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No es posible enumerar todas las formas de terquedad, todas las formas entre las que elegir, si hubiera habido posibilidad de elección en Zeitz. Se hablaba del pasado, del futuro, y se hablaba muchísimo, sí, puedo decir que nunca antes había oído hablar tanto como allí, entre los presos, de la libertad: claro, era lógico. Otros se divertían contando chistes, dichos o bromas. Yo también los escuchaba, por descontado. Había una hora especial del día, entre el regreso de la fábrica y el recuento vespertino, una hora muy agitada y despreocupada, que siempre esperaba con ansiedad: la hora de la cena. Un día, a esa hora, yo estaba tratando de abrirme paso entre la gente que iba y venía, compraba y vendía, hablaba y escuchaba, cuando de repente tropecé con alguien que me miró sorprendido; su cara, su nariz, sus ojos me resultaban familiares: «¡Vaya!», exclamamos ambos a la vez, puesto que él también me había reconocido. Era el hombre de la «mala suerte». Pareció muy contento de verme, y me preguntó dónde dormía. Le contesté que en el bloque cinco. «Qué lástima», dijo, porque él dormía en otro bloque. Se quejó de «no ver nunca a los conocidos», y cuando le dije que yo tampoco los veía, no sé por qué pero se puso muy triste. «Nos hemos perdido, nos hemos perdido todos», observó. No supe muy bien qué significado darle a sus palabras y a sus gestos. Luego, su rostro se iluminó de repente, y me preguntó: «¿Sabes qué significa la letra "U"?», me preguntó señalándome esa letra en su pecho. Le respondí que claro que sabía que quería decir Ungarn, húngaro. «¡Qué va! -me respondió-, es Unschuldig [inocente]», y se rió, asintiendo con la cabeza, pensativo, disfrutando de su chiste, no sé por qué. Observé la misma expresión en el rostro de los que contaban el mismo chiste, lo que ocurría con bastante frecuencia, sobre todo al principio. Parecía que en aquella palabra habían encontrado un sentimiento alentador, por lo menos eso indicaba la misma risa, la expresión idéntica de sus caras, la misma sonrisa dolorida pero encantada con la que contaban y escuchaban el chiste una y otra vez, como cuando uno oye una melodía que le llega al corazón o un cuento que le conmueve de una manera especial.

Todos ellos se esforzaban por igual en una misma cosa: todos trataban de mostrarse buenos presos. Claro, ése era su interés, eso requerían las circunstancias; nuestra vida, en realidad, se limitaba a eso. Por ejemplo, si el orden de las filas era ejemplar y los números cuadraban perfectamente, el recuento vespertino duraba menos, por lo menos al principio. Si nos mostrábamos aplicados en el trabajo podíamos evitar las palizas, por lo menos al principio.

Sin embargo, por lo menos al principio, puedo afirmar que no sólo esa clase de beneficios guiaba nuestra manera de actuar. Por ejemplo, en el trabajo, la primera tarde para no ir más lejos, nuestra tarea era descargar un vagón entero de guijarros grises. Siguiendo el ejemplo de Bandi Citrom -después de que el guardia, esta vez mayor y más amable, nos diera su permiso- nos quitamos las camisas. Fue la primera vez que vi su piel amarillenta, los músculos bien desarrollados y el lunar debajo de su pecho izquierdo, Bandi dijo: «¡Vamos a enseñarles a éstos lo que sabemos hacer en Budapest!», con un tono realmente serio. Puedo afirmar que aunque era la primera vez en mi vida que yo tenía una pala en la mano, tanto nuestro guardia como aquel hombre de la fábrica -que iba y venía y tenía aspecto de capataz- parecían contentos, lo que, por otra parte, aumentaba nuestro entusiasmo, por supuesto. Por el contrario si las palmas de mis manos empezaban a arder o veía que mis dedos estaban rojos de sangre y el guardia me preguntaba: «Was ist denn los?» [¿Qué ocurre?], y yo sonreía y le mostraba mis manos, él se ponía muy serio, llegando incluso a dar un estirón del cinto del que colgaba su fusil, y me decía: «Arbeiten! Aber los!» [¡Vamos! ¡A trabajar!] Estaba claro que yo tenía que dejar de preocuparme por mis manos.

Desde el primer día, sólo me importaba saber una cosa: cuándo podía escabullirme del trabajo, cuándo podía robar unos minutos de descanso, cómo cargar menos la pala, la laya, la horca, y puedo afirmar que he aprendido todos los trucos, todas las mañas, las he asimilado y las he puesto en práctica en todos los trabajos que tuve que ejecutar. Al fin y al cabo ¿quién se beneficiaba?, como había preguntado en una ocasión el Experto. Estoy seguro de que allí había algún fallo, algún problema, algún obstáculo, algún fracaso. Cualquier palabra de reconocimiento, cualquier señal, por pequeña que fuera, nos hubiera sido más útil, por lo menos a mí. Porque, a fin de cuentas, personalmente, ¿qué teníamos los unos contra los otros? El sentimiento de vanidad permanece aun entre los presos, y ¿quién no anhela un poco de comprensión y de buena voluntad? ¿Acaso no se llega más lejos con eso? En el fondo, estas experiencias tampoco han cambiado mi opinión. El tren avanzaba y si miraba hacia delante, divisaba a lo lejos la meta; en los primeros tiempos -los tiempos dorados como los llamamos más tarde con Bandi Citrom- Zeitz parecía un lugar bastante tolerable (siempre que se tuviera un buen comportamiento y buena suerte), por lo menos en aquellos momentos transitorios, hasta que el futuro nos trajera otra cosa, claro. Dos veces a la semana tocaba medio pan, tres veces un tercio, y sólo dos veces un cuarto. Zulage también, muy a menudo. Una vez a la semana, patatas cocidas (seis patatas que te echaban en el gorro: claro, sin Zulage, puesto que eso hubiera sido ya una exageración), y una vez sopa de leche.

El primer disgusto del temprano despertar se olvidaba pronto con el rocío del alba, el cielo limpio y el café caliente, aunque convenía darse prisa en la letrina puesto que pronto se oían las llamadas para pasarnos revista. Los recuentos por la mañana eran más cortos y enseguida empezaba el trabajo. Una de las puertas laterales de la fábrica que utilizábamos nosotros, los presos, se encontraba a la izquierda de la carretera, en medio de una franja de tierra, a unos diez o quince minutos de camino desde el campo. El ruido se oía desde lejos: murmullos, chasquidos, zumbidos y resoplidos; los ruidos secos y cortos de las tuberías de hierro. Así nos saludaba la fábrica, con sus caminos principales y laterales, sus grúas y excavadoras, sus vías y un laberinto de chimeneas, cámaras frigoríficas, sistemas de tuberías y talleres: parecía más bien una ciudad llena de laberintos. Los grandes boquetes, cunetas, ruinas y partes derrumbadas, las tuberías rotas y los cables destrozados daban fe de la llegada de los aviones. La fábrica se llamaba Brabag -según me enteré el primer día, a la hora de la comida-, forma abreviada de Braun-Kohl-Benzin Aktiengesellschaft, «empresa que cotizaba en Bolsa», según me informó un compañero corpulento, que resollaba apoyado sobre el codo, mientras sacaba un pedazo de pan ya masticado del bolsillo. En el campo se decía de él, siempre entre risas y aunque a él no pareciera importarle, que poseía un porcentaje de las acciones. Según me dijeron -y también adiviné por el olor que me recordaba al de la refinería de Csepel-, estaban intentando obtener petróleo, pero utilizaban algún truco para no sacarlo del aceite mineral sino del carbón. La idea me pareció interesante, pero comprendí que mi opinión importaba poco. Las posibilidades laborales eran un tema interesantísimo. Unos preferían la pala, otros el pico; para unos lo mejor era tender cables, para otros, la mezcla de argamasa, y -quién sabe cómo- también había gente que escogía los trabajos de reparación de tuberías, en los que el barro amarillo y el aceite negro te llegaban hasta la cintura; aunque nadie negaba la existencia de esas razones, los trabajos de reparación de tuberías solían escogerlos los letones y sus amigos los fineses.