Otro instrumento fundamental de esta construcción es la distancia. La distancia se halla implícita en el tono del propio protagonista. También la ironía desempeña un papel fundamental. Proviene del hecho de que todos sabemos hacia donde conducen los acontecimientos narrados: a Auschwitz. El lector ya es consciente de la realidad de los campos de exterminio, mientras los protagonistas no la conocen todavía o no quieren conocerla. De ahí el sarcasmo inherente a frases como esta: «Mi madrastra decidió adquirir una navaja para mi padre». (El padre, condenado a trabajos forzados, difícilmente podría utilizar la navaja, ya que sería despojado de todo cuanto poseía.) György Köves es detenido junto con otros (por un único policía, por cierto) y retenido en una oficina de aduanas; es el paso previo al envío al campo de concentración: «Todos coincidíamos que estábamos mejor allí que sudando en el trabajo… nos reímos mucho… Miré alrededor, como si se tratara de un juego…».
Sin embargo, la ironía enmascara en el fondo la aceptación activa de la realidad, la asunción de la voz y de los contenidos del poder. En Kaddish por el hijo no nacido, Kertész desarrolla la idea de que Auschwitz es la continuación del poder paterno, que el narrador experimenta primero en su padre, luego en la escuela y por último, de forma exacerbada, monstruosa, en el campo de exterminio. «Auschwitz, dije a mi mujer, se me presenta en la imagen del padre, sí, las palabras padre y Auschwitz producen en mí las mismas resonancias, le dije.» Podría decirse que Kaddish se escribe desde la perspectiva de este hijo no nacido que no viene al mundo para evitar la autoridad paterna. También desde el punto de vista de un niño, de un adolescente, está escrito Sin destino. El niño, inmerso en un mundo de adultos, se encuentra entregado a este poder. Toda la primera parte del libro es la descripción de tal entrega, mediante el recurso de la ironía. El libro empieza con una maestra, con las indicaciones paternas. La escuela, el padre, la madre, la madrastra, los tíos, las tías aparecen en las páginas iniciales.
La primera parte de esta novela construida con suma precisión culmina en la llegada a Auschwitz. Auschwitz ocupa el centro del libro. Se trata de una llegada sobrecogedora. El protagonista y otros se han apuntado voluntariamente a trabajar en Alemania. Hombres y mujeres embanastados en un convoy se dirigen a un destino incierto («algunos de los adultos sabían que nuestro destino era una localidad llamada Waldsee» [Bosque-lago], un nombre idílico). A todo esto, el joven György Köves siente «ansia por llegar». En un alba «fresca y perfumada» se acercan a una estación. «Me preguntaron si veía el nombre de alguna localidad. Y sí, lo vi: eran dos palabras que a la luz del sol se distinguían perfectamente… Auschwitz-Birkenau.»
La primera parte está marcada por el sometimiento a la autoridad, por la aceptación de la realidad, por la asimilación del lenguaje adulto. A partir de Auschwitz, el protagonista toma conciencia de la prisión en que se encuentra, el desconcierto se apodera de él, y el sentimiento que empieza a predominar es el de odio y rabia. En este punto, la novela se torna sombría, la proximidad de la muerte resulta palpable.
Auschwitz ocupa un lugar central en la novela y también en el pensamiento de Imre Kertész. Es lo que marca su destino, lo que le hace tener un destino. Le hace ser judío («Para mi judaísmo, Auschwitz significa mucho más que el hassidismo, por ejemplo», señala en una ocasión). Es también un punto que lo separa de la ideología totalitaria del estalinismo: Kertész analiza a fondo las razones por las cuales los países estalinistas trataron de relegar al olvido la política nacionalsocialista del exterminio (véase «Sombra larga y oscura», en Un instante de silencio en el paredón). Auschwitz supone un corte en Sin destino, y también en la historia de la humanidad. La inocencia de los pasos encaminados hacia el exterminio deja de existir. György Köves cambia a partir de ahí. Su asombro es enorme. Iba a trabajar, iba a Alemania, y de pronto está preso, de pronto es alguien que huele día a día el humo de los crematorios, de la muerte. A partir de allí empieza a resquebrajarse esa armonía, esa coincidencia entre György Köves y el poder del que emanan las órdenes. El adolescente ya no trata de hacerse portavoz de la realidad. El destino lo lleva después a Buchenwald, donde conoce el trabajo, la amistad y, luego, la decadencia física y espiritual.
Las novelas de Imre Kertész buscan el diálogo como los sedientos el agua. De ahí que desemboquen en grandes conversaciones, las cuales tienen el rango de las mantenidas en las novelas de Kafka. Con dos conversaciones se cierra Sin destino: una con un periodista, la otra, con dos vecinos. En ellas se despliega el concepto de destino tan decisivo para la novela. Exhortado por sus vecinos a «olvidar… para poder vivir libremente», György Köves se niega a olvidar y asume la memoria. Sin destino culmina en un estallido de las dos formas de la memoria, la voluntaria y la involuntaria. La primera contiene un aspecto ético: el deber de la verdad, del conocimiento, del no-olvido: «… las décadas me han enseñado que el único camino practicable hacia la liberación pasa por la memoria», señala Kertész en «¿De quién es Auschwitz?» (Un instante de silencio en el paredón). Por otra parte, la novela concluye con una fiesta del recuerdo involuntario, el cual refuerza la individualidad: es el recuerdo de György, el recuerdo de su vida, de su destino, de su experiencia. «Me acordé de todo…» El adolescente recuerda, pero a través de su creación, también recuerda Imre Kertész.
El arte ha hecho posible esta fiesta. A través de la literatura vive Imre Kertész la gran catarsis que le fue negada por el estalinismo («Me salvó del suicidio [de seguir el ejemplo de Borowski, Celan, Améry, Primo Levi y otros] la sociedad que tras la vivencia del campo de concentración demostró en la forma del llamado estalinismo que no se podía ni hablar de libertad, liberación, gran catarsis, etcétera» [Diario de la galera]). Porque si bien la novela es una ficción, es algo construido, y el personaje de György Köves un personaje inventado, lo autobiográfico desempeña un papel fundamentaclass="underline" no tanto en el plano de los detalles concretos, que existe (coincidencia de fechas, lugares, etc.), sino en un plano mucho más importante, mucho más interior. Escribir Sin destino fue el trabajo de liberación (esto vale también para Kaddish por el hijo no nacido). La escritura es lo que permite la gran catarsis.
De este modo llegamos también al lugar que ocupa Imre Kertész en la literatura húngara, un lugar decisivo (por cuanto la ha liberado de las ataduras del pasado) y al mismo tiempo singular. Porque él vive la escritura como una experiencia vital, existencial. De ahí la presencia continua del «yo» en su obra, de un «yo» empeñado en la liberación, en asumir la verdad de la propia existencia. Da la impresión como si Kertész trabajara con esmero la forma, pero parece hacerlo con el único fin de ir más allá de la literatura. Ésta es como la escalera que, cuando se ha llegado arriba, ya puede derribarse.
Adan Kovacsics
(Adan Kovacsics, nacido en 1953 en Santiago de Chile, estudió en Viena y vive desde 1980 en Barcelona, donde se dedica a la traducción, preferentemente de obras de las literaturas austríaca y húngara. También ha escrito artículos y ensayos sobre este ámbito temático.)
1
Hoy no he ido a la escuela; mejor dicho, sólo fui para pedir permiso a la tutora y volver a casa. Le entregué la carta de mi padre, en la cual pedía que me dispensaran, alegando «razones familiares». Ella me preguntó cuáles eran esas razones familiares, y yo le contesté que a mi padre lo habían asignado a trabajos obligatorios. Dejó de incordiarme.
Al salir de la escuela, no fui a casa sino al almacén. Mi padre me había dicho que me esperarían allí. También dijo que debía darme prisa porque podían necesitarme. Por eso pidió que me dejaran faltar a la escuela. Quizá quería que estuviera «a su lado en el último día», cuando tenía que «abandonar a la familia», eso también lo dijo en otro momento. Habló con mi madre, si mal no recuerdo, por la mañana cuando le llamó por teléfono. Hoy es jueves, y mis tardes de los jueves y de los domingos, en realidad, le corresponden a ella. Mi padre le comunicó: «No te puedo dejar a György esta tarde», y entonces dio esa explicación. O tal vez no fue así. Yo tenía un poco de sueño esa mañana, debido a la alarma aérea de anoche, y a lo mejor no me acuerdo bien. Sin embargo, estoy seguro de que lo dijo, si no a mi madre, a otra persona.
Yo también intercambié algunas palabras con mi madre, aunque no recuerdo qué le dije. Creo que hasta se enfadó un poco conmigo, porque fui muy parco con ella, por la presencia de mi padre: al fin y al cabo hoy tengo que complacerlo a él.
Cuando salía para la escuela, también mi madrastra se sinceró conmigo. Estábamos a solas, en la entrada de casa y me dijo que en aquel día tan triste para todos nosotros esperaba «contar con un comportamiento adecuado» por mi parte. No sabía qué responderle, así pues no dije nada. Quizá haya interpretado mal mi silencio, porque continuó diciéndome que no había querido herir mi sensibilidad y que sabía que su advertencia era, en realidad, innecesaria. Estaba segura de que yo, un muchacho de quince años, era perfectamente capaz de calibrar la «gravedad del golpe que habíamos recibido»; ésas fueron sus palabras. Asentí con la cabeza y vi que con eso le bastaba. Entonces, hizo un gesto con la mano, y temí que fuera a abrazarme. No lo hizo, se limitó a soltar un largo y profundo suspiro entrecortado. Me di cuenta de que sus ojos se ponían húmedos; me sentí incómodo. Después, me dejó ir.