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Apenas me acuerdo de las otras caras, de los otros acontecimientos. Según pasaba el tiempo, mis observaciones también se hacían menos agudas. Sin embargo, puedo afirmar que a nosotros, los muchachos, el policía nos seguía tratando con mucha simpatía. Con los adultos lo era menos, según pude apreciar. Por la tarde él también parecía ya agotado, como todos. Se pasaba el tiempo tomando el fresco con nosotros o encerrado en su despacho, sin hacer caso de los autobuses que iban pasando. A veces, oía que trataba de arreglar algo por teléfono y nos informaba del resultado. «No hay nada todavía», decía, con una expresión de desánimo. Recuerdo que poco después del mediodía llegó un compañero suyo, otro policía, quien aparcó su bicicleta junto al muro. Ambos se encerraron en el despacho durante un rato. Después salieron y se despidieron, estrechando sus manos durante unos segundos. No dijeron nada pero meneaban la cabeza y se miraban como lo hacían los comerciantes; yo los había observado en la oficina de mi padre, cuando hablaban de los tiempos difíciles y lo mal que marchaban los negocios. Comprendí enseguida que eso no era probable en el caso de los dos policías; sin embargo, su expresión me evocaba esos recuerdos: la misma desgana y la misma preocupación, la misma resignación frente a un destino irremediable. Luego, me venció el cansancio; sólo recuerdo que empecé a aburrirme y que tenía calor y sueño.

En resumidas cuentas, las nuevas órdenes llegaron alrededor de las cuatro. De acuerdo con ellas, teníamos que presentarnos ante la «autoridad suprema» para que revisaran nuestros documentos. Seguramente le habían informado por teléfono, puesto que desde su despacho habíamos oído sonidos y voces que delataban cierta prisa y algunos cambios. El aparato había sonado en repetidas ocasiones, y él también había telefoneado varias veces. Nos dijo que no le habían comunicado nada en concreto, pero que él pensaba que se trataría de alguna formalidad, dado que nuestra situación era, desde el punto de vista legal, tan clara y evidente.

Nos encaminamos hacia la ciudad en filas de tres, desde varios puntos a la vez, según comprobé más tarde. Al cruzar el puente, nos encontramos con otros grupos, más o menos numerosos, de personas, todas ellas con estrellas amarillas y acompañadas por uno, dos o incluso tres policías. Entre los acompañantes de uno de los grupos reconocí al policía de la bicicleta. Los policías hacían siempre el mismo saludo breve y oficial, como si hubiesen estado esperando los encuentros. Entonces comprendí el sentido de las llamadas telefónicas previas que habían mantenido ocupado a nuestro policía: seguramente habían estado calculando y ajustando los tiempos oportunos. Al final, descubrí que caminaba en medio de una multitud considerable, rodeada a cierta distancia por los policías.

Así marchamos por la carretera, durante bastante tiempo. Era una bonita y clara tarde de verano; las calles estaban como a esa hora solían estarlo, repletas de colorido y gente, aunque yo lo veía todo un poco borroso. Como íbamos por caminos y calles que no conocía bien me desorienté. Me llamaba la atención la multitud, las calles, el tráfico y, sobre todo, la dificultad para avanzar en filas cerradas, con lo que terminé cansándome muy pronto.

De todo aquel largo camino sólo recuerdo la curiosidad furtiva, poco decidida, casi vergonzosa que nuestro desfile provocaba en el público apostado en las aceras. Aquello me divirtió al principio, pero después perdí todo interés en seguir observándolos.

Avanzábamos por una concurrida avenida, en un barrio periférico en medio del fuerte ruido producido por el excesivo tráfico; sin saber cómo, de repente nos encontramos ante un tranvía. Nos vimos obligados a detenernos, para esperar que pasara, y entonces me fijé en el movimiento rápido de una prenda amarilla, más adelante, entre las nubes de polvo, el ruido y el gas de escape de los vehículos; era el Viajero. Un salto largo fue suficiente para que desapareciera entre el ir y venir de la gente y de los coches. Me quedé perplejo porque esa actitud no encajaba con su comportamiento anterior. Sentí también una sorpresa casi alegre por la sencillez de un acto: un par de hombres decididos lo siguieron sin titubear, entre la multitud. Miré alrededor, como si se tratara de un juego, ya que no veía razón alguna para escapar aunque hubiera tenido la ocasión de hacerlo. De todos modos, el sentimiento del honor resultó ser más fuerte y, cuando los policías establecieron el orden en nuestras filas, éstas se cerraron otra vez alrededor.

Seguimos andando. Entonces todo ocurrió con gran rapidez, de una manera inesperada y un tanto sorprendente. Tras doblar una esquina, tuve la sensación de que estábamos llegando a nuestro destino, porque el camino continuaba entre las dos hojas de un enorme portón abierto. Advertí que, en lugar de policías, nos acompañaban ahora otros hombres uniformados que parecían militares. Llevaban una pluma en la visera del gorro. Eran policías militares. Nos condujeron por laberintos de caminos, entre edificios grises, más y más adentro, hasta que llegamos a una enorme plaza con guijarros blancos, que parecía el patio de un cuartel.

Entonces apareció un hombre alto de aspecto imponente que se dirigió hacia nosotros desde un edificio contiguo. Llevaba botas altas y un uniforme ceñido, con estrellas doradas y un cinto de cuero que le cruzaba el pecho en diagonal. En una mano llevaba una pequeña fusta como las que se utilizan para montar a caballo, con la que golpeaba continuamente sus botas brillantes de charol. Un minuto más tarde, mientras esperábamos, inmóviles y formados en filas, comprobé que era un hombre bastante guapo, fuerte y atlético. Me recordó a los héroes de las películas: atractivo, con rasgos viriles y un fino bigote castaño, cortado impecablemente a la moda, que lucía de maravilla en medio de su rostro bronceado.

Cuando llegó a nuestra altura, el grito de «firmes» de los guardias nos paralizó a todos. De lo demás, sólo conservo dos fugaces impresiones. En primer lugar, la voz del hombre del látigo, que me sorprendió porque contrastaba con su cuidado aspecto, quizá fue por eso que no pude retener mucho de lo que decía. Comprendí, sin embargo, que esperaría hasta el día siguiente para proceder a «examinar» nuestros casos, según nos dijo. Luego se dirigió a los guardias y les ordenó, con una vozarrona que llenó todo el patio, que hasta entonces se llevaran a «toda esa banda de judíos» al sitio más apropiado para ellos, o sea los establos, y que nos encerraran allí durante la noche. Mi segunda impresión resultó del caos producido por los agudos gritos de los guardias, repentinamente espabilados, que trataban de sacarnos de allí. No sabía por dónde ir y sólo recuerdo que me entraron ganas de reír, por una parte debido a la situación inesperada, confusa y a la sensación de estar participando en una obra de teatro sin sentido, en la cual mi papel me era en parte desconocido y, por otra, por la breve visión que tuve de la cara de mi madrastra cuando se diera cuenta de que yo no llegaría a la hora de la cena.

4

En el tren, lo que más escaseaba era el agua. La comida parecía suficiente para varios días, pero no teníamos nada para beber, y eso era muy desagradable. Los otros viajeros nos decían que se trataba de la primera sed, que pasaría pronto, incluso, que la olvidaríamos. Hasta que volviera a aparecer. Es posible aguantar seis o siete días sin agua, afirmaban los expertos, los que teniendo en cuenta el tiempo caluroso, siempre que se esté sano, que no se sude mucho y que no se coma carne ni especias. Por el momento, así nos animaban, todavía nos quedaba tiempo: todo dependía de cuánto durase el viaje, añadían.

La verdad es que esa cuestión me preocupaba. En la fábrica de ladrillos no nos habían dicho nada al respecto, sólo nos comunicaron que los que así lo desearan podían ir a trabajar, nada más y nada menos que a Alemania. La idea me pareció atractiva, a mí y a muchos de mis compañeros de fábrica. De todas formas, los hombres de un comité judío que llevaban sus cintas distintivas en el brazo, nos dijeron que, antes o después, de manera voluntaria u obligatoria, todos los que estábamos en la fábrica de ladrillos seríamos trasladados a Alemania, y los que fuéramos como voluntarios tendríamos la ventaja de obtener mejores puestos. Además, sólo viajaríamos sesenta en un vagón, mientras que más tarde lo harían por lo menos ochenta, debido al número insuficiente de trenes. Después de aquellas explicaciones, no tuve dudas con respecto a mi decisión.

Existían además otros argumentos en relación con la falta de espacio en la fábrica de ladrillos y todas sus consecuencias higiénicas, y los problemas de suministro de alimentos. Yo ya lo había sufrido en carne propia. Cuando nos trasladaron desde el cuartel militar Guardia Armada (algunos hombres advirtieron que se llamaba «Cuartel Andrássy») a la fábrica de ladrillos, ésta se hallaba ya repleta de gente. Se veían hombres y mujeres, niños de todas las edades e innumerables personas mayores de ambos sexos. Por donde pisara, tropezaba con mantas, mochilas, maletas y paquetes de todo tipo, sacos y otros bultos. Naturalmente, me cansé pronto: todo eso, todos los pequeños inconvenientes, disgustos y fastidios que, al parecer, implica la vida comunitaria. También contribuyeron a mi decisión la inactividad, la estúpida sensación de espera y el aburrimiento: de los cinco días que pasamos allí, no recuerdo ninguno en especial, y apenas conservo algunos detalles. Por supuesto, era un alivio que a mi lado estuvieran los muchachos: Rozi, el Suave, el Curtidor, el Fumador, Moskovics y todos los demás. Por lo que veía, no faltaba ninguno, todos habían sido honrados como yo. No tuvimos mucho trato personal con los guardias, quienes permanecían casi siempre al otro lado de la valla, junto con algunos policías. De estos últimos se decía que eran más comprensivos que los guardias, más humanos, claro está, a cambio de algo, materializado en dinero o cualquier objeto de valor. Por lo menos era eso lo que se comentaba. Más que nada se encargaban de enviar cartas o mensajes, aunque había quien decía que también habían colaborado en algunas fugas aisladas y arriesgadas; sobre esta última cuestión habría sido muy difícil conseguir datos más fiables. Fue entonces cuando comprendí lo que el hombre con cara de foca había estado hablando con el policía. Así me enteré también de que nuestro policía había sido honrado. Este hecho explicaría la circunstancia de que en mis andanzas por el patio o esperando en la cola delante de la cocina, en aquel bullicio de caras desconocidas, reconociera alguna que otra vez al hombre con cara de foca.