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Al pasar por su lado en el tranvía, siempre tenía que taparme la nariz. También nos dijeron que, por suerte, nosotros no trabajaríamos allí, pues si todo iba bien, si no había brotes de fiebre tifoidea, disentería u otras epidemias, nos trasladarían pronto a un lugar mejor. Por este motivo no llevábamos todavía números en la ropa o en la piel, como nuestro comandante, nuestro «comandante de bloque» como lo llamaban. Entre nosotros, alguno se mostró muy interesado por ver el número que estaba escrito en su muñeca, con tinta verde, como grabado en su piel de manera indeleble, con la ayuda de unas agujas, «tatuado», nos dijeron.

También los voluntarios encargados de traer la sopa habían visto los números en la muñeca de los presos más antiguos que trabajaban en la cocina. Uno de los nuestros les había preguntado qué era aquello, y desde entonces se mostraban obsesionados por comprender el significado de la respuesta que repetían una y otra vez: «Himmlische Telephonnummer» [Número de teléfono celestial], les dijeron. El asunto nos daba que pensar a todos; a mí también me sorprendía, pero no pude llegar a ninguna conclusión. La gente empezaba a reunirse alrededor del comandante de bloque y de sus dos ayudantes para preguntarles cosas y comentar las respuestas con los demás, sobre distintas cuestiones que les preocupaban, como las epidemias. «Las hay», nos comunicaron. «Y ¿qué pasa con los enfermos?» «Se mueren.» «¿Y los muertos?» «Los incineran», nos informaron.

No sé cómo, pero poco a poco fuimos descubriendo que aquella chimenea no era de ninguna fábrica de cuero sino del «crematorio», el lugar donde se incineraba a los muertos. Cuando me enteré de aquello, no pude dejar de mirar la chimenea con atención: allí estaba ancha y corta, cuadrada, con la parte de arriba como si estuviera a medio terminar. Yo, por mi parte, no sentía otra cosa que cierto respeto y el olor, naturalmente, aquel olor que nos envolvía, casi nos ahogaba en su masa espesa y pegajosa como un cenagal. Más lejos advertimos, con sorpresa, la presencia de otra chimenea y otra, y luego otra más, en el horizonte. Dos de ellas desprendían humo como la nuestra. Quizá también tuvieran razón los que sospechaban del humo que salía de detrás de un bosquecillo con árboles poco frondosos, los cuales se preguntaban si la epidemia sería tan grande como para que hubiera tantos muertos.

Puedo decir, sin exagerar, que al final del primer día estaba más o menos informado de todo. También fuimos a ver el barracón de los aseos: una sala con tres cabinas de madera que tenían dos agujeros cada una, es decir, seis en total. Había que sentarse encima de ellos o mear adentro, cada cual fuera la necesidad. Tampoco tuvimos mucho tiempo de hacer comprobaciones puesto que pronto apareció un preso muy enfadado con una cinta negra en el brazo y con un garrote pesado en la mano; tuvimos que salir enseguida, algunos ni siquiera habían terminado. Allí también conocimos a presos antiguos pero más amables que parecían más apacibles y hasta se mostraron dispuestos a responder algunas de nuestras preguntas. Para ir y volver de los aseos, en todo momento bajo la mirada del comandante del bloque, tuvimos que andar bastante. El camino discurría al lado de un terreno que me llamó la atención: detrás de la valla con alambres de púas estaban los barracones habituales, donde vi a algunas mujeres que me parecieron muy extrañas. Especialmente reparé en una, pero desvié la mirada enseguida, porque tenía el vestido abierto y algo que colgaba por fuera, junto a la cabeza calva y brillante de un bebé. Los hombres todavía parecían más raros, vestidos con ropas muy usadas, pero normales, como las que lleva la gente de fuera, la gente libre. Cuando regresamos de los aseos, me enteré de que aquél era el campo de los gitanos. La información me dejó un tanto desconcertado: en casa, todos -incluido yo- sentíamos cierta desconfianza hacia los gitanos, por supuesto, pero nunca había oído que fueran también criminales o delincuentes. En el momento en que pasábamos por el campo, por detrás de la valla apareció una carroza tirada por niños bastante pequeños que parecían caballos poni con el bridón al hombro; un hombre bigotudo caminaba a su lado, con un látigo en la mano. La carga estaba tapada con mantas, pero por las rendijas se veían claramente entre los trapos, las barras de pan -pan blanco- que llevaban. Llegué a la conclusión de que ellos estaban ligeramente por encima de nosotros en el escalafón.

Recuerdo también que en el mismo trayecto, por el camino principal, vi a un hombre vestido con un traje blanco, con una gruesa raya roja en sus pantalones y un gran gorro negro de artista, como los que se ven en los autorretratos de los pintores de la Edad Media, que llevaba en la mano un bastón, como de señorito, y que no dejaba de mirar alrededor. Me costó trabajo creer lo que decían: aquel hombre tan distinguido no era más que un preso como nosotros.

A pesar de que durante el paseo no entablé conversación con ningún desconocido, tuve ocasión de conocer detalles muy precisos. Allí, enfrente, estaban quemando a nuestros compañeros de viaje, los que habían llegado con nosotros en el mismo tren, todos los que habían pretendido subir a los camiones, todos los que en el examen médico resultaron no aptos para trabajar, por ser demasiado viejos o por cualquier otra razón, todos los niños con sus madres y las futuras madres a las que se les notaba ya el embarazo. Como nosotros, todos ellos desde la estación, habían ido a ducharse. También a todos ellos les habían informado sobre las perchas, los números y la organización de la ducha. Después de pasar por el barbero y recibir el jabón entraron en una sala llena de duchas y de tuberías, pero de los grifos no salía agua sino gas. De todos los detalles me fui enterando poco a poco; algunos eran discutidos, otros admitidos, otros adornados y exagerados. Me contaron que esos guardias se mostraban muy amables con ellos; los trataban con consideración; los niños jugaban a la pelota y cantaban. El lugar donde acaban con ellos está situado en medio de un terreno con césped, entre un prado y un bosquecillo: todo eso me pareció una broma o una pifia típica de niños. Como también la manera tan hábil de cambiar nuestra vestimenta con el truco de las perchas y los números, y de arrancarnos nuestras pertenencias con la amenaza de los rayos X, que resultó ser un bulo. De todas formas, tuve que reconocer que aquello no era ninguna broma puesto que el resultado -por así decirlo- podía verlo y sentirlo en mi estómago revuelto, pero no pude evitar pensar que quizá no fuera más que una broma grotesca. Me imaginé entonces que se habrían reunido unos cuantos hombres maduros, no unos niñatos, unos señores bien vestidos, condecorados con medallas y que fumaban puros, probablemente comandantes, y habrían pedido no ser molestados. A uno se le habría ocurrido lo del gas, a otro lo de la ducha, a un tercero lo del jabón, un cuarto añadió lo de las flores, y así sucesivamente. Algunas de las ideas habrían sido discutidas, enmendadas, otras habrían sido aceptadas enseguida, y entonces todos se habrían puesto de pie (no sé por qué, pero me pareció indispensable imaginar que se ponían de pie) para chocar las manos. Me resultó muy fácil imaginar la escena. El plan de los comandantes se materializaría tras gran dedicación y mucho ajetreo, y el éxito del espectáculo -yo mismo podía comprobarlo- estaba más que asegurado. Ése había sido seguramente el destino de aquella vieja que siguió los consejos de su hijo en la estación, del niñito con el zapato blanco y su mamá, de aquella mujer rubia corpulenta, del viejecito con el sombrero negro y de aquel neurótico rechazado por el médico. También me acordé del Experto: se habrá sorprendido mucho, el pobre. «¡Pobre Moskovics!», dijo Rozi moviendo la cabeza con mucha pena, y todos estuvimos de acuerdo. El Suave exclamó: «¡Dios mío!». Entre él y la muchacha de la fábrica de ladrillos había «ocurrido de todo», y él pensaba en las posibles consecuencias que tarde o temprano se notarían. Tuvimos que reconocer que sus preocupaciones no carecían de fundamento, aunque su expresión no solamente reflejaba preocupación sino también otro sentimiento menos difícil de definir. Los muchachos lo miraban con cierto respeto, que yo comprendía, claro que sí.

Ese día también reflexioné sobre otro hecho: ese sitio, esa «institución», existía ya hacía varios años, nos explicaron, funcionando día a día. Tuve la sensación, a lo mejor exagerada, de que de cierta manera me habían estado esperando. En realidad, como nos habían dicho varias personas con una mezcla de reconocimiento y de miedo, nuestro comandante llevaba allí exactamente cuatro años. Entonces reparé en lo importante que había sido para mí aquel período de cuatro años, en el que cursé los estudios de secundaria. Me acordé de la ceremonia de apertura del primer curso. Allí estaba yo, vestido con mi uniforme azul marino, decorado con alamares estilo húngaro, el uniforme «a lo Bocskai». Evoqué las palabras del director, un hombre respetable que de algún modo parecía también un comandante: llevaba unas gafas que añadían seriedad a su rostro y lucía un hermoso bigote blanco. Para terminar su discurso citó las palabras de un sabio de la antigüedad: «Non scolae sed vitae discimus», es decir, «No estudiamos para la escuela sino para la vida». Pero entonces, según veo ahora, habría tenido que aprender únicamente cosas sobre Auschwitz. Me tendrían que haber explicado todo, con inteligencia, honradez y transparencia. Sin embargo, durante los cuatro años de colegio no me habían dicho ni una palabra al respecto. Claro, habría resultado embarazoso y, en realidad, no formaba parte de la cultura general. La desventaja era que tenía que enterarme de todo sobre la marcha, aprender por ejemplo que estábamos en un Konzentrationslager o, lo que es lo mismo, un «campo de concentración».