Tuve que reconocer que sus argumentos me parecían claros, aunque al final no nos dijera qué era lo que podíamos hacer para vivir como él decía; tampoco aconsejaba a los que le pedían su opinión acerca de viajar a Alemania o quedarse allí.
También estaba el hombre de la «mala suerte», que iba de un grupo a otro, mirando a todas partes con sus ojos enrojecidos e inquietos. Tras pedir disculpas por molestar, preguntaba a todos los que pasaban a su lado, con una expresión tensa e indagadora, chasqueando los dedos y frotándose las manos, si tenían intención de viajar, y las razones de su decisión, y si pensaban que era la mejor opción.
En un momento dado también llegó para alistarse otro conocido del edificio de la aduana: el Experto. Ya lo había visto en otras ocasiones en la fábrica de ladrillos. Su ropa estaba arrugada, su corbata había desaparecido y su cara estaba cubierta con una barba gris de varios días, pero aún conservaba todos los rasgos de su aspecto distinguido. Su llegada llamó la atención hasta el punto de que enseguida estuvo rodeado de gente curiosa y excitada y apenas pudo responder a la cantidad de preguntas que le formularon. Como pronto me enteré, había tenido ocasión de hablar con uno de los oficiales alemanes. El hecho había sucedido cerca de las oficinas del mando del cuartel y de las autoridades investigadoras, donde efectivamente se habían visto en los últimos días algunos oficiales con uniforme alemán que pasaban a toda prisa. Según el Experto, él ya había intentado antes hablar con los guardias. Su intención había sido ponerse en contacto con la empresa donde trabajaba. Los guardias le habían negado ese derecho fundamental, «a pesar de tratarse de una empresa de carácter militar, donde la gestión de la producción no podía llevarse a cabo sin él». Así lo había reconocido también la autoridad, a pesar de que lo «habían despojado» de los documentos que daban fe de ello y de todas sus demás pertenencias. Así me fui enterando de todo poco a poco, según él iba respondiendo a nuestras preguntas deshilvanadas. Parecía profundamente indignado, aunque nos aseguró que no tenía intención de entrar en detalles. Por la misma razón había pedido hablar con aquel oficial alemán que se disponía a marcharse y que, casualmente, se encontraba cerca de él en aquel momento. «Me planté delante de él», nos dijo. Varias personas que habían sido testigos nos describieron su atrevimiento. Él se limitó a encogerse de hombros, añadiendo que sin atrevimiento no se llega a ningún lado y que él sólo pretendía hablar con alguien competente. «Soy ingeniero y hablo perfectamente alemán», continuó. Así se lo había dicho al oficial alemán, a quien le informó cómo le «habían impedido, de hecho y derecho, trabajar» y todo, según sus palabras, «sin ninguna razón ni fundamento jurídico, aun considerando las disposiciones vigentes». «¿Quién se beneficia de esto?», le había preguntado al oficial alemán. Le había dicho, como ahora nos estaba diciendo a nosotros: «No quiero ningún favor ni ningún trato especial. Sólo quiero que sepan quién soy y qué es lo que sé hacer, y quiero que sepan que estoy deseando trabajar según mis capacidades, eso es todo». El oficial le aconsejó que se inscribiese en la lista con los demás. No le había hecho ninguna promesa, pero le había asegurado que Alemania en esos momentos necesitaba a todo el mundo y en especial a gente preparada. Esa «objetividad» del oficial demostraba, según sus palabras, una «actitud correcta y realista». También mencionó los «buenos modales» del oficial, en contraste con la «brutalidad» de los guardias; los describió como «razonables, mesurados, intachables en todos los sentidos». En respuesta a otra pregunta reconoció, sin embargo, que no tenía ninguna garantía de nada, sólo sus impresiones sobre el oficial, pero eso era todo lo que podía decir de momento y pensaba que no se equivocaba. «En todo caso -añadió-, creo conocer bien a las personas»; a mí me pareció que tenía toda la razón.
En el momento en que abandonó el lugar donde estábamos, vi al hombre desafortunado, que se separaba de un grupo de personas, dando brincos como si fuera una marioneta, para correr detrás del Experto o, mejor dicho, delante de él. Me pareció nervioso, pero al mismo tiempo muy decidido, y pensé que ahora sí se atrevería a hablarle. Sin embargo, iba tan deprisa que tropezó con un hombre alto y corpulento del comité que llegaba con un lápiz y una lista en la mano. Entonces, se detuvo, lo examinó de arriba abajo y se inclinó para preguntarle algo; no sé qué pasó después, porque Rozi me llamó: nos iba a tocar el turno.
Después sólo recuerdo que nos fuimos con los muchachos hacia nuestro lugar para dormir. Aquella última noche fue especialmente pacífica y tibia, con el sol rojo que se ponía detrás de las colinas. Del otro lado, hacia el río, divisé por encima de la valla de madera los vagones verdes de un tren que pasaba. Me sentía cansado y -lógicamente- algo nervioso por el alistamiento. Los muchachos parecían contentos. Llegó entonces el hombre desafortunado y nos dijo, con expresión solemne, aunque algo perpleja, que él también estaba ya en la lista. Aprobamos su decisión, y eso le agradó visiblemente, después dejé de prestarle atención.
En aquella parte posterior de la fábrica de ladrillos se estaba tranquilo. Aunque la gente también se juntaba en pequeños grupos para intercambiar opiniones, otros se estaban preparando para cenar y acostarse, algunos recogían sus pertenencias o permanecían callados, escuchando el silencio del anochecer. Pasamos delante de un matrimonio, a quienes yo conocía de vista. La mujer era menuda y frágil, de rasgos finos, y el hombre delgado y con gafas; le faltaban algunos dientes, la frente le sudaba y siempre parecía muy atareado. Ahora también estaba ocupado: acurrucado en el suelo, ayudado por su mujer, recogía todas sus pertenencias y las ataba con una correa de cuero, juntándolo todo, absorbido en esa tarea. El hombre desafortunado se paró a su lado; parecía conocerlo, puesto que le preguntó casi enseguida si ellos también habían decidido partir. El hombre levantó la vista y lo miró a través de sus gafas, sudando, parpadeando, con la mirada cegada por los últimos rayos de sol, y le respondió con un tono de perplejidad en la voz: «Hay que partir, ¿no es así?…». Me pareció una observación sencilla pero, al fin y al cabo, acertada.
Al día siguiente partimos temprano. El tren salía de un andén cercano, casi junto a la fábrica. Era un tren de carga, del mismo color que los ladrillos, con el techo y las puertas cerradas. Dentro del vagón éramos sesenta, con todo nuestro equipaje más el de los miembros del comité: montones de pan y gran variedad de latas de conservas, sobre todo carne; un verdadero tesoro en aquellas circunstancias, tuve que admitir. Desde que nos alistamos, nos trataron con atención, distinción, casi con respeto, y aquel trato también me pareció un signo de recompensa, al menos para mí. También estaban los guardias, con sus fusiles, su mala leche, sus uniformes abotonados hasta arriba y su actitud, como si estuvieran cuidando una mercancía apetecible pero que no podían tocar, seguramente porque habían recibido la orden de la autoridad pertinente, es decir, de los alemanes. Luego, cerraron la puerta detrás de nosotros y oímos martillazos, señales, silbidos y pitidos; unas cuantas sacudidas y nos pusimos en marcha. Al subir, los muchachos nos habíamos instalado en los mejores sitios, en la parte delantera del vagón, debajo de las dos ventanas pequeñas y altas, aseguradas con alambres de púas. En el vagón, surgió pronto el problema del agua y de la duración del viaje.
Por otro lado, no podría decir muchas más cosas sobre el viaje en sí. Al igual que en el edificio de la aduana y en la fábrica de ladrillos, en el tren había que pasar el tiempo de alguna manera. Allí resultaba más difícil, debido, naturalmente, a las circunstancias. No obstante, al ser conscientes del destino de aquel viaje, y de que todos los movimientos lentos y sistemáticamente interrumpidos del tren nos acercaban a ese fin, nos ayudó a sobrellevar las dificultades. Ninguno de nosotros perdió la paciencia. Rozi también nos animaba, diciendo que el viaje sólo iba a durar hasta que llegáramos. Al Suave le tomaban constantemente el pelo a causa de una chica que -según los muchachos- estaba allí con sus padres y que él había conocido en la fábrica de ladrillos: el Suave desaparecía a ratos en el interior del vagón, para ir a verla, y los muchachos no dejaban de hablar de ellos dos. Allí estaba el Fumador, quien todavía podía encontrar en sus bolsillos unos restos sospechosos de tabaco, un pedazo de papel de fumar y un par de cerillas que encendía para acercárselas a su boca con la voracidad de las aves rapaces, incluso durante la noche. Moskovics (chorros de sudor ennegrecido por el hollín le recorrían la frente, los ojos, las gafas, la nariz chata y la boca gruesa: todos chorreábamos un sudor negro, incluido yo, lógicamente) y algunos otros seguían animándonos con palabras alegres incluso hasta el tercer día. El Curtidor también seguía contando chistes aunque cada vez con menos ímpetu. No me imagino cómo, pero algunos de los adultos sabían que nuestro destino era una localidad llamada Waldsee; cuando sentía sed o calor, la promesa que contenía ese nombre me aliviaba inmediatamente.
A los que se quejaban por la falta de espacio, se les recordaba que en los trenes siguientes los vagones irían cargados con ochenta personas. En el fondo, y pensándolo bien, yo había estado en lugares todavía más pequeños: en las cuadras del cuartel de la Guardia Armada, por ejemplo, donde el único remedio para la falta de espacio había sido sentarnos todos en el suelo, acurrucados. En el tren estábamos más cómodos. También nos podíamos poner de pie e incluso dar unos pasos en dirección del cubo que se encontraba en la parte posterior del vagón. Al principio, decidimos utilizarlo lo menos posible y sólo para orinar. Sin embargo, según iba pasando el tiempo, muchos nos vimos obligados a reconocer que las leyes de la naturaleza eran más potentes que nuestras promesas y a obrar en consecuencia, tanto los muchachos como los hombres y las mujeres.