.

5

No puede haber, creo yo, ningún preso que al principio no se extrañe de su condición. También nosotros, los muchachos, estuvimos mirándonos extrañados en el patio al que llegamos después de la ducha. Me fijé en un hombre joven que estaba junto a mí, el cual se examinaba su vestimenta, palpándola de arriba abajo, con mucha atención y dedicación pero también con incredulidad, como si tratara de comprobar la calidad de la tela. Luego miró alrededor como si quisiera decir algo, pero al final no dijo nada porque vio que todos estábamos vestidos iguaclass="underline" por lo menos eso me pareció, aunque quizás estaba equivocado. Incluso con su cabeza rapada, con aquella vestimenta, con su uniforme de preso que le quedaba un poco corto pude reconocerlo por su cara huesuda: era el enamorado que una hora antes -porque una hora más o menos había pasado desde nuestra llegada hasta nuestra transformación completa- se había visto obligado a separarse de su enamorada con tanta pena.

En ese momento, de repente, sentí que me arrepentía de algo. Cuando todavía vivía en mi casa, encontré por casualidad un libro en el estante; se trataba de un libro cubierto de polvo que probablemente nadie había leído jamás. El autor había sido un preso; yo empecé a leerlo pero no pude acabarlo porque no lograba entender el razonamiento del escritor. Me pareció que los protagonistas tenían nombres muy largos, muy complicados, imposibles de retener y, al fin y al cabo, aquel libro no me interesaba en absoluto; después de todo yo aborrecía la vida de los presos. Ahora que, sin lugar a dudas, lo iba a necesitar, no tenía ni idea de lo que allí se narraba. Lo único que recordaba era que el preso decía que se acordaba más de los primeros días de su cautiverio que de los últimos, a pesar de que éstos estaban más próximos al período en que escribió su obra. Esa sola idea ya me pareció sospechosa, pues creía que se trataba de una mentira. Sin embargo, ahora sé que decía la verdad: yo mismo recuerdo mucho mejor el primer día que todos los siguientes.

Al principio, me sentía como si sólo estuviera allí de paso, de una manera lógica y comprensible, como corresponde a los engaños e ilusiones típicos de la naturaleza humana. El patio, ese terreno soleado, parecía un tanto desierto, no había ni rastro del campo de fútbol, ni huerta, ni plantas, ni césped, sólo una enorme y sencilla edificación de madera que me recordaba un pajar o un cobertizo: seguramente nuestro nuevo hogar. Para entrar, nos dijeron, teníamos que esperar el toque de queda vespertino. Por delante y detrás de nuestro edificio había otros, muy similares, dispuestos en filas que parecían infinitas, y a la izquierda, otra fila con los mismos edificios separados por espacios iguales. Más lejos se veía un camino ancho, asfaltado, mejor dicho otro camino ancho y asfaltado, puesto que después de salir de la ducha, la uniformidad de los edificios, patios y caminos era tal que yo ya no distinguía nada de nada. En el punto en el que ese camino convergía con otro que se extendía entre los cobertizos, había una barrera con rayas rojas y blancas, finas y bien trazadas, como de juguete. A la derecha se veían las vallas con alambre de púas, reforzadas, según nos dijeron, con corriente eléctrica; yo no pude creerlo hasta que tuve ocasión de reconocer aquellos pequeños pivotes de porcelana blanca, tan típicos de los postes de electricidad y de teléfono. La descarga -nos decían- sería seguramente mortal; en realidad bastaba con pisar la estrecha franja de tierra arenosa que bordeaba la valla para que desde una de las torres de vigilancia nos dispararan sin previo aviso (eran las torres de madera que yo en la estación había tomado por puestos de caza). Todo esto nos lo explicaron con empeño y dándose mucha importancia los que parecían mejor informados.