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Mientras me ponía la camisa, intercambié unas pocas palabras con mis compañeros; luego tuvimos de nuevo que esperar. Desde donde me encontraba, pude observar mejor lo que ocurría al otro lado del camino. La gente no dejaba de llegar y de distribuirse en dos grupos delante del médico. Llegaron más muchachos y, naturalmente, yo también participé en su recepción. Vi a las mujeres, más allá, en otra fila; estaban rodeadas de soldados y de presos, pasaban delante del médico, todo ocurría igual, excepto que ellas no tenían que descubrirse el pecho, claro está. Todo se movía, todo funcionaba, todos estaban en su sitio, cumpliendo con su trabajo, con puntualidad, serenidad y automatismo. Había sonrisas en muchas caras, unas humildes y otras más seguras, unas dubitativas, otras que parecían prever los resultados, pero al fin y al cabo todas eran sonrisas, como la que yo tenía en el rostro. Con la misma sonrisa se dirigió a un soldado una mujer morena, muy guapa, que llevaba aretes y un impermeable blanco que mantenía cerrado con las manos cruzadas en el pecho; con la misma sonrisa pasó delante del médico un hombre moreno de buen aspecto: resultó apto para trabajar. Así llegué a comprender el trabajo del médico. Si llegaba un hombre viejo: lo mandaba al otro lado, claro; si llegaba uno más joven: a nuestro lado; llegaba otro, panzudo, aunque se pusiera muy erguido: no servía… sí servía, el médico lo mandaba a nuestro lado, aunque yo no estaba muy convencido, lo veía más bien entrado en años. También advertí que la mayoría de los hombres tenían barba de varios días, por lo que no podían causar una impresión muy buena. Al mirarlos con los ojos del médico, me di cuenta de cuántos viejos e inútiles había. Uno era demasiado flaco, el otro demasiado gordo, a otro sus tics lo convertían en neurótico: la nariz, la boca y los ojos se movían de una manera muy rara, como si fuera un conejo husmeando; él también sonreía de buena gana, como cumpliendo con su deber, mientras con pasos precipitados y torpes se dirigía al grupo de los no aptos para trabajar. Llegó otro, con la chaqueta y la camisa en la mano, los tirantes de los pantalones caídos hasta las rodillas; en sus brazos y en su pecho se adivinaba la flaccidez de los años. Cuando llegó delante del médico, éste, naturalmente, lo mandó con los no aptos; el rostro cubierto de barba, su expresión, la sonrisa, igual pero más familiar, los labios resecos y partidos me trajeron recuerdos: parecía querer decirle algo al médico. Sin embargo, éste ya no le hacía caso, miraba al siguiente; ya entonces una mano lo llevó hacia allá, probablemente la misma que se había llevado a Moskovics. El hombre hizo un gesto, se volvió hacia atrás, con una expresión estupefacta e indignada: sí, era el Experto, no me había equivocado.

Tuvimos que esperar un par de minutos más. Había mucha gente haciendo cola para la revisión. En nuestro grupo éramos unos cuarenta, según mis cálculos; nos dijeron que nos fuéramos a duchar. Un soldado vino a nuestro lado, pero yo no pude saber de dónde había salido. Era un hombre bajito, más bien mayor y de aspecto pacífico que llevaba un enorme fusil, parecía un simple soldado sin rango. «Los, ge´ ma´ vorne!», nos dijo, o algo así, sin ningún respeto por las reglas gramaticales. Lo dijera como lo dijera, a mí me sonó agradable, puesto que ya nos estábamos impacientando no tanto por el jabón sino por el agua, claro está. Seguimos un camino que se extendía por debajo de un portón con alambres de púas, hacia un rincón donde debían de estar las duchas. Íbamos en grupos pequeños, sin prisas, hablando y mirando alrededor; detrás de nosotros iba el soldado, sin pronunciar palabra, indiferente. A nuestros pies, el camino era ancho e impecablemente blanco; delante de nosotros se extendía el llano infinito y abrumador en el aire caluroso que parecía temblar y ondear. A mí me inquietaba el hecho de que el lugar adonde nos dirigíamos estuviera muy alejado, pero resultó que el edificio de las duchas estaba tan sólo a diez minutos de la estación. Todo lo que vi durante el trayecto resultó de mi agrado. Sobre todo, un campo de fútbol que estaba en un claro, a la derecha, y que parecía estar en perfecto estado: con su prado verde, sus porterías, sus líneas debidamente trazadas; todo bien cuidado y ordenado. Enseguida nos pusimos a hacer planes: después del trabajo iríamos allí a jugar al fútbol. Aún me gustó más lo que vimos al otro lado: una de esas fuentes típicas que se encuentran en los campos. En ella, un letrero con letras rojas prevenía: «Kein Trinkwasser» [No potable], pero en aquel momento no nos importó en absoluto. El soldado esperó pacientemente; puedo decir que nunca me había causado tanto placer beber agua, aunque después me quedara un sabor fuerte y nauseabundo, como a residuos químicos. Seguimos andando y, más allá, divisamos algunas casas, las mismas que habíamos visto desde la estación. La verdad es que de cerca parecían edificios un poco raros, largos y bajos, de un color indefinido, con aparatos de aire o de luz que asomaban colgados del techo. Cada edificio estaba rodeado por un sendero de guijarros rojos y separado del camino principal por franjas de césped bien cuidado. Observé, divertido, que algunas de aquellas granjas eran como pequeñas huertas, con repollos plantados y con flores de todos los colores. Todo era pulcro, cuidado y hermoso. Tuve que reconocer que tenían razón los que en la fábrica de ladrillos nos habían hablado bien de los alemanes. Sólo faltaba un pequeño detalle: no había ninguna señal de vida. Pensé que eso era natural, al fin y al cabo, a esas horas la gente estaría trabajando.

Después de girar a la izquierda y de pasar por otro portón con alambres, llegamos a las duchas, que se encontraban en medio de un patio. Allí nos estaban esperando, y nos explicaron todo con paciencia y con amabilidad. Primero, entramos a un lugar con el suelo cubierto de baldosas, que era como una antesala. En el interior había mucha gente, algunos de ellos llegados en nuestro tren, por lo que comprendí que la rueda seguía girando sin cesar. De la estación llegaba más y más gente, en grupos, para ducharse. Dentro nos ayudaba un preso, un preso -tuve que reconocerlo- muy elegante; vestía el mismo uniforme a rayas pero con hombreras y un corte impecable, como si fuera a la última moda, bien planchado y todo; su cabello era negro y bien peinado, como el nuestro, las personas que estábamos en libertad. Nos recibió de pie, en el otro extremo de la sala, junto a un soldado que estaba sentado detrás de un pequeño escritorio. El soldado era bajito, de aspecto campechano y muy gordo; tenía una gran papada que casi se confundía con su enorme barriga; dos minúsculos y pícaros ojos apenas se reconocían en su rostro, bien afeitado, amarillento y lleno de arrugas: me recordó a los enanos que habían estado buscando entre nosotros en la estación. Sin embargo, llevaba el gorro del uniforme que inspiraba respeto y tenía ante sí una cartera nueva y brillante, y un látigo de cuero blanco -una verdadera pieza de artesanía, tuve que reconocer-, que sin lugar a dudas le pertenecía. Todo aquello pude verlo, entre las cabezas y los hombros de los demás, mientras entrábamos en la sala y nos uníamos a los que ya estaban dentro. El preso, entretanto, salió y volvió a entrar por una puerta que estaba en frente, y luego le dijo algo confidencial al soldado, inclinándose sobre su oreja. El soldado parecía satisfecho y, al responderle, pudimos oír su voz fina, aguda y entrecortada por suspiros, como la de un niño o una mujer. Después de ponerse erguido, levantó un brazo bien alto en el aire, mientras el preso se dirigía a nosotros, pidiéndonos «silencio y atención»; entonces experimenté por primera vez la agradable sensación, tantas veces recordada por los mayores, de oír palabras húngaras en el extranjero; el preso era, pues, un compatriota nuestro. Enseguida sentí pena por él, pues veía que se trataba de un hombre joven y a todas luces inteligente, distinguido aunque estuviera preso; me entraron ganas de preguntarle qué delito le había llevado allí. Nos dijo que nos comunicaría nuestros deberes y transmitiría los deseos de Herr Oberscharführer. Si, como era de esperar, nosotros colaborábamos, todo se arreglaría «de manera rápida y eficiente», lo que repercutiría en nuestro interés y satisfaría plenamente los deseos de Herr Ober, dijo dirigiéndose a él de una forma más familiar, como si descuidara las formas oficiales.

Después, nos explicó un par de detalles evidentes en esas situaciones; el soldado acompañaba sus palabras con movimientos de cabeza aprobatorios para afirmar la credibilidad de un hombre que, al fin y al cabo, era un preso, dirigiendo su rostro simpático y sus ojos alegres hacia él o hacia nosotros. Nos enteramos, por ejemplo, de que en la siguiente sala, a la que llamó «vestuario», nos tendríamos que quitar toda la ropa y colocarla de manera ordenada en unos percheros que tenían sus correspondientes números. Mientras nos estuviéramos duchando, desinfectarían nuestras ropas. Era necesario -lógicamente, como nos decía- que recordáramos nuestros respectivos números. También me pareció lógico que nos propusiera atar nuestros zapatos para «evitar extravíos o pérdidas». A continuación, unos barberos profesionales nos cortarían el pelo y, según nos prometía, después de todo eso llegaríamos a las duchas.