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Una vez al día, la palabra antreten [retirada] sonaba dulce, lenta y entrañable: por la noche, designaba el momento de regresar a casa. Bandi Citrom se abría paso entre la multitud que rodeaba los aseos, gritando: «¡Fuera musulmanes!», y luego vigilaba atentamente la forma en que yo procedía a mi limpieza. «Lávate también el pito, ahí viven los piojos», me decía y yo reía pero siempre le hacía caso.

Nos gustaba aquella hora especial, la hora de los recados, chistes y quejas, la hora de las visitas, de las conversaciones, de los tratos y negocios, la hora de intercambiar información, que sólo quedaba interrumpida por el tintineo de las cazuelas, esa señal que nos hacía movernos a todos, que nos hacía espabilar a todos: la hora de la cena, cuya duración dependía de la suerte. Al cabo de una, dos o como máximo tres horas (ya estaban encendidos los focos) empezaban las carreras dentro de las tiendas, por la estrecha franja del medio, entre las triples filas de cabinas que llamaban «compartimientos» para dormir. Durante un largo rato, las tiendas se llenaban de voces que susurraban en la oscuridad: era la hora de conversar sobre el pasado, el futuro, la libertad. Así me enteré de que antes de ser privados de libertad todos habían sido felices y ricos. Había quienes contaban lo que acostumbraban cenar, y a veces también hablaban de temas íntimos, usuales entre los hombres. En una ocasión, mencionaron -algo que nunca volví a oír- que en la sopa se ponía un tranquilizante llamado «bromuro», por lo menos eso decían, con una expresión cómplice y misteriosa.

Bandi Citrom también solía mencionar la calle Nefelejcs, las luces y «las mujeres de Budapest», tema que yo desconocía por completo.

En otra ocasión, un viernes por la noche, me llamó la atención la voz suave y melodiosa de alguien que se encontraba en un rincón de la tienda: era un sacerdote, un rabino. Me acerqué, trepando por encima de las literas, y en medio de un grupo de gente hallé al rabino que ya conocía. En aquel grupo se practicaban los rezos tal como estaban, con su uniforme de preso y su gorro; no me quedé mucho rato con ellos puesto que tenía más ganas de dormir que de rezar.

Bandi Citrom y yo dormíamos arriba del todo. En nuestro compartimiento había además otros dos jóvenes que también eran de Budapest. Los compartimientos eran de madera, con un montón de paja y un saco encima. Teníamos una manta para dos pero en verano no la utilizábamos. Desde luego, el sitio no sobraba: si yo me daba la vuelta, también el vecino debía dársela; si éste cambiaba de postura, yo me veía obligado a hacer lo mismo. Pero, como siempre, el sueño profundo y reparador lo hacía olvidar todo: la verdad es que aquéllos fueron días dorados.

Los cambios empezaron más tarde: primero fueron las raciones. Desaparecieron las de medio pan, como si nunca hubiesen existido, y llegaron las de un tercio o un cuarto, muchas veces sin Zulage. El tren también empezó a avanzar más lentamente y, al final, se paró. Yo trataba de mirar hacia delante pero sólo veía el día siguiente, y éste era como el anterior, exactamente igual, en caso -por supuesto- de que siguiera acompañándonos la suerte. Ya no tenía ganas ni fuerzas para nada; todos los días me levantaba más cansado; cada día que pasaba soportaba peor el hambre; me movía con más y más dificultad; todo se me volvía una carga, incluso yo mismo. Ya no siempre éramos buenos presos y sentíamos las consecuencias por parte de los soldados y de los que ostentaban algún cargo entre nosotros, sobre todo el Lagerältester [comandante de campo].

Éste, fuera donde fuera, siempre iba vestido de negro. Daba la señal de silbato para despertarnos y efectuaba el último examen por la noche. La gente no dejaba de hablar de las excelentes condiciones en que vivía. Su idioma era el alemán, su sangre, gitana -así lo llamábamos nosotros, los húngaros, «el gitano»-; ésta era la primera razón por la que se encontraba en un campo de concentración, y la segunda, algo que Bandi Citrom había descubierto a primera vista: el color verde de su triángulo advertía que había robado y matado a una señora mayor, según decían, muy rica, que le había dado trabajo. Así, por primera vez en mi vida pude ver a un asesino con mis propios ojos. Él era el encargado del orden y de la justicia, su trabajo consistía en asegurar el cumplimiento de las leyes; en principio, no parecía ningún pensamiento alentador: eso opinábamos todos, incluido yo. Por otra parte, tuve que reconocerlo: llegado un punto determinado, los matices se confunden. Yo, por ejemplo, tuve más problemas con un Stubendienst, aunque era un hombre muy honrado. Por eso había sido elegido por votación, al igual que el doctor Kovács, el cual no era doctor en medicina sino en derecho, para Blockältester. Los dos eran de la ciudad de Siófok, a orillas del precioso lago Balaton. Su nombre era Fodor, y era un hombre pelirrojo al que todo el mundo conocía.

Decían -¡ignoro si era verdad o no!-, que el Lagerältester utilizaba su bastón y su puño por puro placer, porque eso le producía una cierta satisfacción similar a lo que buscaba con los hombres, los chicos o las mujeres: eso decían los más informados. Sin embargo, en estos casos el orden no era un pretexto sino una auténtica necesidad, un interés común; nunca se le olvidaba insistir en ese punto cuando -viéndose en la necesidad- tenía que hacerlo. Por otra parte, el orden nunca era perfecto; en realidad, lo era cada vez menos. Por eso él se veía obligado a pegar con su cucharón de hierro a los que se movían demasiado en la fila, a los que no sabían cómo había que formar delante de él o cómo había que colocar el plato, al lado de la cazuela; éstos dejaban caer entonces el plato, la sopa, todo; de forma que imposibilitaban su trabajo y nos causaban problemas a todos. Por eso tiraba de los pies de los que se quedaban durmiendo por la mañana, puesto que las irregularidades las cometía una sola persona, pero todos, incluso los inocentes, teníamos que cargar con las consecuencias. Las intenciones de las personas no eran siempre las mismas, por supuesto, pero a partir de cierto punto las diferencias eran sólo cuestión de matices y los resultados eran idénticos.

Aparte de ellos, había otro encargado alemán, que llevaba un uniforme a rayas impecable y una cinta amarilla alrededor del brazo: a éste, por suerte, no lo veía mucho; más tarde -para mi mayor sorpresa- aparecieron varias personas con la cinta negra, con la inscripción -menos ostentosa- de Vorarbeiter [capataz]. Allí estaba yo cuando apareció por primera vez -en la cena- con la cinta en el brazo uno de los que dormían en nuestro bloque: antes no me había fijado mucho en él puesto que no tenía ninguna característica especial ni nada que lo distinguiera, aunque era fuerte y alto. Sin embargo, todo cambió: a partir de entonces ya no sería un perfecto desconocido; los amigos se le acercaron, lo rodearon, le desearon suerte y lo felicitaron por el nombramiento, saludándolo y ofreciéndole la mano, que él aceptaba o no, según el caso (los rechazados se retiraban enseguida). El momento más solemne -por lo menos para mí- fue cuando en medio de aquel silencio casi reverente, en medio del interés general y de las miradas envidiosas de todos, él se levantó lentamente, con dignidad y sin prisa, para recoger la segunda ración que le correspondía por el cargo; el Stubendienst se la sirvió con la complicidad de dos personas que se encuentran en el mismo nivel.

En otra ocasión, me fijé en la cinta distintiva de un hombre con andar gallardo y pecho erguido. Lo reconocí enseguida: era el oficial de Auschwitz. Un día me encontré bajo su mando y ahora puedo decir que es verdad que por algunos de sus hombres habría puesto la mano en el fuego, mientras que no aguantaba a los que vagueaban y «hacían que otros les sacasen las castañas del fuego»; él mismo había utilizado esas palabras para explicarse al empezar el trabajo. Al día siguiente, Bandi Citrom y yo nos las ingeniamos para cambiar de destacamento.