Los guardias armados tampoco nos causaron grandes molestias aunque yo me asusté un poco cuando uno de ellos apareció de repente, justo encima de mi cabeza, por la ventana de la izquierda, iluminándonos con su linterna en el curso de la primera noche, mientras estábamos detenidos; de todos modos, pronto supimos que tenía buenas intenciones. «¡Escuchadme! Habéis llegado a la frontera húngara», nos advirtió. Quería hacernos una interpelación a todos, una petición por así decirlo. Deseaba que le entregásemos los objetos de valor: dinero o lo que fuera. «A donde os dirigís, no necesitaréis ninguno de vuestros objetos de valor. Además, lo que llevéis os lo quitarán los alemanes -nos aseguró-. Entonces -continuó diciéndonos desde lo alto de la ventana-, ¿no es mejor que se quede en manos húngaras?» Después de una corta pausa que me pareció solemne, añadió con una voz cálida, casi íntima que parecía olvidarlo todo y perdonarlo todo: «Al fin y al cabo, vosotros también sois húngaros…». Tras unos momentos de titubeo e inseguridad, desde el interior del vagón le respondió una voz profunda de hombre, que reconoció el valor de sus argumentos y sugirió que, a cambio, el guardia nos daría agua, a lo que él se mostró dispuesto, como dijo «a pesar de la prohibición». Sin embargo, no llegaron a un acuerdo, puesto que la voz insistía en recibir el agua primero y el guardia los objetos de valor, y ninguno de los dos parecía dispuesto a ceder. Al final, el guardia se enfadó: «Judíos asquerosos, pretendéis hacer negocios hasta con lo más sagrado». Con una voz ahogada por la indignación y el odio se marchó, deseándonos que «nos muriéramos de sed». Y eso ocurrió, efectivamente, más tarde, por lo menos así lo dijeron algunos en nuestro vagón. De hecho, yo también oí aquella voz proveniente del vagón de atrás, a partir de la tarde del segundo día, más o menos: no era nada agradable. La vieja -así la llamaban algunos en nuestro vagón- estaba enferma y probablemente se había vuelto loca por la sed. La explicación parecía lógica. Tuve que reconocer que tenían razón los que al principio del viaje habían señalado que era una suerte que en nuestro vagón no hubiese niños pequeños, ni personas mayores, ni enfermos. La tercera mañana, la vieja se calló. Decían que había muerto de sed. Bueno, la verdad es que sabíamos que era vieja y que estaba enferma, y todos, incluido yo, consideramos que al fin y al cabo era comprensible que se muriera.
Puedo asegurar que la espera no conduce a la alegría. Por lo menos ésa fue mi experiencia cuando por fin llegamos a nuestro destino. Es posible también que estuviera cansado, y el ansia por llegar me hiciese olvidar la idea: más bien me quedé apático. Recuerdo que me desperté sobresaltado, probablemente por el sonido agudo de las sirenas que aullaban fuera: la luz débil que entraba por la ventana anunciaba el alba del cuarto día. Me dolía un poco la parte inferior de la columna, a causa de las horas que llevaba en el suelo del vagón. El tren se había detenido, como otras muchas veces, siempre que sonaban las alarmas de combate aéreo. Todos nos agolpábamos detrás de las ventanas como siempre en esos casos, intentando ver algo. Al cabo de un rato, conseguí acercarme a una ventana. No vi nada. El alba era fresca y perfumada, los extensos campos estaban cubiertos por una niebla gris. De repente percibí por detrás de mí, de una manera inesperada, pero aguda y bien definida, como si sonara una trompeta, un fino rayo rojo; comprendí que era el sol que se levantaba. Aquél me pareció un momento magnífico: en casa a estas horas todavía estaría durmiendo. También vi, a mi izquierda; un edificio que anunciaba una estación, pequeña o grande, todavía no podía saberlo, pero una estación ferroviaria. Resultó ser un edificio minúsculo, gris y totalmente desierto, con pequeñas ventanas que estaban cerradas, y aquel techo ridículamente escarpado que había visto el día anterior por aquellos parajes. En la niebla matinal, el edificio iba cobrando una forma cada vez más definida delante de mis ojos, su color se iba transformando de gris a violeta, y las ventanas se iluminaron de repente con los primeros rayos de la luz roja del sol. Otros también vieron el edificio, y yo se lo conté a los que estaban alrededor. Me preguntaron si veía el nombre de alguna localidad. Y sí, lo vi: eran dos palabras que a la luz del sol se distinguían perfectamente; el cartel colgaba del lado más estrecho del edificio, debajo del techo, justo enfrente de nuestro vagón: «Auschwitz-Birkenau», eso leí, estaba escrito con las típicas letras alemanas, altas y onduladas. Traté en vano de acordarme de mis estudios de geografía, los demás tampoco tenían idea de dónde estábamos. Me senté, pues tenía que ceder el puesto a otro y, como todavía era temprano y tenía sueño, pronto me volví a dormir.
Más tarde, me despertaron los movimientos y el alboroto de los demás. Fuera, el sol brillaba ya con toda su fuerza y el tren avanzaba. Les pregunté a los muchachos dónde estábamos y me respondieron que en el mismo sitio, que el tren se acababa de poner en marcha: me habría despertado por eso. Delante de nosotros se veían fábricas, junto a otros edificios. Un minuto después, los que estaban al lado de las ventanas nos comunicaron que estábamos pasando por debajo de un arco o portón, lo cual era evidente por el cambio de luz. Al cabo de otro minuto, el tren se detuvo, y entonces nos dijeron, muy excitados, que ahora podía verse una estación con soldados y con más gente. Muchos empezaron a recoger inmediatamente sus cosas, a abrocharse las camisas; las mujeres a peinarse, asearse como podían, ponerse guapas. Desde fuera, se oían golpes, puertas que se abrían, ruidos de la gente que bajaba de los vagones; tuve que reconocerlo porque no había la menor duda: habíamos llegado a nuestro destino. Estaba contento, por supuesto que sí, pero sentía que mi alegría habría sido distinta si hubiéramos llegado la víspera o el día anterior. Luego, se oyó un golpe seco de algún instrumento que se accionaba en la puerta de nuestro vagón y alguien o más bien algunos descorrieron la enorme y pesada puerta.
Primero oí unas voces, en alemán u otro idioma similar; parecía que todos hablaran a la vez. Por lo que entendí querían que bajáramos. Sin embargo, eran ellos los que subían o eso me parecía, porque no había forma de ver nada. Se corrió la voz de que teníamos que dejar todas nuestras pertenencias. Más tarde, como nos explicaron, nos las devolverían, pero desinfectadas y sólo después de la ducha que nos esperaba. «Ya era hora», pensé.
Entonces, en medio de aquella masa humana, vi por primera vez a los hombres que se encontraban allí. Me sorprendió mucho, puesto que era la primera vez en mi vida que veía yo, por lo menos desde tan cerca, unos presos de verdad, con el típico uniforme a rayas de los delincuentes, el gorrito redondo y la cabeza afeitada. Mi primera reacción natural fue retroceder. Algunos de ellos respondían a las preguntas de la gente, otros examinaban el vagón y empezaban a desalojar el equipaje con la experiencia de mozos de carga profesionales y con una rapidez extraña, típica de los zorros. Todos ellos llevaban en el pecho, al lado del número típico de los presos, un triángulo amarillo; aunque no tuve dificultades para descifrar el significado de aquel color, de repente tomé conciencia de que durante el viaje casi me había olvidado de ese asunto. Sus caras tampoco inspiraban mucha confianza: orejas separadas, narices aguileñas, ojos pequeños, hundidos y pícaros. Según todos los indicios, parecían judíos. A mí todos me parecieron sospechosos o, cuanto menos, extraños. Cuando nos vieron a nosotros, a los muchachos, su excitación fue evidente. Empezaron a susurrar frases rápidas, y entonces descubrí que los judíos no sólo teníamos el idioma hebreo, como yo había creído: «Reds di jiddish, reds di jiddish?». [¿Habla usted yiddish?] preguntaban. Por nuestra parte sólo respondimos: «Nein» [No], lo que no les puso muy contentos. Entonces, lo comprendí fácilmente en alemán, querían saber cuántos años teníamos. Les dijimos: «Vierzehn, fünfzehn» [Catorce, quince], según el caso. Protestaron enseguida, gesticulando con manos y cabezas, moviendo todo el cuerpo: «Zescáin» [Dieciséis], nos susurraron por todas partes, «Zescáin». Eso me sorprendió y les pregunté: «Warum?» [¿Por qué?] «Willst di arbeiten?» [¿Quieres trabajar?], preguntó uno de ellos, clavando su mirada vacía y cansada en la mía. Le respondí: «Natürlich» [Naturalmente], para eso estaba allí. Después él me agarró del brazo con sus manos amarillentas, huesudas y duras, y me sacudió diciéndome: «Zescáin… Verstaist di?… Zescáin!…». [Dieciséis… ¿Lo entiendes?… Dieciséis.] Al ver que estaba enojado y que le daba tanta importancia a la cuestión, nos pusimos de acuerdo entre los muchachos, y entre bromas le prometí: «Bueno, pues tengo dieciséis años». Y que no hubiera entre nosotros -dijeran lo que dijeran, no tendría nada que ver con la realidad- hermanos, y menos -qué raro- gemelos o mellizos, y sobre todo: «Jeder arbeiten, nist ká mide, nist ká krenk». [Todos trabajan. No hay que cansarse, no hay que enfermarse.] Eso pude oír en los escasos dos minutos que por entre el tumulto me costó llegar desde mi sitio a la puerta, donde por fin di un salto fuera, al sol, al aire libre.