Estos campos no eran todos iguales, según nos explicaron. El nuestro era un Vernichtungslager, o sea, un «campo de exterminio». Otra cosa totalmente distinta era un Arbeitslager, un «campo de trabajo»: allí la vida es fácil, las circunstancias y la alimentación son incomparablemente mejores, claro, es natural, puesto que aquellos campos están destinados a otros fines. Nosotros iríamos a uno de esos campos, si entretanto no ocurría nada inesperado, lo que en Auschwitz -así me dijeron- era bastante frecuente. De ninguna manera era aconsejable -nos decían- ponerse enfermos. El hospital se encontraba cerca de una de las chimeneas, la que los entendidos denominaban simplemente «la número dos». El principal peligro para la salud era el agua sin hervir, como aquella que yo había bebido al salir de la estación; entonces yo no sabía nada, pero claro, estaba el letrero, eso nadie podía negarlo, aunque también el soldado podía habernos dicho algo. «Bueno -pensé-, hay que esperar para ver qué pasa: yo me sentía bien, gracias a Dios, y tampoco los muchachos se habían quejado de nada.»
Aquel mismo día me enteré de más cosas: otros detalles, otras costumbres típicas del lugar. En general, puedo decir que aquella tarde se habló más de nuestras perspectivas, nuestras posibilidades para el futuro y de lo que nos esperaba que de las chimeneas. A ratos, casi nos olvidábamos de ellas y ni siquiera recordábamos su existencia, todo dependía de la dirección del viento. También vimos desde lejos a las mujeres; los hombres, al verlas, se acercaron a la valla y, muy alborotados, comenzaron a señalarlas con los dedos: allá estaban, efectivamente, aunque al principio era difícil distinguirlas, puesto que estaban lejos, al otro lado de la explanada, ese campo de tierra arcillosa que se extendía delante de nosotros. Me asusté un poco al verlas y advertí que la actitud de los hombres había cambiado. El entusiasmo y la alegría de los primeros momentos se transformaron en un silencio interrumpido por una sola voz, apagada y temblorosa: «Les han afeitado la cabeza». En medio de aquel silencio oí por primera vez unos leves acordes de música que traía la ligera brisa de aquella tarde de verano: eran sonidos apenas audibles pero allí estaban, sin duda evocándonos la paz y la alegría, sorprendiéndonos a todos, junto con el espectáculo de las mujeres. También por primera vez tuve que ponerme en fila -todavía no sabía para qué-, en una de las últimas filas de diez que tuvimos que formar delante de nuestro barracón, al igual que todos los demás presos delante de todos los demás barracones, por delante y por detrás, a izquierda y derecha, en todas partes donde mirara. También por primera vez me quité el gorro, obedeciendo las órdenes recibidas. Por el camino principal divisé tres soldados en bicicleta, que se acercaban sin apenas hacer ruido en aquella tarde tan pacífica; era un espectáculo bello y austero, tuve que reconocer. Entonces me dije: «Vaya, hace mucho rato que no vemos a ningún soldado». Me sorprendió la actitud rígida, fría y altiva con que los tres soldados escucharon (y uno de ellos anotaba) lo que nuestro comandante, que también llevaba el gorro en la mano, les decía desde el otro lado de la valla. Me resultó difícil reconocer en aquellos soldados, que siguieron su camino sin decir palabra y con una expresión casi siniestra, a los miembros del Comité de recepción que aquella misma mañana nos habían estado esperando en la estación. Oí una voz suave, la del oficial de rostro decidido y pecho erguido, que me susurraba, casi sin mover los labios: «Recuento de efectivos vespertino» dijo, asintiendo con la cabeza. Su sonrisa y la expresión de su rostro parecían indicar que todo estaba ocurriendo según estaba previsto, como él lo tenía calculado.
En ese momento observé por primera vez cómo era el color de la noche allí, porque durante la espera había anochecido. El color era mágico: el espectáculo de los fuegos artificiales con las llamas que se elevaban al cielo a lo largo de todo el horizonte. Alrededor se susurraba, se murmuraba, se repetía: «¡Los crematorios…!», pero ya con el tono de admiración que suele emplearse ante la contemplación de los fenómenos naturales.
A continuación recibimos la orden de abtreten (romper filas), y nos informaron que la cena consistiría en un pan igual al que habíamos comido por la mañana. «Vaya -pensé-, con el hambre que tengo.»
Cuando entramos en el barracón, en nuestro «bloque», comprobamos que estaba completamente vacío; no había ni rastros de muebles ni siquiera luz, sólo un suelo de cemento. Tendríamos que acomodarnos de la misma forma que lo habíamos hecho en el cuartel militar; apoyé la espalda en las piernas del muchacho que estaba sentado detrás de mí, y el que se sentó delante hizo lo propio en las mías. Estaba tan cansado después de tantas experiencias, tantas impresiones, tantas novedades que me dormí enseguida.
En cuanto a los días siguientes, al igual que me ocurrió en la fábrica de ladrillos, sólo conservo una impresión general menos detallada, un sentimiento o sensación que sería difícil definir. No es extraño, pues cada día había algo nuevo que ver, experimentar y aprender. En un par de ocasiones volví a sentir la misma sensación fría, extraña y desconocida que había experimentado al ver por primera vez a las mujeres. También me resultaba extraño encontrarme en medio de los hombres, con aquellos rostros aturdidos, que se preguntaban sin cesar los unos a los otros: «¿Qué os parece?, ¿qué os parece?». Generalmente no había respuesta, o había una sola, siempre la misma: «Es horrible». Sin embargo, no es esa palabra, no es esa experiencia -por lo menos para mí- la que mejor define la situación en Auschwitz. Entre los cientos de personas de nuestro bloque estaba también el hombre desafortunado. Tenía un aspecto extraño con su uniforme demasiado grande, el gorro que se le escurría sobre la frente. «¿Qué os parece? -preguntaba-, ¿qué os parece?…» Aquello no nos podía parecer nada en especial. Apenas podía yo seguir sus frases confusas, pronunciadas siempre con mucha prisa. Él decía que no debía pensar pero terminaba haciéndolo, pensaba siempre en una sola cosa: en los que había dejado en casa, en los que lo estaban esperando y por quienes él tenía que «hacerse fuerte»: su mujer y sus dos hijos pequeños.
El problema principal era el mismo que en el edificio de la aduana, la fábrica de ladrillos o el tren: los días resultaban eternos. Empezaban muy pronto, con los primeros rayos de sol de mediados del verano. Las mañanas eran muy frías en Auschwitz; los muchachos nos acurrucábamos para darnos calor en el barracón, en dirección a la valla alambrada, para que el sol nos regalara sus primeros rayos rojizos. Un par de horas más tarde, teníamos que buscar la sombra. A pesar de todo, el tiempo pasaba: el Curtidor estaba con nosotros y nos contaba chistes; también aparecieron los guijarros para jugar, el Suave nos los ganaba todos, y Rozi no se cansaba de decirnos: «¡Ahora vamos a cantarlo en japonés!». Aparte de eso, los dos paseos diarios, uno por la mañana al barracón de los aseos y otro por la tarde a los cuartos de baño (eran parecidos a los aseos, sólo que a lo largo de la pared, en vez de las cabinas, había lavabos esmaltados con dos tubos de hierro paralelos por encima, por cuyos minúsculos agujeros salía el agua), la distribución de la comida, el recuento vespertino y, por supuesto, todo tipo de noticias: eso era todo lo que pasaba, así transcurrían los días.
A veces pasaban otras cosas, como por ejemplo lo que ocurrió durante la segunda noche, el Blocksperre o «cierre de los bloques», cuando por primera vez vimos a nuestro comandante impacientarse, incluso enfadarse. Aquella noche oímos unas voces lejanas, un caos de sonidos entre los cuales se distinguían gritos, ladridos y disparos que oímos perfectamente desde la oscuridad un tanto asfixiante de nuestro barracón. Otro día vimos a unos hombres que caminaban detrás de la valla. Nos dijeron que regresaban del trabajo, pero yo mismo pude ver que los últimos de la fila empujaban unos carros pequeños llenos de cadáveres. Por supuesto, aquellos espectáculos hacían trabajar mi imaginación. Sin embargo, tampoco era suficiente para pasar el día entero. Así me di cuenta de que hasta en Auschwitz uno puede aburrirse, en el supuesto de ser uno de los privilegiados que se lo puedan permitir. Esperábamos, siempre esperábamos -si lo pienso bien- que no ocurriera nada. Ese aburrimiento y esa espera son las impresiones que mejor definen, al menos para mí, la situación en Auschwitz.
Tengo que reconocer otra cosa: al día siguiente de nuestra llegada me comí la sopa, y al tercero ya la esperaba. El horario de las comidas en Auschwitz era un tanto especial. Nada más levantarnos nos daban un líquido que llamaban café; la comida, que consistía en una sopa, era servida muy temprano, alrededor de las nueve de la mañana. Luego no había nada más, hasta que llegaba el pan con margarina, alrededor de la puesta de sol, antes del recuento vespertino. Así pues, muy pronto -más o menos al tercer día- me acostumbré a la sensación de hambre; los muchachos también se quejaban de lo mismo. Sólo el Fumador observó que él no tenía esa sensación y que sólo echaba de menos el tabaco. Al decir eso con su forma cortante y brusca, su cara reflejaba cierta satisfacción que me irritó; creo que por la misma razón los muchachos lo interrumpieron cuando estaba hablando.
Por sorprendente que parezca, sólo estuve tres días en Auschwitz. En la noche del cuarto día me encontraba de nuevo sentado en un tren, en uno de los conocidos vagones de tren de mercancías. Nuestro destino, según nos habían dicho, era Buchenwald; aunque a esas alturas ya era más prudente con los nombres prometedores, sabía que no podía ser pura casualidad aquella expresión llena de simpatía, de calor, de ternura, de ensoñación y de cierta envidia que había visto en la cara de los presos que nos despedían. Entre ellos había muchos presos antiguos que debían de saber: me daba cuenta por las cintas que llevaban en el brazo, por sus gorros y por sus zapatos. Ellos disponían todos los preparativos relacionados con el viaje; los soldados -simples soldados rasos- estaban más lejos, al otro extremo del andén. En aquella noche silenciosa y pacífica, de colores suaves, nada me recordaba -quizás únicamente su extensión- la estación bulliciosa, llena de nerviosismo, luces, movimientos y voces que nos había recibido tres días antes.