En realidad, nunca era una hora ya que por las mañanas las cosas se sucedían muy rápido: enseguida se formaban los destacamentos de búsqueda. Aquel día, como otros muchos, el Lagerältester iba delante, vestido de negro, recién afeitado y perfumado, con su gallardo bigote; el guardia alemán y un Blockältester y un Stubendienst les seguían de cerca. Todos armados con palos, porras y garrotes entraron en el bloque seis. Desde dentro se oyeron voces y gritos y, al cabo de unos minutos -¡vaya!-, el aire se llenó del vociferar triunfante y victorioso de los que acaban de encontrar lo que buscaban. También oímos otra voz, cada vez más débil, que se calló pronto. Lo que sacaron de la tienda sólo parecía un bulto, una cosa sin vida, un montón de trapos que dejaron tirado al final de la fila, allá, echado. Sin embargo, algún detalle, algún rasgo típico llamaron mi atención, y pude reconocerlo: el hombre desafortunado. Siguió entonces el grito de «Arbeitskommandos antreten» [Comandantes, ¡empezad!] y ya sabíamos que los soldados serían más severos con todos nosotros.
Por último, hay una tercera manera de escapar: la literaria, la verdadera. Hubo un caso, un solo caso en nuestro campamento. Los fugitivos eran tres, los tres letones, hombres experimentados, que hablaban alemán y conocían perfectamente los alrededores, es decir, se movían con seguridad -según corrió la noticia como un murmullo-, y nosotros estábamos orgullosos, disfrutamos con malicia del desconcierto de nuestros guardias, algunos incluso empezaron a considerar con entusiasmo la posibilidad de seguir el ejemplo. Después estuvimos furiosos con ellos, ya de madrugada, a eso de las dos o las tres, cuando como castigo por sus actos todavía permanecíamos en las filas, en el recuento, formados o, mejor dicho, tambaleándonos. A la tarde siguiente, intenté no mirar hacia la derecha, donde había tres sillas, y encima de ellas, sentadas, tres personas o tres cosas parecidas a personas. Me pareció más sensato no mirar el aspecto que podían tener, ni la inscripción de las letras grandes y torpes que llevaban en unas cartulinas colgadas del cuello (más tarde me enteré, puesto que lo repitieron mucho en el campamento: «Hurrah! Ich bin wieder da!», es decir «¡Hurra! ¡Estoy aquí otra vez!»); también vi un artilugio de madera del que colgaban tres sogas con nudo corredizo; comprendí que se trataba de una horca. Cena no hubo, por supuesto, y en su lugar los gritos de «Appell! Das ganze Lager: Achtung!» [¡A formar filas! Todo el campo: ¡Atención!], en la voz del mismísimo Lagerältester en persona. Se prepararon los ejecutores, aparecieron también los representantes de las autoridades militares, y pasó lo que tenía que pasar, lo previsto, por decirlo así, por suerte bastante lejos de donde nosotros estábamos, al lado de los aseos. Yo no miré, preferí dirigir la vista a la izquierda, de donde llegaba una voz, un murmullo, una especie de melodía. En esa dirección pude distinguir una cabeza que temblaba, un cuello flaco inclinado hacia delante, con la nariz y los ojos iluminados, casi enloquecidos, llenos de lágrimas: los ojos del rabino. Pronto me enteré también de lo que decía porque muchos empezaron a repetir sus palabras. Primero los fineses, todos ellos, y muchos más. No sé de qué manera pero sus palabras también se repetían en los bloques colindantes. Se veían las bocas que se movían, las cabezas, los cuellos, los hombros que se balanceaban suavemente pero con firmeza. El murmullo se transformó, en medio de las filas, en un ruido apenas audible pero constante que sonaba por todas partes, como si viniera de las entrañas de la tierra: «Iskadal, voiskadal» se oía, y hasta yo sé que es el «kaddis», la oración que los judíos rezamos a los muertos. Reconozco que no fue otra cosa que terquedad, la única y definitiva manera de terquedad, casi obligatoria, casi forzada, casi impuesta -hay que reconocerlo-, y al mismo tiempo inútil (puesto que allí delante nada se alteraba, no había ningún cambio, ningún movimiento más que las últimas convulsiones de los ahorcados); yo comprendí, sin embargo, el sentimiento que hacía que la cara del rabino casi se diluyera y que su nariz temblara de una manera extraña. Como si hubiese sucedido aquel momento tan esperado, aquel victorioso momento de la llegada del cual nos había hablado en la fábrica de ladrillos. A mí, por primera vez me dio pena, sentí un vacío, incluso cierta envidia, deseando saber rezar -aunque fuese una sola oración- en la lengua de los judíos.
Sin embargo, ni la terquedad, ni las oraciones, ni nada pudo liberarme de una cosa: del hambre. Ya antes había experimentado -o así lo creía- el hambre; había tenido hambre en la fábrica de ladrillos, en el tren, en Auschwitz e incluso en Buchenwald, pero no conocía el hambre «a largo plazo», por decirlo de alguna manera. Tenía un hueco, un espacio vacío, y quería, con todos mis esfuerzos, llenar ese hueco sin fondo, ese espacio cada vez más vacío, aniquilar, silenciar el hambre. Mis ojos no veían otra cosa que comida, mis pensamientos, mis actos, todo mi ser se ocupaba exclusivamente de eso, y si no me comía la madera, el hierro o los guijarros, era sólo por la imposibilidad de masticarlos y digerirlos. Sin embargo, he comido arena y también hierba; las comía sin pensar, pero no había mucha hierba ni en el campo, ni en el territorio de la fábrica. Por un solo cebollín se pedían dos rebanadas completas de pan, y por el mismo precio se vendía una remolacha azucarera o una forrajera. A mí, me gustaba más la forrajera porque era más jugosa y por lo general más grande, aunque los entendidos decían que las azucareras tenían más valor nutritivo, más cosas que aprovechar; pero apenas había elección, aunque la forrajera fuera más dura y tuviera un sabor más picante. A veces, me bastaba incluso con ver comer a los otros. A nuestros guardias les traían la comida a la fábrica y yo no les quitaba los ojos de encima cuando comían. Sin embargo, no me dejaban disfrutarlo de verdad porque comían demasiado deprisa, sin masticar bien, parecían no darse cuenta de lo que hacían. En otra ocasión estuve con un destacamento en el taller, donde los capataces sacaban la comida que traían de sus casas; recuerdo que estuve mirando durante mucho tiempo una mano amarilla, con grandes nudillos, que sacaba de un bote de vidrio alargado judías verdes enteras, una tras otra. No podía dejar de mirar aquella mano, quizá con un sentimiento inseguro y poco definido de esperanza. Sin embargo, aquella mano -que ya conocía perfectamente bien- sólo se movía entre el bote y la boca. Un poco después, ni siquiera eso, puesto que el hombre se dio la vuelta y a partir de entonces sólo me mostró la espalda; comprendí que lo hacía guiado por un sentimiento humanitario, y me habría gustado decirle que no se preocupara, que siguiera comiendo tranquilamente, que yo apreciaba también el hecho de poder ver cómo lo hacía, que eso era mejor que nada, por supuesto. El primer plato de mondas de patatas se lo compré a un finés. Me lo enseñó en el descanso de mediodía, y yo tuve la suerte de que Bandi Citrom no estuviera conmigo y pusiera pegas. Se lo puso delante, sacó lentamente un trozo de papel con sal muy gorda, cogió un poco con los dedos, se lo llevó a la boca, lo probó y me dijo, como sin darle importancia: «Se vende». Por lo general, un plato así cuesta dos rebanadas de pan o una ración de margarina, él pedía la mitad de mi sopa de la cena. Traté de regatear, alegando mil razones, incluso nuestra raza común. «Tú no eres judío», decía, sacudiendo la cabeza como lo hacen los finlandeses. «Entonces ¿por qué estoy aquí?», le pregunté. «¿Cómo quieres que lo sepa?», respondió, encogiéndose de hombros. Le dije: «¡Maldito judío!». «Por eso no te voy a vender esto más barato…», me respondió. Al final se lo compré por el precio que pedía, y por la noche apareció en el momento en que me sirvieron la sopa; no sé cómo pudo haberse enterado de que había sopa de leche.