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Cuando se marcharon, todo se ahogó en el ruido de los cubiertos, de las conversaciones y en el humo de la comida y de los cigarrillos. A mí me llegaban sólo fragmentos de imágenes entrecortadas e inconexas de una cara o un gesto que se desprendían del espeso humo alrededor. Veía la cara huesuda, amarillenta y temblorosa de la madre de mi madrastra, cuando iba sirviendo la comida en los platos; luego las dos manos del tío Lajos que rechazaban la carne porque era de cerdo y, por lo tanto, prohibida por la religión; los mofletes regordetes, la mandíbula movediza y los ojos húmedos de la hermana de mi madrastra. De repente, vi con claridad la cabeza calva y rosada del tío Vili bajo la luz de la lámpara y escuché hilachas de sus aseveraciones; recuerdo también las palabras del tío Lajos, pronunciadas en medio de un silencio profundo y solemne, con las cuales pedía que Dios nos ayudase, para que «podamos, lo más pronto posible, reunirnos otra vez alrededor de esta mesa, todos juntos, en paz, salud y amor».

Apenas veía a mi padre, y en cuanto a mi madrastra, sólo me enteré de que todos estaban pendientes de ella, incluso más que de mi padre, y de que le dolía la cabeza. Alguien le preguntó si quería una aspirina o una compresa de agua fría pero ella no quiso nada.

A ratos, me llamaba la atención mi abuela, que siempre estaba alborotando: había que llevarla una y otra vez al sofá. Me acuerdo de sus ojos cegatos que parecían insectos segregando líquidos detrás de los cristales de sus gafas, empapados por el vaho. En un momento dado, todos nos levantamos de la mesa y entonces empezaron las despedidas definitivas. Mis abuelos fueron los primeros en marcharse, antes que la familia de mi madrastra. Quizás el recuerdo más memorable de toda aquella velada fue ver a mi abuelo que por primera vez llamaba la atención de todos: levantó su minúscula cabeza de pájaro y, de manera incontrolada, la apoyó sobre el pecho de mi padre. Su cuerpo, encogido, se estremeció. Luego, se abrió paso para salir, casi arrastrando a mi abuela del brazo. Algunos de los invitados me abrazaron; sentí la huella húmeda de sus labios en mi cara. Finalmente, se hizo el silencio; se habían ido todos.

Entonces, yo también me despedí de mi padre o, mejor dicho, él de mí. No lo sé muy bien, no recuerdo las circunstancias: mi padre probablemente había salido a acompañar a los invitados porque durante un tiempo permanecí solo al lado de la mesa, cubierta con los restos de la cena, y sólo me sobresalté cuando él regresó, solo. Quería despedirse de mí. «Mañana al alba ya no habrá tiempo para despedidas», dijo. Me repitió más o menos las mismas palabras que el tío Lajos sobre mi responsabilidad digna de una persona adulta, sólo que fue más breve. No mencionó a Dios y sus palabras reflejaron menos emoción. También me habló de mi madre; me dijo que seguramente intentaría atraerme con promesas para que fuera a vivir con ella. Se notaba que eso le preocupaba. Los dos habían peleado durante mucho tiempo por mi custodia, y al final la decisión del juez resultó favorable a mi padre: comprendía que él no quería perder sus derechos sobre mí, sólo por su situación de desventaja. Sin embargo, no alegaba la decisión judicial sino mi actitud respecto al trato diferente de mi madrastra, que había creado para mí «un verdadero hogar», mientras que mi madre me había «abandonado». Empecé a prestar más atención, puesto que mi madre no opinaba lo mismo sobre esa cuestión. Según ella, el culpable había sido mi padre, y ella se había visto obligada a buscar otro marido, un tal señor Dini (en realidad, Dénes), quien, por cierto, también había partido la semana anterior hacia los campos de trabajo.

No pude enterarme de nada más sobre aquel asunto porque mi padre empezó a hablar otra vez de mi madrastra diciendo que tenía que agradecerle que me hubiese sacado del internado, y que mi lugar estaba «en casa, a su lado». Estuvo hablando de ella durante mucho rato, y comprendí por qué no estaba ella delante: sus palabras la hubiera cohibido. A mí, me cansaban. No sé muy bien qué le prometí a mi padre. Al instante me encontré entre sus brazos y su contacto me cogió de improviso. Lloré, no sé si por eso o por otro motivo, por el agotamiento o porque desde aquella pequeña charla que mi madrastra me había dado por la mañana me había estado preparando para ello. Cualquiera que fuera la razón estuvo bien que así sucediera, y me pareció que mi padre también se sentía aliviado. Luego me dijo que me acostara, estaba ya bastante cansado. «Bueno -pensé-, por lo menos se va con el recuerdo de un bonito día, el pobre.»

2

Han pasado dos meses desde que despedimos a mi padre; ya es verano aunque en la escuela nos dieron las vacaciones mucho antes, cuando todavía estábamos en primavera a causa de la guerra. Los aviones sobrevuelan y bombardean la ciudad a menudo. Asimismo se han proclamado nuevas leyes sobre los judíos: desde hace dos semanas yo también estoy obligado a trabajar. Me lo comunicaron en una nota oficiaclass="underline" «Se le ha asignado un puesto de trabajo permanente». El destinatario era «György Köves, joven aprendiz», por lo que me di cuenta de que las juventudes nacionalsocialistas estaban detrás del asunto. Ya me habían contado que a los hombres que no podían ser destinados a trabajos obligatorios a causa de la edad, se les adjudicaba una tarea en fábricas y otros establecimientos. Conmigo hay otros dieciocho muchachos, por las mismas razones y de mi misma edad. Trabajamos en la isla de Csepel, en la refinería de petróleo Shell. Esto me proporciona la ventaja de poder traspasar las fronteras de la capital, derecho que tenemos vedado todos los que llevamos una estrella amarilla. Ahora poseo un pase oficial con el sello del comandante de la fábrica militar, que indica: «Autorizado a traspasar la frontera de la aduana de Csepel».

En cuanto al trabajo, no puedo decir que sea difícil y con la compañía de los muchachos incluso es divertido; se podría decir que somos auxiliares de albañiclass="underline" tenemos que reparar los daños causados por un ataque aéreo que destrozó parte de la refinería. El capataz que nos dirige es muy justo con nosotros; al final de la semana nos entrega nuestro salario, como a los obreros regulares. Mi madrastra se alegró mucho con el pase, pues estaba muy preocupada. Cada vez que me dirigía hacia algún lugar se preguntaba cómo podría acreditar mi identidad en caso de ser necesario. Ahora ya no tiene por qué inquietarse puesto que el pase da fe de que desempeño un papel importante en la producción. Toda la familia opina lo mismo, excepto su hermana, quien se lamentó de que tuviera que realizar un trabajo físico. Con los ojos casi en lágrimas me preguntó si para eso había estudiado tanto en el colegio. Le contesté que pensaba que aquel trabajo era saludable.

El tío Vili me dio la razón y el tío Lajos dijo que teníamos que aceptar todo lo que Dios nos impusiese, con lo cual ella terminó por callarse. El tío Lajos me llamó aparte para decirme, en tono grave, que no debía olvidar que en mi trabajo yo no estaba solo sino que representaba a «toda la comunidad judía» y que mi comportamiento debía ser intachable, puesto que no sólo me juzgarían a mí sino a todos los judíos. Por supuesto, no se me había ocurrido planteármelo así, pero reconocí que podía tener razón.

Mi padre nos envía regularmente cartas desde el campo de trabajo. Gracias a Dios no tiene problemas de salud, lo soporta bien y el trato que recibe es, como dice, «humano». La familia está contenta del contenido de sus cartas. El tío Lajos opina que Dios no lo ha abandonado y que no lo hará si rezamos a diario, puesto que Él es nuestro Señor. El tío Vili asegura que tendremos que aguantar «un corto período transitorio», puesto que el desembarco de las tropas de los aliados «ha sellado definitivamente el destino de los alemanes».