En Buchenwald también había un crematorio, por supuesto, pero sólo uno, y no era el objetivo del campo, no era su móvil ni su razón de ser -lo puedo afirmar con toda seguridad-, sino que en él sólo se incineraba a la gente que moría en el campo, debido a accidentes naturales de la vida, por decirlo así. Los presos más antiguos me dijeron que lo más importante en Buchenwald era evitar la cantera, aunque, añadieron, últimamente apenas se utilizaba, al contrario de lo que había sido normal tiempo atrás. El campo funcionaba desde hacía siete años, y a él llegaban personas de otros campos más antiguos, entre los cuales se mencionaban los de Dachau, Oranienburg y Sachsenhausen: eso explicaba las sonrisas indulgentes de los presos «bien vestidos» que había visto al otro lado de la valla, algunos de ellos con números de cuatro e incluso de tres dígitos.
Cerca de nuestro campo -así me dijeron- se encontraba la ciudad de Weimar, famosa en la cultura occidental. Yo también estaba enterado de su existencia, claro, puesto que allí había escrito sus famosas obras el autor del poema que empieza «Wer reitet so spät durch Nacht und Wind?» [¿Quién cabalga tan tarde con el viento en la noche?], que, como otras muchas personas, sabía de memoria. Según me dijeron el autor también había plantado un árbol con sus propias manos, que pronto se hizo frondoso y que se encontraba en algún sitio de nuestro campo, junto al que había una placa conmemorativa y una valla para protegerlo de los presos. En resumen, no tardé en comprender la expresión de los rostros que nos habían despedido en Auschwitz; puedo decir que yo también me encariñé pronto con Buchenwald.
Zeitz, el campo de concentración que llevaba el nombre del pueblo, estaba a una noche de camino en tren desde Buchenwald, más una caminata de veinte o veinticinco minutos. Allí nos acompañaron los soldados, por un camino que discurría entre campos labrados y un paisaje campestre. Éste, nos aseguraron, sería destino definitivo para todos aquellos cuya letra inicial del apellido se encontrara antes de la «M» en el abecedario; los demás irían al campo de concentración de la ciudad de Magdeburgo, cuyo nombre me resultaba conocido por mis estudios de historia; así nos lo habían comunicado en Buchenwald, en el curso de la cuarta noche, en medio de una enorme plaza iluminada con focos, los presos encargados que llevaban las listas en la mano. Lo único que me apenó fue que me separarían de los muchachos y sobre todo de Rozi: el capricho de los apellidos nos llevó a distintos trenes y a mí, en concreto, me separó de todos los demás.
Creo que no había nada peor, nada más agotador que los esfuerzos y las cargas que había que soportar al llegar a un nuevo campo de concentración. Así pude comprobarlo en Auschwitz, en Buchenwald y en Zeitz. Por otra parte, me di cuenta de que había llegado a un campo de concentración pequeño, pobre, alejado y provinciano, por decirlo de alguna manera. No había duchas, ni siquiera crematorio, al parecer éste sólo se encuentra en los campos más importantes. El paisaje era plano, sólo desde el final del campo se divisaban unas colinas y montes: «la sierra de Turingia», así me dijeron que se llamaba. Las vallas alambradas con las cuatro torres de vigilancia en los cuatro ángulos se encontraban justo al lado de la carretera. El campo se levantaba en un terreno cuadrado, una enorme plaza polvorienta, abierta y comunicada con la carretera a través del portón, rodeada por los otros tres lados por tiendas de campaña enormes como un hangar o una carpa de circo.
Enseguida nos contaron, nos ordenaron, nos llevaron y nos trajeron, para determinar quiénes dormirían en qué tiendas: nos pusieron en filas de diez, delante de nuestros respectivos «bloques». Yo ocupé mi puesto delante de la tienda que estaba a la derecha, y allí estuve esperando muchísimo tiempo, de pie, hasta que se me entumeció todo el cuerpo bajo el peso de aquel día que resultaba cada vez más y más insoportable. En vano miraba por todas partes, buscando a los muchachos, alrededor no había más que desconocidos. Mi vecino de la izquierda era un hombre alto y delgado, un poco raro, que no dejaba de hablar solo y de mover su cuerpo, inclinándose hacia delante y hacia atrás, y el de la derecha, uno bajito pero fuerte, se pasaba el tiempo echando escupitajos en la arena. Me miró, primero fugazmente y luego con más detenimiento, con sus ojos achinados y brillantes. Su nariz era pequeñísima, casi como si no tuviera hueso, y llevaba el gorro un poco ladeado, lo que le daba un toque de gracia. «¿Y tú -me preguntó, después de mirarme por segunda vez-, de dónde eres?» Enseguida me di cuenta de que le faltaban los dientes anteriores. Cuando le dije que era de Budapest, se animó muchísimo y me preguntó si todavía existían los bulevares y si circulaba el tranvía número seis, como él «los había dejado». Le contesté que, por supuesto, todo estaba igual y se mostró muy contento. También quería saber cómo había llegado hasta allí, a lo que yo respondí: «Fue muy fácil, sólo tuve que bajar del autobús». «¿Y qué?», preguntó. Le respondí que nada más, que allí estaba. Se quedó un tanto sorprendido, como alguien que no conoce la disposición de su propio hogar, y quise preguntarle qué era lo que tanto le extrañaba, pero no pude porque al instante me cayó una bofetada. En realidad estaba ya sentado en el suelo cuando oí el ruido y empecé a sentir un escozor en la mejilla izquierda. Ante mí había un hombre, vestido con traje negro de montar y un gorro negro de artista, que lucía un cabello y un fino bigote negro en medio de su cara de tez oscura y desprendía un olor extrañísimo: no había ninguna duda, era un olor auténtico a perfume. De su griterío sólo entendí la palabra Ruhe, es decir, «silencio», repetida varias veces. La verdad es que parecía representar una verdadera autoridad, avalada por los números que llevaba junto a la letra «Z» dentro de un triángulo verde, un silbato de plata y las letras blancas «LA» en una cinta en el brazo. Yo estaba bastante enfadado puesto que no estaba acostumbrado a que me pegaran; sentado y todo, intenté expresarlo de alguna manera. Yo creo que percibió mi enfado porque, a pesar de que seguía chillando, noté que la expresión de sus ojos oscuros, como aceitosos, cambió, haciéndose más suave, como si quisiera disculparse, mientras me miraba de arriba abajo: era una sensación molesta e incómoda. Luego, siguió su camino, corriendo entre la gente que le abría paso, con la misma rapidez con la que había llegado.
Cuando me levanté, mi vecino de la derecha me preguntó si me había dolido. Le contesté bien alto, para que todos me oyeran, que no, que en absoluto. «Entonces -opinó- deberías limpiarte la nariz.» Al tocarla, mis dedos se mancharon de sangre. El vecino me indicó que debía inclinarme hacia atrás para que la sangre dejara de correr. Después me dijo que aquel hombre era un gitano y, tras un corto silencio, añadió: «Es un bujarrón». Al ver que yo no había entendido aquella expresión, continuó: «Mariquita». Eso sí lo entendí, más o menos. «Bueno -dijo entonces, extendiéndome la mano-, yo me llamo Bandi Citrom», y yo también le dije mi nombre.
Según me contó, venía de un campo de trabajo. Lo habían destinado a trabajos obligatorios al principio de la guerra, puesto que tenía veintiún años en aquella época: por su edad, su sangre y su estado físico era apto para trabajar; así se había visto obligado a abandonar su casa hacía cuatro años. Había estado en Ucrania, desactivando minas. «¿Y tus dientes?», le pregunté. «Me los han roto», su respuesta me sorprendió tanto que no pude dejar de preguntar: «¿Cómo?», me contestó que era «una larga historia» y no quiso entrar en detalles. Al parecer se había «peleado con el sargento», lo que tuvo como consecuencia la rotura de la nariz y los dientes. Tampoco entró en detalles sobre la manera de desactivar las minas, sólo me dijo que se hacía con una pala, un alambre y mucha suerte. Por eso habían quedado tan pocos en el «batallón disciplinario» y habían tenido que reemplazar a los húngaros por soldados alemanes. Ellos se pusieron muy contentos puesto que les habían prometido un trabajo más fácil. El tren los llevó a Auschwitz, como era de esperar.
A mí me hubiera gustado seguir curioseando, pero en aquel momento llegaron tres hombres. Unos diez minutos antes, me había llamado la atención el nombre de uno de ellos al que se dirigían varias personas: «¡Doctor Kovács!»; al instante había salido de las filas un hombre regordete, de cara blanda, con media calva y el resto de la cabeza afeitada. Se movía despacio, casi a regañadientes, como alguien que sólo hace caso ante la insistencia; él mismo había designado a los otros dos. A continuación se fueron los tres, acompañados del hombre vestido de negro, y yo me enteré cuando la noticia llegó a las últimas filas, de que acabábamos de elegir a nuestro comandante, Blockältester como ellos lo llamaban, y a nuestros Stubendienst, es decir -como le traduje más o menos a Bandi Citrom que no hablaba alemán- nuestros «sirvientes de habitación». Ahora nos querían enseñar algunas de las voces de mando y los movimientos que las acompañaban, y, más adelante, ya nos enseñarían más. Yo ya conocía algunas de las voces, como «Achtung! Mützen… ab! Mützen… auf!» [¡Atención! ¡Quitaos las gorras! ¡Poneos las gorras!], pero otras eran nuevas: «Korrigiert!» [¡Ajustar!] se refería a los gorros, naturalmente y «Aus!» a lo que teníamos que «ajustar», por ejemplo las manos a los muslos, con un golpe seco. Practicamos las órdenes varias veces. Según nos explicaron, el Blockältester también era el responsable del recuento; lo ensayó y lo volvió a ensayar delante de todos nosotros; uno de los Stubendienst -un hombre bajito, con tez rojiza, casi violeta- representó el papel de soldado. «Block fünf -dijo- ist zum Appel angetreten. Es soll zweihundertfünfzig, es ist…» [El bloque cinco se ha presentado a formar filas. Debe haber doscientas cincuenta, hay…] y así me enteré de que pertenecía al bloque número cinco y de que éramos doscientos cincuenta en total. Después de un par de repeticiones, todo quedaba perfectamente claro, comprendido y asimilado.