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El tiempo pasaba más deprisa en el hospitaclass="underline" cuando no dormía, estaba ocupado con el hambre, la sed, el dolor, la herida, alguna que otra conversación, la visita al médico, pero incluso sin ningún tipo de ocupación me encontraba también muy bien, o justamente por eso, por esa sensación dulce y placentera de no tener que ocuparme de nada. También hacía preguntas a los recién llegados para enterarme de las noticias del campo, de qué bloque eran y si conocían por casualidad a un tal Bandi Citrom, del bloque cinco, ni alto ni bajo, con la nariz rota y sin dientes, aunque nadie parecía acordarse. Observaba las heridas de los demás en la consulta: eran parecidas a las mías, sobre todo en las piernas y los muslos, aunque también las había más arriba, en caderas, traseros, brazos e incluso cuellos y hombros: las llamaban «infecciones», y su aparición y masiva propagación no eran -según los médicos- extrañas ni anormales en los campos de concentración. Más tarde empezaron a llegar enfermos a quienes había que amputar algún dedo de los pies, en el peor de los casos todos, pues, según contaban, fuera, en el campo era invierno, y sus pies se habían congelado en los zapatos de madera. En una ocasión entró una persona vestida con un uniforme de preso hecho a medida; era obvio que se trataba de una autoridad. Lo oí decir claramente, aunque en voz baja, «Bonjour»; por eso y por la letra «F» de su triángulo rojo adiviné que era francés; por la cinta que llevaba en el brazo con la inscripción «O. Arzt» también me enteré de que era el médico en jefe de nuestro hospital. Me quedé mirándolo porque hacía mucho que no veía a un hombre tan atractivo: no era muy alto, pero su uniforme estaba debidamente relleno de carne por todas partes, su cara también era rellenita, y todos sus rasgos eran inequívocamente los suyos propios; conservaba las proporciones y los distintos matices para expresar sus sentimientos: su barbilla era redonda y tenía un hoyuelo en el medio, su piel morena y aceitosa brillaba como las pieles solían brillar antaño, en casa, entre la gente normal. No me parecía mayor, calculé que tendría unos treinta años. Los otros médicos parecían estar muy ajetreados, buscando su aprobación, explicándole todo con pelos y señales y, según observé, no a la manera acostumbrada en el campo sino más bien a la antigua usanza, de fuera -que tantos recuerdos me traía-, con la distinción, la educación y el buen comportamiento que se manifiestan en sociedad, cuando se nos presenta la ocasión de demostrar que conocemos y manejamos bien un idioma culto, en este caso concreto el francés. Sin embargo, me di cuenta de que todo eso no significaba nada en absoluto para el médico en jefe: lo miraba todo, respondía brevemente a todo, asentía con la cabeza, pero todo lo hacía muy despacio, como apagado, taciturno, tenebroso, con una constante expresión de desaliento, casi de abatimiento en el rostro y en los ojos oscuros. Yo estaba asombrado, no entendía en absoluto a qué se podía deber todo eso en el caso de una persona de tanta autoridad, tanto poder y tanto rango. Trataba de adivinarlo fijándome bien en su cara, en sus gestos, y poco a poco llegué a la conclusión de que al fin y al cabo él también estaba allí; comprendí entonces, no sin extrañarme, que él estaba simplemente apenado por su condición de preso. Me entraron ganas de decirle que no se preocupara, que eso era lo de menos, pero no me atreví, y luego también me acordé de que yo no hablaba francés.

Casi todo el tiempo que duró el traslado lo pasé durmiendo. Había oído decir que en Zeitz estaban terminando la construcción de unos barracones de piedra, en lugar de las tiendas, para pasar el invierno, y que no se habían olvidado de acondicionar uno como hospital. Me arrojaron sobre el suelo de un camión -era de noche, todo estaba a oscuras y, por el frío que hacía, calculé que probablemente estaríamos a mediados de invierno-; lo siguiente que vi fue una sala enorme y bien iluminada, con una fría antesala que olía a productos químicos y con una bañera de madera en el medio, donde tuve que sumergirme hasta la coronilla. No sirvieron ni peticiones, ni quejas ni protestas; me estremecí al sentir el líquido helado y al pensar que muchos enfermos se hubiesen sumergido ya en el mismo líquido pardusco, con heridas y todo.

El tiempo pasaba más o menos igual que antes, excepto por algunas diferencias. En el nuevo hospital, por ejemplo, las literas eran de tres pisos. Nos llevaban con menor frecuencia al médico, por lo que mi herida se limpiaba más o menos sola, como podía. Para colmo, empecé a sentir dolor en la parte izquierda de la cadera, y apareció el conocido bulto rojo e inflamado. Al cabo de un par de días, durante los cuales esperé que se me pasara, que pasara algo, tuve que decírselo al enfermero, y al cabo de otros dos o tres días de apuros y de esperas, me tocó el turno del médico, instalado en la parte delantera del barracón, donde me practicaron otro corte del tamaño de la palma de una mano en la cadera. Otra circunstancia molesta se debía al lugar que yo ocupaba, en una de las camas de abajo, justo enfrente de una pequeña ventana alta, que miraba al cielo invariablemente gris, y que no tenía vidrio, sólo unos barrotes de hierro, en los cuales se formaban unas eternas estalactitas de hielo, debido probablemente a la acumulación de los vapores que subían del interior. Yo estaba vestido como correspondía a todos los enfermos: con un camisón corto y sin botones y una gorra de lana verde que nos habían distribuido debidamente al empezar los fríos; tenía dos orejeras y un corte en «V» sobre la frente, por lo que recordaba el gorro de un campeón de patinaje sobre hielo, o de algún actor que estuviera en las gradas representando el papel de Satanás; también debo reconocer que la gorra resultó sumamente útil. Así pues, pasaba mucho frío, sobre todo desde que había perdido una de mis dos mantas con cuyas tiras hubiera podido entonces apañarme para rellenar los agujeros y roturas de la otra. El enfermero me había dicho que se la prestara, que me la devolvería pronto. En balde me agarré a ella con las dos manos, él resultó ser el más fuerte. Además de la pérdida, me preocupaba bastante la idea de que las mantas se las quitaran normalmente a los enfermos cuyo fin estaba próximo, según todas las previsiones y cálculos. En otra ocasión, una voz ya bien conocida a esas alturas que procedía de una de las camas de abajo me previno de la llegada de un enfermero con otro enfermo nuevo en los brazos, buscando con cuál de nosotros lo podría acostar. Al enfermo de aquella voz, sin embargo, la autorización del médico le aseguraba el derecho a una cama para dormir solo debido a su gravedad. Así protestaba y chillaba vivamente: «¡Protesto! ¡Tengo derecho! ¡Pregúntenle al médico!». Así una y otra vez hasta que los enfermeros tuvieron que llevar su carga a otra cama, en este caso la mía: me tocó un muchacho de mi edad. Me pareció que su cara estaba amarilla y sus ojos ardientes, pero ya todos teníamos las caras amarillas y los ojos ardientes. Enseguida me preguntó si tenía agua para beber, a lo que le respondí que ya me gustaría a mí también, y luego que si tenía tabaco para fumar… y claro, tampoco tuvo suerte. Me ofreció darme su ración de pan a cambio pero le dije que no insistiera, que no dependía de eso, que no tenía, y entonces se quedó callado. Me imaginé que tendría fiebre porque su cuerpo, en constante temblor, desprendía un calor que yo no dejaba de aprovechar con gusto. Por la noche dio muchas vueltas en la litera, y eso me gustó menos, puesto que no siempre tenía debidamente en cuenta la ubicación de mis heridas. Le dije que se estuviera quietecito y, al final, me hizo caso. Por la mañana me di cuenta de por qué me había obedecido: en vano traté de despertarlo para el café. Sin embargo, como había prisa, yo le entregué sin tardanza su tazón al enfermero, puesto que me lo pedía justo cuando yo iba a explicarle lo ocurrido. También cogí su ración de pan, y por la noche su sopa, y así, hasta que un día empezó a comportarse de manera muy rara y tuve que avisar; al fin y al cabo no podía seguir guardándolo así en mi cama. Estuve un tanto preocupado, porque la tardanza se había hecho más que evidente, y la explicación era obvia, dadas las circunstancias, pero el caso se selló sin mayores consecuencias, se olvidó como otros, y a mí -gracias a Dios- me dejaron otra vez sin compañero.