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Cuando me levanté, mi vecino de la derecha me preguntó si me había dolido. Le contesté bien alto, para que todos me oyeran, que no, que en absoluto. «Entonces -opinó- deberías limpiarte la nariz.» Al tocarla, mis dedos se mancharon de sangre. El vecino me indicó que debía inclinarme hacia atrás para que la sangre dejara de correr. Después me dijo que aquel hombre era un gitano y, tras un corto silencio, añadió: «Es un bujarrón». Al ver que yo no había entendido aquella expresión, continuó: «Mariquita». Eso sí lo entendí, más o menos. «Bueno -dijo entonces, extendiéndome la mano-, yo me llamo Bandi Citrom», y yo también le dije mi nombre.

Según me contó, venía de un campo de trabajo. Lo habían destinado a trabajos obligatorios al principio de la guerra, puesto que tenía veintiún años en aquella época: por su edad, su sangre y su estado físico era apto para trabajar; así se había visto obligado a abandonar su casa hacía cuatro años. Había estado en Ucrania, desactivando minas. «¿Y tus dientes?», le pregunté. «Me los han roto», su respuesta me sorprendió tanto que no pude dejar de preguntar: «¿Cómo?», me contestó que era «una larga historia» y no quiso entrar en detalles. Al parecer se había «peleado con el sargento», lo que tuvo como consecuencia la rotura de la nariz y los dientes. Tampoco entró en detalles sobre la manera de desactivar las minas, sólo me dijo que se hacía con una pala, un alambre y mucha suerte. Por eso habían quedado tan pocos en el «batallón disciplinario» y habían tenido que reemplazar a los húngaros por soldados alemanes. Ellos se pusieron muy contentos puesto que les habían prometido un trabajo más fácil. El tren los llevó a Auschwitz, como era de esperar.

A mí me hubiera gustado seguir curioseando, pero en aquel momento llegaron tres hombres. Unos diez minutos antes, me había llamado la atención el nombre de uno de ellos al que se dirigían varias personas: «¡Doctor Kovács!»; al instante había salido de las filas un hombre regordete, de cara blanda, con media calva y el resto de la cabeza afeitada. Se movía despacio, casi a regañadientes, como alguien que sólo hace caso ante la insistencia; él mismo había designado a los otros dos. A continuación se fueron los tres, acompañados del hombre vestido de negro, y yo me enteré cuando la noticia llegó a las últimas filas, de que acabábamos de elegir a nuestro comandante, Blockältester como ellos lo llamaban, y a nuestros Stubendienst, es decir -como le traduje más o menos a Bandi Citrom que no hablaba alemán- nuestros «sirvientes de habitación». Ahora nos querían enseñar algunas de las voces de mando y los movimientos que las acompañaban, y, más adelante, ya nos enseñarían más. Yo ya conocía algunas de las voces, como «Achtung! Mützen… ab! Mützen… auf!» [¡Atención! ¡Quitaos las gorras! ¡Poneos las gorras!], pero otras eran nuevas: «Korrigiert!» [¡Ajustar!] se refería a los gorros, naturalmente y «Aus!» a lo que teníamos que «ajustar», por ejemplo las manos a los muslos, con un golpe seco. Practicamos las órdenes varias veces. Según nos explicaron, el Blockältester también era el responsable del recuento; lo ensayó y lo volvió a ensayar delante de todos nosotros; uno de los Stubendienst -un hombre bajito, con tez rojiza, casi violeta- representó el papel de soldado. «Block fünf -dijo- ist zum Appel angetreten. Es soll zweihundertfünfzig, es ist…» [El bloque cinco se ha presentado a formar filas. Debe haber doscientas cincuenta, hay…] y así me enteré de que pertenecía al bloque número cinco y de que éramos doscientos cincuenta en total. Después de un par de repeticiones, todo quedaba perfectamente claro, comprendido y asimilado.

Luego tuvimos un rato de inactividad, de modo que pude fijarme en un descampado que había a la derecha de nuestra tienda, en el que se levantaba un montículo de tierra con un palo largo encima y un foso profundo detrás. Le pregunté a Bandi Citrom para qué servía todo aquello. «La letrina», me dijo enseguida, sin pensarlo siquiera, y se puso a mover, incrédulo, la cabeza al ver que yo no conocía ese término. «Se nota que nunca te has separado de las faldas de tu madre», opinó y pasó a explicarme para qué servía la letrina. Luego añadió -cito sus palabras textuales-: «Para cuando la llenemos de mierda, estaremos libres». Aquello me hizo mucha gracia pero él se quedó serio, como si estuviera profundamente convencido de ello. No pudo decirme nada más puesto que desde el portón se acercaban tres soldados de aspecto muy distinguido y con pasos severos y decididos, pero sin prisas, como si estuvieran en su casa, totalmente seguros de sí mismos. Al verlos, el Blockältester gritó en un tono entusiasmado que no había empleado durante los ensayos: «Achtung! Mützen… ab!», al instante todos, incluidos Bandi Citrom y yo mismo, nos quitamos los gorros.

6

Sólo en Zeitz comprendí que la vida de un preso también tiene días laborables, mejor dicho, que la vida de un preso sólo tiene días laborables, todos iguales. Era como si ya hubiera estado en una situación similar, en el tren, camino a Auschwitz. Allí también todo dependía del tiempo y de la habilidad de cada uno. Pero en Zeitz era peor; para seguir con el mismo ejemplo, tenía la sensación de que el tren se había detenido indefinidamente, pero, por otra parte, delante, a mi alrededor e incluso dentro de mí era como si corriera a toda velocidad: apenas podía asimilar los repentinos cambios que se producían alrededor y en mi interior. Puedo, sin embargo, afirmar una cosa con total seguridad: he recorrido todo el camino aprovechando honradamente todas y cada una de las posibilidades que se me iban presentando.