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Una mañana se abrió la puerta y entró Bohús para dejar su ración ya acostumbrada de pan y la lata de jamón sobre mi cama, cosa que hacía un par de veces a la semana. Se marchó enseguida, sin darme siquiera tiempo para agradecérselo, tras saludar a Pietka con un gesto de la cabeza. Entonces me enteré de que aquel chico hablaba húngaro tan bien como yo puesto que me preguntó: «¿Quién es ése?». Le contesté que era el Pfleger de la otra sala, un tal Baúsch, a lo que me corrigió: «Debe de ser Bohús», un nombre bastante común en Checoslovaquia, su país de origen. Le pregunté que por qué no había hablado en húngaro antes, y él me respondió que porque no le caían muy bien los húngaros. Reconocí que tenía razón y que a mí tampoco me caían especialmente bien. Entonces me propuso que habláramos en el idioma de los judíos, pero tuve que confesarle que no lo hablaba, así que nos quedamos con el húngaro. Al oír que su nombre era Luiz o Loiz o algo parecido, yo deduje: «O sea, Lajos», pero él protestó diciendo que Lajos era un nombre húngaro y que él era checo, y me lo repitió otra vez: Loiz. Le pregunté cómo había aprendido tantos idiomas y me contó que era de las Tierras Altas, una región de donde habían huido ante «la invasión de los húngaros», con su familia y amigos; entonces recordé el día en que en casa nos habíamos enterado por los desfiles, banderas, música y festejos de que «las Tierras Altas eran otra vez húngaras». Había llegado al campo de concentración desde «Terezin» y añadió: «Tú seguramente lo conoces por Theresienstadt». Al decirle que no lo conocía se extrañó bastante, como yo solía extrañarme antes cuando me encontraba con alguien que no conocía la aduana de Csepel. Me lo aclaró: «Es el gueto de Praga». Mi vecino podía conversar sin dificultad, aparte de con los húngaros y los checos, con los judíos y con los alemanes, eslovacos, polacos, ucranianos y hasta con los rusos si hacía falta. Al final nos hicimos bastante amigos, y yo le conté, puesto que quería saberlo, cómo había conocido a Bohús, después de mis primeras experiencias e impresiones, mis pensamientos del primer día sobre nuestra habitación. Él lo encontró todo tan interesante que se lo tradujo a Pietka, a quien le hizo mucha gracia; también le contó lo de mi susto con el enfermo húngaro y él me tradujo la respuesta de Pietka, según la cual había sido una casualidad que aquel hombre muriera justo en aquel momento y otras cosas más. Me resultaba molesto que empezara todas sus frases diciendo «ten magiar», o sea, «ese húngaro» dice eso o dice lo otro, pero Pietka no hacía caso de ese apodo que casi se me pegó. También me di cuenta de que él cumplía otras tareas, bastante largas, pero yo no pensaba en nada en concreto, no me imaginaba nada, hasta que un día regresó con pan y una lata de jamón, que estaba claro procedían de Bohús. Entonces sí me sorprendí -de manera poco lógica, lo reconozco-, pues me contó que se había encontrado con él por casualidad en los lavabos, igual que yo. A él también le había hablado, igual que a mí, y todo lo demás ocurrió de la misma forma. La única diferencia había sido que él sí había podido hablar con él, y habían descubierto que eran compatriotas, con lo cual Bohús se alegró muchísimo; eso era natural, opinaba, y yo también tuve que reconocerlo. Todo eso, desde un punto de vista lógico, parecía comprensible, claro y admisible, y estaba totalmente de acuerdo, con la excepción de su última frase: «Me tendrás que perdonar por haberte quitado a tu amigo», de lo que deduje que en adelante le correspondería a él, y no a mí, lo que hasta entonces había sido para mí, y yo tendría que mirarlo comer, como él me había mirado a mí. Me sorprendí bastante cuando un minuto después entró Bohús y se paró junto a mi cama. Desde entonces, sus visitas siempre eran para los dos. Traía una ración para cada uno, o una para los dos, según pudiera, me imagino, pero en este último caso nunca se olvidaba de advertirnos con un gesto de la mano que lo repartiésemos como hermanos. Siempre venía con prisa, no tenía tiempo que perder; su cara reflejaba estar ocupado, incluso preocupado a veces, y en otras ocasiones furioso, casi rabioso -como alguien que tiene una doble preocupación que afrontar, un peso doble que llevar sobre los hombros, y no puede hacer otra cosa que llevarlo, ya que le ha caído encima-. Lo único que pude pensar era que él también encontraba cierto placer en el asunto, lo necesitaba, era su método, por decirlo de alguna manera; no podía encontrar otra razón diferente, si teníamos en cuenta los problemas que planteaba la adquisición, el precio y la gran demanda de productos tan difíciles de encontrar: lo mirase como lo mirase no podía haber otra razón. Entonces comprendí más o menos a esos hombres porque con toda mi experiencia acumulada no podía tener dudas. Yo conocía bien aquel método: en última instancia era el mismo recurso de la terquedad, aunque en una forma más compleja y difícil, la más eficaz de todas las que yo había conocido, y para mí, por supuesto, era en aquel momento la forma más útil de la terquedad.

Puedo decir que con el tiempo uno se acostumbra hasta a los milagros. Empecé a bajar a la consulta -si el médico me lo ordenaba por la mañana- con mis propios pies, descalzos, echándome la manta por encima de los hombros. El aire fresco descubría, entre tantos olores conocidos, un goce nuevo: era la primavera que llegaba. Un día, al regresar, me fijé en que desde el barracón gris contiguo al nuestro, aunque al otro lado de la valla, unos hombres con uniforme de preso sacaban un carro grande, con neumáticos, que parecía un carruaje de los que se enganchan a los tractores. De la carga del carro asomaban algunas extremidades amarillas y secas, congeladas. Me envolví mejor en mi manta para no resfriarme y traté de llegar lo más pronto posible a la habitación, donde después de limpiarme un poco los pies me acosté otra vez en mi cama, cómodamente.