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Veía, sí veía muy bien que no me comprendían, que mis palabras no les gustaban en absoluto y que algunas hasta los hacían enfadar. Veía que el señor Steiner trataba de interrumpirme, que casi se ponía de pie, veía que el señor Fleischmann no lo dejaba, y también le oí decir: «Déjalo… ¿No ves que sólo quiere hablar? Déjalo hablar…», y yo hablaba aunque en balde y de una manera un tanto caótica. Incluso así les dije lo que quería: que nunca empezamos una nueva vida sino que seguimos viviendo la misma de siempre. Yo había dado unos pasos y no otros, y puedo decir que dentro de mi propio destino siempre había actuado con honradez. La única mancha, el único pequeño fallo, el único detalle fortuito que podían echarme en cara era el estar allí, conversando con ellos, pero de eso no tenía que asumir yo la responsabilidad. ¿O tal vez querían que esa honradez y todos esos pasos que yo había dado perdieran su sentido? ¿A qué se debía ese cambio radical, por qué se ponían en mi contra, por qué no querían reconocer que si el destino existía entonces no podía existir la libertad, y al revés? -continuaba yo, cada vez más sorprendido, cada vez más metido en el tema-. Si existe la libertad entonces no puede existir el destino, por lo tanto, nosotros mismos somos nuestro propio destino -de repente reparé en ello con una claridad como nunca había tenido antes-. Sentí pena por estar sólo con ellos dos, por no tener un contrincante de mayor calibre. Pero allí estaban sólo ellos en ese momento, y los dos habían estado siempre, también cuando despedimos a mi padre. Ellos también habían dado sus pasos; ellos también lo habían sabido todo de antemano, ellos también habían despedido a mi padre como si fuéramos a enterrarlo, e incluso más tarde sólo habían discutido por asuntos triviales, como si era más conveniente coger el tren de cercanías o el autobús para ir a Auschwitz… En ese momento no sólo el señor Steiner sino también el señor Fleischmann se puso de pie. Este último trató de contenerse pero no pudo. «¿Cómo? -me gritaba con la cara roja como un tomate, golpeándose el pecho-. Ahora resulta que vamos a ser nosotros los culpables, nosotros que en realidad somos las víctimas…» Yo traté de explicarle que no se trataba de culpas, que sólo había que reconocer las cosas, simplemente, humildemente, razonablemente, por una cuestión de honor. Que no se podía, que trataran de comprender que no se podía quitarme todo eso, no podía ser que yo no fuera ni el ganador ni el perdedor, no podía ser que no tuviera razón en nada, que me hubiera equivocado en todo, no podía ser que nada tuviese razones ni consecuencias, simplemente que trataran de comprender, ya casi les estaba rogando, que no podía tragarme la píldora amarga de que yo hubiese sido sólo, simple y puramente un inocente. Pero vi que no querían comprender de ninguna manera, así que cogí mi bolso y mi gorro, dije unas cuantas palabras confusas más, hice un gesto y me fui, simplemente me fui, sin terminar la frase que estaba pronunciando. Abajo me recibió la calle. Para ir a casa de mi madre tenía que coger el tranvía pero me acordé de que no tenía dinero y decidí ir andando. Para recuperar mis fuerzas me detuve un momento en la plaza, al lado del banco en el que había estado sentado antes. Por delante, por donde tendría que encaminarme, por donde la calle parecía alargarse y ensancharse, perderse en lo infinito, encima de los montes azules y verdes, el cielo era de color púrpura y las nubes violetas. Alrededor las cosas también parecían haber cambiado: el tráfico había disminuido, la gente iba menos deprisa, hablaban en un tono más bajo y sus miradas eran más dulces. Era aquella hora tan típica -la reconocí de inmediato, allí mismo-, mi hora preferida en el campo, y experimenté una sensación fuerte, dolorosa e inúticlass="underline" la nostalgia. De repente todo recobró vida otra vez, todo estaba allí, en mi interior, todo hasta los mínimos detalles, todos los recuerdos, absolutamente todo. Sí: desde cierto punto de vista, allá la vida había sido más simple, más inequívoca. Me acordé de todo y de todos, repasando hasta a los que no me habían interesado para nada, y también a los que ya sólo existían en mis recuerdos, a todos: a Bandi Citrom, a Pietka, a Bohús, al médico y a todos los demás. Por primera vez pensé en ellos con un ligero sentimiento de reproche, de resentimiento pero también de amor.

Bueno, tampoco había que exagerar, puesto que justamente allí residía el meollo de la cuestión: allí estaba yo, aceptando cualquier argumento con tal de poder seguir viviendo. Miré alrededor en aquella plaza pacífica, ya crepuscular, por las calles atormentadas pero llenas de promesas, y sentí cómo crecían y se juntaban en mí las ganas de continuar con mi vida, aunque pareciera imposible. Mi madre me estaría esperando y seguramente se pondría muy contenta de verme, la pobre. Me acordé de que ella quería que yo fuera arquitecto, médico o algo así. Seguramente así sería, como ella deseara, puesto que no podía haber ninguna cosa insensata que no pudiéramos vivir de manera natural, y en mi camino, ya lo sabía, me estaría esperando, como una inevitable trampa, la felicidad. Incluso allá, al lado de las chimeneas había habido, entre las torturas, en los intervalos de las torturas algo que se parecía a la felicidad. Todos me preguntaban por las calamidades, por los «horrores», cuando para mí ésa había sido la experiencia que más recordaba. Claro, de eso, de la felicidad en los campos de concentración debería hablarles la próxima vez que me pregunten. Si me preguntan. Y si todavía me acuerdo.

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