Lo primero que apareció ante mí fue un inmenso terreno llano. Por unos instantes no pude ver nada, porque tanta luminosidad y tanto brillo blanquecino del cielo y de la tierra herían mis ojos. Pero no tuve tiempo para contemplaciones; a mi alrededor todos iban y venían, no dejaban de hablar, de preguntar, de tratar de poner orden. Las mujeres -se decía- tenían que separarse de nosotros, puesto que no nos podíamos duchar todos juntos. Los viejos, los enfermos, los niños pequeños con sus madres y los que estaban agotados por el viaje irían en camiones que los estaban separando. Todo eso nos lo comunicaron otros presos que había en todas partes. Me di cuenta, sin embargo, que había también soldados alemanes, con gorros y solapas verdes, que los vigilaban y dirigían todo con gestos expresivos y decididos: su presencia llegó a tranquilizarme un poco, puesto que como iban tan bien vestidos y arreglados, eran los únicos en medio de todo aquel caos que inspiraban firmeza y tranquilidad. Oí a algunos de los adultos que se encontraban entre nosotros decir que tratáramos de colaborar, limitándonos en las preguntas y en las despedidas, para presentarnos delante de los alemanes como seres inteligentes, no como una banda de animales: yo no podía más que estar de acuerdo. Me sería difícil relatar el resto: una corriente fuerte e incontrolable de cuerpos humanos me llevaba, arrastrándome. Detrás de mí, una voz femenina gritaba algo a alguien sobre un «bolso pequeño» que se había quedado en sus manos. Por delante, una vieja trataba torpemente de avanzar, y yo oí que un muchacho bajito le decía: «Hágales caso, madre, ya verá cómo nos volveremos a ver pronto». Con una sonrisa cómplice, como de persona mayor, se dirigió a uno de los soldados que había a su lado, y le dijo: «Nicht wahr, Herr Offizier, wir werden uns bald wieder…» [¿Verdad, señor oficial, que pronto volveremos a vernos?]. Entonces, me llamó la atención un niño de cara sucia y de pelo rizado, vestido como un maniquí, que chillaba y trataba de liberarse con tirones y empujones de las manos de una mujer rubia, su madre. «¡Quiero ir con mi papá! ¡Quiero ir con mi papá!», gritaba, chillaba, aullaba, pataleando de manera ridícula con sus zapatos blancos sobre los guijarros blancos y el polvo blanco. Yo trataba de seguir los pasos de los muchachos, guiados por las indicaciones de Rozi, mientras una señora con un vestido de verano estampado trataba de abrirse camino, apartándonos a los demás, para ir hacia los camiones. Más adelante, un señor mayor, con sombrero negro y corbata también negra, daba vueltas, dejándose arrastrar y empujar delante de mí, mientras buscaba por todos lados, y gritaba: «¡Ilonka! ¡Mi Ilonka!». Un hombre alto con la cara huesuda y una mujer de pelo negro largo se abrazaban, apretándose estrechamente, y se besaban, impidiéndonos el paso a los que queríamos avanzar, hasta que la corriente arrastró a la mujer, o más bien la muchacha, separándola de su compañero, tragándosela por completo; todavía la volví a ver un par de veces, esforzándose por asomar la cabeza y hacer señas de despedida.
Todas esas imágenes y voces, todos esos acontecimientos me confundieron y me aturdieron un poco; era tanta la cantidad de gente que se unía en un solo torbellino raro y multicolor, casi disparatado que no pude observar bien las cosas, quizá más importantes. Por ejemplo, no podría afirmar con exactitud si fue nuestro esfuerzo o el de los soldados o el de los presos o el de todos juntos el que consiguió formarnos en una sola y larga fila de cinco hombres -ya sólo de hombres-, que lenta pero decididamente avanzaba paso a paso. Allá adelante, nos dijeron otra vez, nos esperaba la ducha, pero primero teníamos que pasar el examen médico. Nos explicaron, aunque era fácil adivinarlo, que se trataba de un examen de aptitud para el trabajo.
Entretanto, tuvimos unos momentos de descanso. Los muchachos merodeaban: delante, detrás, a los lados; nos hacíamos señas, nos saludábamos; estábamos todos. Hacía calor. Tuve también la ocasión de mirar alrededor, para ver dónde estábamos. La estación parecía limpia y cuidada; el suelo era de guijarros, como es habitual, y tenía unas franjas de césped con flores amarillas, un camino asfaltado, impecablemente blanco, que se perdía en el horizonte. También me di cuenta de que el camino estaba separado del inmenso terreno colindante por una fila de columnas iguales, entre las cuales se extendía una alambrada de púas. Era fácil adivinar: allí debían de estar los presos. Empezaron a intrigarme por primera vez -quizá porque por primera vez tuve tiempo para ello- y tuve curiosidad por conocer sus crímenes.
Me volvió a sorprender el tamaño de aquel llano. Sin embargo, en medio de tanta gente y de tanta luminosidad, no pude apreciar los detalles; apenas pude divisar los edificios de un piso que se extendían en la lejanía, alguna que otra construcción tipo torre de caza, torres, chimeneas. Varios compañeros señalaron hacia arriba: era un objeto alargado, inmóvil y brillante, anclado en el cielo limpio, sin nubes, pero que estaba descolorido y cubierto por vapores blancos. Era un Zeppelin. Alguien explicó que se utilizaba para detectar ataques aéreos. Me acordé del sonido de las sirenas que habíamos oído al alba. Sin embargo, los soldados alemanes no parecían ni mucho menos preocupados o asustados. Al recordar los ataques aéreos que había vivido en casa, el susto y el miedo, la tranquilidad casi despreciativa, la invulnerabilidad de los soldados, me hizo comprender por qué en casa siempre se había hablado con tanto respeto de los alemanes. Me fijé también en las dos líneas en forma de rayos que llevaban en el cuello del uniforme. Así comprobé que pertenecían a las famosas unidades SS, de las que había oído hablar largo y tendido. Ahora puedo afirmar con toda seguridad que entonces no los encontré peligrosos: iban y venían despreocupadamente, al lado de nuestras filas, respondiendo a preguntas, asintiendo con la cabeza, dándonos simpáticas palmaditas en la espalda o en los hombros.
En aquellos momentos ociosos de espera advertí otra cosa más. En mi ciudad también había visto ya muchos soldados alemanes, por supuesto que sí, pero siempre parecían apresurados, ocupados, impecablemente vestidos y poco comunicativos. Aquí se comportaban de otra manera, con menos formalidad, se sentían más como en su casa. En sus vestimentas, gorros, botas o uniformes más o menos reglamentarios, se podían apreciar diferencias según hicieran un trabajo u otro. Todos llevaban su arma colgando del hombro; era natural, a fin de cuentas eran soldados. Muchos llevaban también un bastón, lo cual me sorprendió porque ninguno parecía tener defectos para caminar, todos eran sanos y fuertes. Al cabo de un rato tuve ocasión de observar aquel objeto más de cerca. Un soldado que estaba delante de mí se llevó el bastón a la espalda, lo cogió por los dos extremos, en posición horizontal, a la altura de la cadera, y empezó a blandido con movimientos que parecían aburridos. Cuando llegó a mi altura en la fila comprobé que ni era de madera ni era un bastón, sino que se trataba de un látigo. Me causó una sensación un tanto extraña, pero no le di mucha importancia, puesto que hasta aquel momento nadie lo había utilizado y, además, había muchos presos entre nosotros.
Después me puse a escuchar los llamamientos sin hacer mucho caso; me acuerdo que preguntaron si había entre nosotros mecánicos o gente que supiera de mecánica, luego por gemelos o mellizos, gente con deficiencias físicas y -en medio de alguna que otra risita- si había algún enano; siguieron por los niños, asegurándonos que todos ellos recibirían un trato especial, estudios en lugar de trabajo, en fin, todo tipo de ventajas. Algunos de los adultos nos animaban: decían que no perdiéramos la ocasión de pasar por niños. Pero me acordé de los consejos de los presos que habían subido a nuestro vagón; de todas formas, yo prefería trabajar a vivir como un niño, claro que sí.
Habíamos avanzado bastante en la fila. Pude ver que ahora había más soldados y más presos alrededor. Las filas de cinco se iban transformando en una fila india. Nos dijeron que nos quitásemos las chaquetas y las camisas para que estuviéramos delante del médico con el pecho descubierto. Avanzábamos cada vez más deprisa. Vi dos grupos que estaban formados más adelante: a mi derecha había un grupo mixto grande, y a mi izquierda, otro, más pequeño y más atractivo, con algunos de nuestros muchachos. Enseguida supuse que estos últimos debían de ser los considerados aptos para trabajar. Yo avanzaba cada vez más deprisa, hacia un punto que parecía fijo en medio del bullicio y del caos, donde podía verse un uniforme impecable, con el típico gorro alto y arqueado de los alemanes; me sorprendió que me tocase tan pronto mi turno.
El examen propiamente dicho duró sólo unos dos o tres segundos. Justo delante de mí estaba Moskovics; el médico le indicó enseguida la dirección del grupo más numeroso, extendiendo el dedo índice hacia el otro lado del camino. Oí que Moskovics trataba de explicarse: «Arbeiten… Sechzehn…» [Trabajo… Dieciséis], pero una mano lo apartó de allí, y yo ocupé su lugar. A mí el médico me examinó con más detenimiento, dirigiéndome miradas reflexivas, serias y atentas. Me erguí para enseñarle mi pecho y -me acuerdo- sonreí ligeramente para paliar lo de Moskovics. Sentí confianza en aquel hombre, puesto que tenía buen aspecto y una cara simpática, alargada y bien afeitada, con labios finos y ojos azules o grises, en todo caso, claros y bondadosos. Pude fijarme bien en él, mientras apoyaba sus manos enguantadas en mis mejillas y me apartaba la piel de debajo de los ojos, con el típico gesto rutinario de los médicos. Al mismo tiempo, en una voz baja pero clara, característica de los hombres cultos, me preguntó, como sin darle importancia: «Wieviel Jahre alt bist du?». [¿Cuántos años tienes?] «Sechzehn», le respondí. Asintió con la cabeza, como aceptando la respuesta correcta, no la verdad, por lo menos ésa fue mi impresión. Tuve la sensación -quizás equivocada- de que estaba contento o aliviado, de que yo le caía bien. Entonces, moviéndome la cara hacia un lado e indicándome la dirección con la otra mano, me mandó al otro lado, donde estaban los aptos para el trabajo. Los muchachos ya me estaban esperando, sonriendo, contentos y victoriosos. Viendo sus caras relucientes comprendí la diferencia que había entre el otro grupo y el nuestro: era la victoria, si lo interpreté bien.