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Otra vez sobre los hombros, bajar las escaleras, y salir al aire libre. Pronto llegamos a un barracón de madera grande, pintado de gris, que era una especie de enfermería o dispensario. La verdad es que allí todo se asemejaba más a lo que yo había estado esperando, lo que me parecía normal; eso hacía que me sintiera casi como en casa, pero en este caso no cuadraba el trato previo con el café y el pan. A lo largo del camino, por toda la extensión del barracón, vi las filas de literas de tres pisos bien conocidas. Estaban todas repletas, y con unos ojos expertos, como los míos, era posible distinguir incluso entre un caos indescifrable de caras de antaño, miembros llenos de abscesos y de sarna, huesos, trapos y todo lo demás, que todos aquellos accesorios pertenecían a cinco o seis personas por cabina. Para colmo, no había ni siquiera paja -al contrario de lo que sucedía en Zeitz-, aunque para el rato que esto duraría, pensé, no necesitaría nada en especial. Pero entonces, mientras nos deteníamos y el individuo que me llevaba hablaba con alguien, se me presentó otra sorpresa. Al principio no sabía si veía bien, pero no podía equivocarme puesto que aquella parte del barracón estaba bien iluminada, por luces potentes. A la izquierda distinguí las dos filas usuales de cabinas, pero encima de las tablas había una capa de colchas rojas, rosadas, azules, verdes y moradas, con otra capa encima, del mismo tipo de colchas, y entre las dos capas, unas al lado de las otras, cabezas afeitadas de niños que miraban, algunos más grandes, otros más pequeños, pero la mayoría de mi edad. Todavía estaba absorto mirando, cuando sentí que me bajaban al suelo, apoyándome contra algo para que no me cayera; me quitaron la manta, me cambiaron las vendas de mis dos heridas, la de la rodilla y la de la cadera, me pusieron un camisón y me metieron entre las dos capas de colchas y entre dos muchachos que enseguida me hicieron un hueco, en el piso del medio.

Me dejaron allí, otra vez sin ninguna explicación, y entonces me dejé guiar por mi propio razonamiento. «De todas formas -pensé- aquí estoy, éste es un hecho, no puedo negarlo»; y el hecho se iba renovando, y con cada segundo que pasaba duraba más y más. Más tarde me enteré también de cosas importantes. Tenía que ser aquélla la parte delantera del barracón puesto que enfrente de mi cama había una puerta que daba al exterior, y delante, un espacio bien iluminado, evidentemente reservado para el trabajo y los quehaceres de los dignatarios, escribanos, médicos; en el centro, en el lugar más visible distinguí incluso una mesa cubierta con una sábana blanca. Los que dormían en las cabinas de atrás debían de tener disentería o fiebre tifoidea, y los que no tuvieran ni una ni otra, pronto tendrían alguna. El primer síntoma -que se manifiesta por su olor persistente e inconfundible- es la diarrea, a la que también llamaban Durchfall o Durchmarsch. Los dos hombres del destacamento de la ducha me habían preguntado; si les hubiera respondido la verdad, yo también habría estado allí. Las raciones de comida que se distribuían durante el día eran más o menos iguales que en Zeitz: por la mañana el café, a media mañana la sopa; la ración de pan era un tercio o un cuarto y, en este caso, generalmente se acompañaba de Zulage. Las partes del día eran difíciles de determinar, debido a que la iluminación era siempre la misma y no había ninguna ventana para ver la luz o la oscuridad de fuera; no obstante, podía guiarme por señales inconfundibles: el café significaba la mañana y las buenas noches del médico señalaban la hora de dormir. Al médico lo conocí el primer día. Me fijé en un hombre que se había parado delante de nuestra cabina. No debía de ser muy alto porque su cabeza estaba más o menos a la altura de la mía. Su cara era redonda, casi gorda, como rellena y blanda, y tenía no sólo un bigote casi blanco y bien tupido sino que -para mi mayor asombro ya que no había visto otra en ningún campo de concentración- también lucía una barba blanca bien arreglada, corta y puntiaguda en la barbilla. Llevaba un sombrero grande y elegante, pantalones oscuros de tela y una chaqueta de uniforme de preso con la cinta, la señal roja y la letra «F». Me miró como si mirara a un recién llegado, y me dijo algo. Yo le respondí con la única frase que sabía en francés: «Je ne comprends pas, monsieur» [No le entiendo, señor] «Oui, oui», me dijo él, con una voz amplia y amable, un poco ronca. «Bon, mon fils» [Bien, hijo mío], dijo después, y me puso un terrón de azúcar encima de la manta, un verdadero terrón de azúcar, igual a los que había en casa. Recorrió luego las dos filas de literas de tres pisos, entregando a cada muchacho el terrón de azúcar correspondiente. A la mayoría se lo ponía cerca de la cabeza; a veces se detenía con algunos, hablaba con los que podía, les daba palmaditas en la cara, les pellizcaba en el cuello, charlaba, los mimaba, como quien -a la hora acostumbrada- mima a sus canarios favoritos. Me di cuenta también de que algunos de sus favoritos -sobre todo los que hablaban en francés- recibían un terrón adicional de azúcar. Entonces comprendí -como en casa siempre me habían enseñado- lo importante que es la cultura en general y el conocimiento de idiomas extranjeros en particular.

Todo eso lo comprendí y lo asimilé pero siempre con la sensación, la condición, de estar esperando constantemente algo, algo que no sabía definir con exactitud, sino como un cambio, la solución al misterio, el despertar, por así decirlo. Al día siguiente, por ejemplo, seguramente en un hueco entre sus múltiples tareas, el médico me señaló también a mí. Me sacaron de mi sitio y me pusieron delante de él, encima de la mesa. Emitió algunos sonidos amables, me miró, me examinó, me palpó, puso su oreja fría y unos pelitos duros del bigote sobre mi pecho y en la espalda, indicándome que respirara y que tosiera. Luego me indicó que me acostara y su ayudante me dijo que me quitara las vendas y miró mis heridas. Primero las observó de lejos, luego las tocó por alrededor y examinó la supuración desprendida. Emitió entonces unos sonidos desaprobatorios, meneando la cabeza con preocupación, como si el resultado lo hubiese desanimado. Volvió a vendarme las heridas, en un intento de hacerlas desaparecer; yo sabía que no le habían gustado, que no lo habían convencido en absoluto.

Fracasé también en otros exámenes, tengo que reconocerlo. Por ejemplo, no había forma de hacerme comprender por los muchachos que tenía a mi lado. Ellos, sin embargo, se pasaban el día hablando por encima de mi cabeza, como si yo fuera un simple obstáculo que les molestase. Me habían preguntado de dónde era. Les había respondido: «Ungar», y ellos lo repitieron de diversas formas: «vengersky, vengria, magiarsky, magiar, hongrois». Uno de ellos me dijo: «kenyér», es decir, pan; sus risas y las de todos los que se le unieron revelaban claramente que conocía bien a mis compatriotas. Me sentí molesto y deseé hacerles comprender que estaban equivocados, porque los húngaros no me consideraban igual a ellos, y que a grandes rasgos mi opinión sobre los húngaros coincidía con la suya y me resultaba extraño e indigno que justamente fueran ellos los que me mirasen con malos ojos; pero recordé que sólo podría decírselo en húngaro o, como mucho, en alemán, lo que hubiera sido incluso peor.

Había otro fallo también, otra falta más que -con el paso de los días- no podría seguir disimulando. Aprendí pronto que cuando se presentaba la necesidad, había que llamar al auxiliar de enfermería, un muchacho de nuestra edad. Entonces él se presentaba con un cacharro debidamente equipado con un mango largo, y nos lo ponía debajo de la colcha. Luego había que llamarlo otra vez: «Bitte! Fertig! Bitte!» [¡Por favor! ¡Ya está! ¡Por favor!] para que viniera a recogerlo. Una o dos veces al día era indiscutiblemente normal que se presentasen esa clase de necesidades. Pero yo me veía obligado a molestarlo tres y hasta cuatro veces al día, y eso, me di perfecta cuenta, ya le gustaba menos, lo que encontré absolutamente normal. En una ocasión le llevó el cacharro al médico y le explicó algo mientras le enseñaba el contenido. El médico estuvo unos minutos meditando con la cabeza inclinada sobre el cuerpo del delito, y al final hizo una inconfundible señal de rechazo con las manos. Por la noche llegó el terrón de azúcar, por lo que comprendí que todo estaba en orden. Podía acomodarme tranquilamente en aquella seguridad de las colchas y los cuerpos calientes que duraría otro día y otro más y que parecía inquebrantable.