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Tuve que reconocerlo: nunca habría podido explicar ciertas cosas de una manera exacta si me hubiera valido solamente de la esperanza, la norma, la razón, esto es la lógica de las cosas y de la vida, por lo menos según mi experiencia vital. Así, cuando volvieron a bajarme al suelo desde la carretilla, no entendía qué podía yo tener que ver con las tijeras del barbero y con la cuchilla de afeitar. Aquella sala repleta, que a primera vista parecía una ducha de verdad y donde me tiraron sobre el suelo resbaladizo de madera, entre talones y plantas de pies que me pisoteaban y numerosas y tibias piernas, llenas de abscesos, se correspondía mejor con mis previsiones. Según éstas, me pasó por la cabeza que aquí existiría la misma costumbre que en Auschwitz. Fue grande mi sorpresa al sentir -después de unos minutos de espera y unos sonidos burbujeantes- que inesperadamente empezaba a salir agua por los grifos de arriba: agua caliente en chorros abundantes. Mi alegría disminuyó puesto que me habría gustado disfrutar más del agua caliente, pero no pude hacer nada cuando una fuerza irresistible me elevó de repente desde aquel bosque de piernas a las alturas, mientras me envolvían en una sábana y me cubrían con una manta. Luego, me acuerdo de una espalda, de la que yo colgaba con la cabeza hacia atrás y las piernas hacia delante; de una puerta, unas escaleras empinadas, otra puerta más y al final una sala, casi una habitación, donde aparte de la luminosidad y la amplitud me sorprendió el lujo digno de un cuartel en el mobiliario, y donde al final llegué hasta una cama, una cama normal, real, claramente destinada a una sola persona, una cama con colchón y con dos mantas grises: allí me pusieron.

Me acuerdo también de dos hombres, dos hombres normales, atractivos, con rostros y con cabello normales que vestían camisetas y pantalones blancos y zuecos de madera: yo me deleitaba observándolos, mientras ellos me miraban. Entonces me fijé en su boca y en el sonido de un idioma lleno de musicalidad que resonaba en mis oídos. Tuve la sensación de que esperaban algo de mí, que querían saber algo, pero yo sólo meneaba la cabeza, puesto que no entendía sus palabras. Entonces, uno de ellos me preguntó, con un raro acento, en alemán: «Hast du Durchmarsch?», es decir, si tenía diarrea, y yo me sorprendí al oír mi voz que -quién sabe por qué- respondía: «Nein», me imagino que por la misma vanidad de siempre. Después de unos momentos de titubeos y de ir y venir, depositaron dos cosas en mis manos: un recipiente lleno de café tibio y un pedazo de pan, un sexto, según mis cálculos. Podía cogerlo y comerlo sin pagar ningún precio por ello, ni tener que aceptar trueque alguno. Durante un rato tuve que ocuparme de mis entrañas que estaban dando señales de vida, revolviéndose y protestando, y esforzarme para que no me pusieran tan pronto en evidencia. Más tarde me despertó uno de los dos hombres que llevaba botas, un precioso gorro azul marino y el uniforme de preso con un triángulo rojo.