Otro día fui yo quien al principio no reconocí a una criatura muy rara que pasaba a mi lado, probablemente en dirección a las letrinas. Llevaba el gorro calado hasta las orejas, su cara flaca y huesuda estaba llena de magulladuras y de su nariz caían gotas amarillas. «¡Suave!», grité pero él ni siquiera se inmutó. Se arrastraba de una forma penosa, agarrando sus pantalones con una mano; yo pensé que nunca habría imaginado que alguien pudiera cambiar tanto. Otro día vi también al Fumador -creo que era él-, todavía más amarillo y más flaco que el Suave, con los ojos más grandes y febriles.
En ciertas circunstancias, no basta con la buena voluntad. En una ocasión, cuando todavía estaba en casa, había leído que con el tiempo y con el esfuerzo necesarios uno puede incluso acostumbrarse a vivir preso. No dudo de que esto sea verdad cuando se está encerrado en una casa o en una prisión normal, civil, pero en un campo de concentración, según mi experiencia, es imposible. Y estoy totalmente convencido de que no es por falta de esfuerzo, ni de buena voluntad; el problema es que simplemente no te dejan tiempo para ello.
Sé que en un campo de concentración hay tres formas de evadirse, puesto que había visto y oído cómo otros lo hacían y yo mismo llegué a ponerlas en práctica. Yo escogí la primera forma, quizá la menos pretenciosa, pues existe una parcela de nuestra naturaleza que -según aprendí- es verdaderamente un don eterno que le impide al hombre caer en la locura. Es un hecho demostrado que nuestra imaginación permanece libre incluso en condiciones de privación de libertad. Yo podía, por ejemplo, hacer lo siguiente: mientras mis manos estaban ocupadas con la pala y el pico -ahorrando fuerzas, suministrándolas bien, limitándome a realizar sólo los movimientos más necesarios-, yo lograba escapar de allí. Al mismo tiempo, me di cuenta de que la imaginación no es ilimitada, pues con el mismo esfuerzo me habría podido trasladar a Calcuta, Florida o a cualquiera de los lugares más bellos del mundo. Sin embargo, como eso no me parecía bastante serio y no me habría resultado muy convincente, la mayoría de las veces me quedaba en casa. La verdad es que tampoco era menos atrevido que estar en Calcuta, pero por lo menos tenía algo de humildad, y daba cierto trabajo que igualaba el esfuerzo y lo hacía auténtico. Pronto advertí que cuando era libre no había vivido de la mejor manera posible, que había malgastado mis días, que tenía de qué arrepentirme… Sin ir más lejos, me acordaba de que algunas comidas no me gustaban, no las comía o sólo lo hacía a medias, simplemente porque no eran de mi agrado; eso me pareció una falta incomprensible e imperdonable. O la eterna discusión entre mi padre y mi madre por mi persona. «Cuando esté de nuevo en casa terminaré con todas estas discusiones para que haya paz», pensé de una manera sencilla y con estas mismas palabras, sin vacilar ni un instante, como si sólo me interesaran los problemas derivados de ese hecho completamente natural. Había también cosas de mi vida previa que me ponían nervioso o que, por ridículo que parezca, me daban miedo: ciertas asignaturas en el colegio, los profesores que las enseñaban, los exámenes y sus resultados, el comportamiento de mi padre al enterarse de las notas; me acordaba de esos temores y me divertía. Uno de mis pasatiempos favoritos era imaginarme una y otra vez un día completo, un día íntegro en casa, desde la mañana hasta la noche, ateniéndome siempre a la regla de la humildad. El mismo esfuerzo me hubiera costado imaginarme un día especial, un día perfecto, pero yo me imaginaba un día malo: madrugar, ir a la escuela y agobiarme, comer mal… y al imaginarme todo eso, enmendaba todas aquellas posibilidades malgastadas y fallidas o, simplemente, inadvertidas. Lo había oído decir, y ahora también puedo dar fe de ello: es verdad que las paredes de la cárcel no pueden poner límites a nuestra imaginación. El único problema era si mi imaginación me llevaba tan lejos como para olvidarme de mis manos, porque entonces la realidad restablecía sus derechos de la manera más concreta y contundente.
Más tarde, empezaron a no cuadrar los números en los recuentos de las mañanas, como sucedió un día en el bloque seis, que estaba junto al nuestro. Todos sabíamos qué ocurría, puesto que el toque de diana en un campo de concentración arranca del sueño a todo el mundo: aquellos que no despertaban ya no lo harían nunca más, y allí quedarían sus cuerpos. Pues bien, en esto consiste la segunda forma de evasión, ¿quién no ha tenido la tentación, aunque sea una sola vez, de abandonarse? Yo sí, con seguridad, sobre todo por la mañana cuando me despertaba y debía afrontar un nuevo día en el alboroto de la tienda. Así me ocurrió en repetidas ocasiones, pero Bandi Citrom nunca dejó que lo hiciera. Al fin y al cabo, el café no importaba tanto, y al recuento ya llegaríamos: eso piensa uno, eso pensaba yo también. Naturalmente, no podíamos quedarnos acostados, hubiera sido algo infantil; debíamos levantarnos y luego… conocíamos algún sitio, algún rincón del todo seguro. Lo teníamos previsto, calculado, porque habíamos encontrado aquel lugar por pura casualidad, sin buscarlo, casi sin darnos cuenta. Nos acostábamos, nos metíamos, por ejemplo, debajo de las cabinas. Cualquier rincón, cualquier sitio o escondite bastaban. Nos cubríamos bien con paja, mantas, con lo que fuera. Al mismo tiempo, considerábamos la idea de estar presentes en el recuento; los más atrevidos hasta llegaban a pensar que la falta de una sola persona quizá no llamaría la atención, que quizá contarían mal -a fin de cuentas todos podemos equivocarnos-, que quizá precisamente aquel día la falta de una sola persona no llamaría tanto la atención, y ya por la noche -estábamos seguros- cuadrarían los números; los más atrevidos incluso llegaban a estar seguros de que en aquel escondite nunca los encontrarían. Sin embargo, los verdaderamente atrevidos no pensaban ni siquiera en eso, porque ellos simplemente creían -como yo lo he llegado a creer también- que una hora más de sueño justifica cualquier riesgo, cualquier precio, lo que sea.
En realidad, nunca era una hora ya que por las mañanas las cosas se sucedían muy rápido: enseguida se formaban los destacamentos de búsqueda. Aquel día, como otros muchos, el Lagerältester iba delante, vestido de negro, recién afeitado y perfumado, con su gallardo bigote; el guardia alemán y un Blockältester y un Stubendienst les seguían de cerca. Todos armados con palos, porras y garrotes entraron en el bloque seis. Desde dentro se oyeron voces y gritos y, al cabo de unos minutos -¡vaya!-, el aire se llenó del vociferar triunfante y victorioso de los que acaban de encontrar lo que buscaban. También oímos otra voz, cada vez más débil, que se calló pronto. Lo que sacaron de la tienda sólo parecía un bulto, una cosa sin vida, un montón de trapos que dejaron tirado al final de la fila, allá, echado. Sin embargo, algún detalle, algún rasgo típico llamaron mi atención, y pude reconocerlo: el hombre desafortunado. Siguió entonces el grito de «Arbeitskommandos antreten» [Comandantes, ¡empezad!] y ya sabíamos que los soldados serían más severos con todos nosotros.
Por último, hay una tercera manera de escapar: la literaria, la verdadera. Hubo un caso, un solo caso en nuestro campamento. Los fugitivos eran tres, los tres letones, hombres experimentados, que hablaban alemán y conocían perfectamente los alrededores, es decir, se movían con seguridad -según corrió la noticia como un murmullo-, y nosotros estábamos orgullosos, disfrutamos con malicia del desconcierto de nuestros guardias, algunos incluso empezaron a considerar con entusiasmo la posibilidad de seguir el ejemplo. Después estuvimos furiosos con ellos, ya de madrugada, a eso de las dos o las tres, cuando como castigo por sus actos todavía permanecíamos en las filas, en el recuento, formados o, mejor dicho, tambaleándonos. A la tarde siguiente, intenté no mirar hacia la derecha, donde había tres sillas, y encima de ellas, sentadas, tres personas o tres cosas parecidas a personas. Me pareció más sensato no mirar el aspecto que podían tener, ni la inscripción de las letras grandes y torpes que llevaban en unas cartulinas colgadas del cuello (más tarde me enteré, puesto que lo repitieron mucho en el campamento: «Hurrah! Ich bin wieder da!», es decir «¡Hurra! ¡Estoy aquí otra vez!»); también vi un artilugio de madera del que colgaban tres sogas con nudo corredizo; comprendí que se trataba de una horca. Cena no hubo, por supuesto, y en su lugar los gritos de «Appell! Das ganze Lager: Achtung!» [¡A formar filas! Todo el campo: ¡Atención!], en la voz del mismísimo Lagerältester en persona. Se prepararon los ejecutores, aparecieron también los representantes de las autoridades militares, y pasó lo que tenía que pasar, lo previsto, por decirlo así, por suerte bastante lejos de donde nosotros estábamos, al lado de los aseos. Yo no miré, preferí dirigir la vista a la izquierda, de donde llegaba una voz, un murmullo, una especie de melodía. En esa dirección pude distinguir una cabeza que temblaba, un cuello flaco inclinado hacia delante, con la nariz y los ojos iluminados, casi enloquecidos, llenos de lágrimas: los ojos del rabino. Pronto me enteré también de lo que decía porque muchos empezaron a repetir sus palabras. Primero los fineses, todos ellos, y muchos más. No sé de qué manera pero sus palabras también se repetían en los bloques colindantes. Se veían las bocas que se movían, las cabezas, los cuellos, los hombros que se balanceaban suavemente pero con firmeza. El murmullo se transformó, en medio de las filas, en un ruido apenas audible pero constante que sonaba por todas partes, como si viniera de las entrañas de la tierra: «Iskadal, voiskadal» se oía, y hasta yo sé que es el «kaddis», la oración que los judíos rezamos a los muertos. Reconozco que no fue otra cosa que terquedad, la única y definitiva manera de terquedad, casi obligatoria, casi forzada, casi impuesta -hay que reconocerlo-, y al mismo tiempo inútil (puesto que allí delante nada se alteraba, no había ningún cambio, ningún movimiento más que las últimas convulsiones de los ahorcados); yo comprendí, sin embargo, el sentimiento que hacía que la cara del rabino casi se diluyera y que su nariz temblara de una manera extraña. Como si hubiese sucedido aquel momento tan esperado, aquel victorioso momento de la llegada del cual nos había hablado en la fábrica de ladrillos. A mí, por primera vez me dio pena, sentí un vacío, incluso cierta envidia, deseando saber rezar -aunque fuese una sola oración- en la lengua de los judíos.