También estaban los visitantes, a quienes miraba y observaba; intentaba comprender por qué motivo acudían una y otra vez. Al principio reparé en que siempre llegaban por la tarde, más o menos a la misma hora, y entonces comprendí que en Buchenwald, en el campo grande también debía de haber una hora parecida a la de Zeitz, entre el regreso de los destacamentos y el recuento vespertino, probablemente. La mayoría de los que llegaban llevaban la letra «P», pero también había otras como «J», «R», «T», «F», «N» y «No», y quién sabe cuántas más: puedo decir que ciertamente vi cosas interesantes, aprendí cosas nuevas y empecé a entender mejor las circunstancias del lugar, las condiciones, la vida social, por así decirlo.
En Buchenwald, los habitantes más antiguos eran casi guapos, sus caras estaban rellenas, sus movimientos y su manera de andar eran rápidos, muchos tenían permiso para dejarse crecer el pelo y sólo llevaban el uniforme a rayas en el trabajo, como Pietka, quien por la noche, después de repartir nuestras raciones de pan (el cuarto o el tercio de siempre, con la eventual ración de Zulage), se marcha, por ejemplo, de visita. Se pone una camisa o un suéter y -tratando de disimular ante los enfermos pero con visible placer en la cara y en los gestos- escoge un traje marrón a rayas, a la moda, cuyos únicos fallos son un parche en la parte de atrás y unas manchas de pintura roja imposibles de quitar, más el triángulo rojo y el número de preso en el pecho. A mí me causaban mayor disgusto, por no decir molestia, las visitas que Pietka recibía. La razón de mi malestar se debía a la desafortunada disposición del mobiliario: el enchufe estaba justo al pie de mi cama. Por más que tratara de ocuparme de algo en aquellos momentos, fijando la atención en la blancura impecable del techo, en la pantalla esmaltada de la lámpara o en mis propios pensamientos, cuando Pietka se acurrucaba, con su cazuela y el hornillo eléctrico de su propiedad, yo percibía el ruido de la margarina caliente derritiéndose en la sartén y tenía que tragarme todo el olor penetrante de las rodajas de cebolla, las patatas y hasta el wurst y el Zulage, y tenía que soportar el ruido característico de la cáscara al romperse, de la margarina deshaciéndose, mientras se freía ante mis atónitos ojos una cosa amarilla por dentro y blanca por fuera: un huevo. Cuando todo estaba frito y refrito aparecía el invitado: «Dobre vecher!», decía, contento, Pietka, porque aquél también era polaco. Su nombre era Zbisek, pero a veces Pfleger lo llamaba Zbisku, que era quizás una forma cariñosa o abreviada. Llegaba muy peripuesto, con botas, chaqueta corta de color azul marino, tipo cazadora de deporte, aunque con el mismo parche en la parte de atrás y el número en el pecho, y un suéter negro de cuello alto. Alto, corpulento y con la cabeza rapada por obligación o por higiene, me parecía un hombre agradable y simpático. Su cara era redonda, y su expresión, serena, pícara e inteligente; de todos modos nunca lo hubiese cambiado por Pietka. A continuación se sentaban frente a la mesa de atrás para cenar y charlar; a veces los acompañaba un enfermo polaco, que decía un par de palabras en voz baja; otras veces se ponían a jugar, o echaban un pulso, que por lo general -para mayor regocijo de todos en la habitación- ganaba Pietka, aunque el otro parecía más fuerte. Por lo tanto, ambos compartían todas las ventajas y desventajas, tristezas y alegrías, tareas y preocupaciones, e incluso sus tesoros, sus raciones, esto es, eran amigos, como suele decirse. Aparte de Zbisek, otras personas iban a ver a Pietka para intercambiar alguna palabra, o algún objeto. Otros acudían a visitar a algún enfermo, con muchas prisas, siempre susurraban algo a escondidas, casi en secreto. Se sentaban en el borde de sus camas unos minutos; algunas veces depositaban un paquetito envuelto en papel de mala calidad, humildemente, casi disculpándose. Luego les preguntaban, aunque yo no oyera ni comprendiese sus palabras, cómo se encontraban, qué noticias tenían, y les informaban cómo iban las cosas fuera, quién les mandaba saludos y quién había preguntado por su salud. Más tarde se despedían porque el tiempo pasaba, dándose palmaditas en el hombro, diciendo que volverían pronto, y se iban, con prisas como habían venido, contentos, sin haber conseguido ningún beneficio, ninguna utilidad, sólo por eso, por esas palabras compartidas, sólo para visitar al enfermo en cuestión.
La brevedad de sus visitas revelaba -aunque yo no fuera consciente de ello- que estaban haciendo algo prohibido, que sólo era posible probablemente gracias a la permisividad de Pietka. Sospeché que precisamente ese riesgo, esa testarudez, esa rebeldía formaba parte del acontecimiento. Así lo deduje de la expresión poco definible de sus rostros, que era de alegría y de triunfo, como si hubieran conseguido cambiar algo, abrir una brecha, un pequeño agujero en el orden previsto de las cosas, en la monotonía de los días, en la propia naturaleza misma.
Los hombres más extraños se reunieron alrededor de la cama de uno de los enfermos que se hallaba al lado del biombo opuesto al mío. Había llegado una mañana, sobre los hombros de Pietka que casi no se movió de su lado. Se veía que era un caso grave y oí decir que el enfermo era ruso. Por la noche, la habitación se llenó de visitas. Se veían muchas letras «R» pero también había otras, gorros de piel, pantalones raros, afelpados. Gente con la cabeza afeitada a medias, con el pelo de un solo lado. Otros con el pelo largo pero con una raya afeitada en el medio desde la frente hasta la nuca. Chaquetas con el parche habitual, pantalones con dos rayas rojas en forma de cruz, como si fuera para hacer desaparecer una letra, una señal, un número que ya no era necesario. En otras espaldas había un círculo rojo, con un punto rojo en el medio, bien visible, muy llamativo, muy tentador, como señalando: aquí es donde hay que disparar si se presenta la ocasión. Allá estaban, hablando bajito; uno se inclinó sobre el enfermo para arreglarle la almohada, otro trataba quizá de comprender lo que decía, de interpretar alguna mirada, luego apareció en medio un objeto amarillo y, con la ayuda de Pietka, también una navaja, y una taza de latón. Oí el ruido metálico de unas gotas y, aunque no podía dar crédito a mis ojos, percibí un olor inconfundible: el objeto amarillo era, sin duda, un limón. La puerta se volvió a abrir y entró -para mi mayor sorpresa puesto que jamás había aparecido a esas horas- el médico. Le abrieron paso enseguida; se inclinó sobre el enfermo, lo examinó, palpó algo por unos momentos y salió rápidamente, con gesto severo, casi antipático, sin decir nada ni mirar a nadie, incluso evitando en lo posible las miradas de los demás, según me pareció. Los visitantes se habían quedado en silencio. Alguno se acercó a la cama y se inclinó sobre ella. Luego se fueron, de uno en uno, de dos en dos, según habían venido. Sin embargo, ahora parecían más vulnerables, más desgastados, más cansados que antes, y a mí me dio pena por ellos, porque era obvio: parecían haber perdido una última esperanza celosamente guardada, una última confianza en algo secretamente velado. Al cabo de un rato, Pietka cargó el cadáver sobre sus hombros y lo sacó de allí.
También puedo contar el caso de mi amigo. Me encontré con él en los aseos. Ni siquiera recordaba que pudiera lavarme en otro sitio que no fuera el lavabo con grifo que se abría y se cerraba, al final del pasillo, en el lado izquierdo, y ni siquiera por obligación, sino más bien por educación, como poco a poco me fui acostumbrando. La sala no tenía calefacción, el agua estaba fría y no había toallas. Allí mismo estaba también aquel aparato rojo y portátil, parecido a un armario abierto, cuya taza no sé quién mantenía siempre limpia, ordenada y recogida. En una de esas ocasiones, cuando ya me iba, entró un hombre en los lavabos. Era guapo, de pelo negro peinado hacia atrás pero que le caía sobre la frente, de piel aceitunada como la mayoría de los hombres de pelo tan oscuro; por su edad, por su aspecto cuidado y su bata blanca lo hubiera podido tomar por un médico, si su cinta no me hubiese indicado que se trataba de un Pfleger, y la letra «T» de su triángulo rojo de que era checo. Se detuvo al verme, como sorprendido, atónito, y se quedó mirando mi cara, mi cuello que asomaba de la camisa, mi pecho, mis piernas. Me preguntó algo, a lo que le respondí, como pude, que no hablaba en su lengua. Entonces me preguntó en alemán quién era y de dónde venía. Le respondí que era húngaro y estaba en la sala seis. Entonces me dijo, acompañando sus palabras con movimientos del dedo índice: «Du: warten hier. Ik: wek. Ein moment zurückk. Verhstehen?» [Tú esperar aquí. Yo fuera. Un momento volver. ¿Comprender?]. Contesté que sí, que esperaría. Se fue y, cuando regresó, me encontré en posesión de un cuarto de pan y una pequeña lata de conserva abierta pero intacta de jamón. Levanté la vista para agradecérselo pero sólo vi la puerta que se cerraba tras él. Al regresar a mi habitación, al tratar de describírselo a Pietka, él supo enseguida que se trataba del Pfleger de la sala siete, la que estaba inmediatamente después de la nuestra. Me dijo su nombre, y yo entendí Baúsch, pero creo que en realidad era Bohús. Lo mismo me dijo mi vecino, porque en nuestra habitación rotaban los enfermos. En la litera de arriba, por ejemplo, ya no estaba el enfermo que había en el momento de mi llegada. Pietka se lo había llevado y lo había sustituido por un chico de mi edad, de mi raza, como me enteré, y de nacionalidad polaca, cuyo nombre, cuando lo pronunciaban Pietka o Zbisek, me sonaba como Kuhalski o Kuharski, siempre con el «harski» articulado más fuerte, más acentuado. A veces le gastaban bromas y le tomaban el pelo porque se enfadaba, lo que yo podía advertir por su hablar rápido y nervioso y porque me caían pequeños trozos de paja por las rendijas de las tablas de madera, para mayor regocijo de todos los polacos de nuestra habitación. A mi lado, a la cama del enfermo húngaro, también llegó alguien, un muchacho, pero yo no veía bien qué clase de muchacho era. Se entendía de maravilla con Pietka, pero mis oídos expertos me decían que no era polaco. No contestó ninguna de mis preguntas en húngaro; sin embargo, por su pelo corto, rojizo y las pecas de su cara bastante gordita, por sus ojos azules que parecían escrutarlo todo, me pareció sospechoso desde el primer momento. Mientras se acomodaba distinguí, en la parte interior de su muñeca, una señal azuclass="underline" un número bastante largo de Auschwitz.