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O el médico, porque resultó que el hombre con cara de bruto era médico, médico en jefe. Su visita -digna de un hospital de verdad- era un ritual que se repetía de la misma manera cada mañana. Cuando la habitación estaba recién recogida, los cafés ya tomados, las tazas guardadas detrás de la cortina, improvisada con una manta, donde Pietka tenía sus cacharros, se oían unos pasos conocidos por el pasillo. En un santiamén, una mano enérgica abría la puerta de nuestra habitación. Se oía un saludo, probablemente «Guten Morgen», [Buenos días], pero del cual sólo se oía un largo «Moo´gn», y entraba el médico. Ni esperaba ni deseaba -quién sabe por qué- que le devolviéramos el saludo, con la excepción de Pietka, que le recibía con su sonrisa habitual, con la cabeza descubierta y con respeto, pero -según tuve ocasión de observar con el tiempo- no con el mismo respeto bien conocido con el cual se honra a una autoridad superior, sino con simple y puro respeto, por propia iniciativa, por propia voluntad. Luego el médico cogía, una por una, todas las fichas previamente colocadas en su mesa por Pietka y las examinaba como si fueran fichas de verdad en un hospital de verdad, donde, naturalmente, nada había más importante que el estado de los enfermos. A veces se dirigía a Pietka para hacer una observación sobre el contenido de las fichas, pero no esperaba una respuesta del enfermero, que habría sido tan inoportuna como devolverle el saludo matutino. «Der kommt heute ´raus!», decía después, lo cual significaba -según comprendí con el tiempo- que tenía que presentarse, en el curso de la mañana, por sus propios pies o por medio de los hombros de Pietka, entre sus cuchillos y navajas, sus tijeras y sus vendas de papel, en la pequeña habitación de la consulta, a unos diez o quince metros de la salida de nuestro pasillo. (No me pidió autorización, como el médico de Zeitz, ni parecieron importarle mis protestas, cuando con una de sus extrañas tijeras abrió otros dos cortes en la carne de mi cadera, pero por la forma en que extrajo todo lo acumulado y me limpió por dentro con una gasa, untándome cuidadosamente una pomada, comprobé que era un auténtico experto.) Su segunda posible observación era: «Der geht heute nach Hause!», lo que significaba que el enfermo estaba curado, y que se podía ir nach Hause, es decir, a casa, a su bloque del campo, a su trabajo, a su destacamento, naturalmente.

Al día siguiente todo ocurría igual, según las mismas normas, las mismas reglas, el mismo ritual, en el cual Pietka, nosotros, los enfermos, e incluso el mobiliario participaba con la misma seriedad, cumpliendo con su papel, echando una mano, manteniendo la misma situación, día a día, ejercitándola más y más, inmovilizándola, justificándola: como si fuera completamente natural y lógico que él, nuestro médico, tuviera como tarea curarnos, y nosotros, los enfermos, tuviéramos la misma tarea, curarnos, ponernos bien lo antes posible, y luego irnos a casa; ésa era nuestra tarea principal y evidente, por supuesto.

Más adelante aprendí otra cosa sobre él. A veces se juntaba mucha gente en la consulta. Entonces Pietka me sentaba en un banco lateral y yo esperaba hasta que el médico me llamaba con la palabra: «Komm, komm» [Venga, venga] o me daba un tirón de orejas simpático pero no muy agradable y me echaba con un solo y único movimiento sobre su mesa de operaciones. En ocasiones se formaban verdaderos atascos, con enfermeros que entraban y salían llevando enfermos. En la habitación de la consulta había otros médicos que atendían a otros enfermos; a veces uno de ellos, de menor jerarquía, me cambiaba las vendas, humildemente, en una mesa lateral, un tanto alejada de la mesa central. Conocí a uno de ellos, un hombre bajo, de pelo blanco y nariz de ave rapaz, que llevaba el mismo triángulo rojo sin más señas, y un número -si bien no de los más elegantes, los de dos o tres dígitos- de cuatro cifras: puedo decir que nos hicimos amigos. Él me comunicó, lo que Pietka confirmaría más tarde, que nuestro médico llevaba doce años en el campo de concentración: «Zwölf Jahre im Lager», decía en voz baja, meneando la cabeza, con una expresión de reconocimiento ante un récord apenas imaginable. Le pregunté: «Und Sie?» [¿Y usted?]. «O, ich» [Yo también], respondió, cambiando su expresión. Luego añadió: «Seit sechs Jahren bloss» [Pero sólo llevo seis años], e hizo un gesto despreciativo con la mano, indicando que era algo sin importancia, que no merecía la pena ni mencionarse. Él me preguntó también muchas cosas, cuántos años tenía, cómo había llegado hasta allí, y así empezó nuestra charla: «Hast du was gemacht?» [¿Has hecho algo malo?]. «Nichts» [No], repuse yo. ¿Entonces por qué estaba allí?, me preguntó y yo respondí que por la simple y sencilla razón de ser judío, como muchos de mi raza. Pero, insistió, ¿por qué me habían arrestado?, «verhaftet», y yo le conté brevemente, como pude, la historia de aquella mañana, lo del autobús, la aduana, la policía militar. «Ohne dass deine Eltern», dijo, con lo que quería confirmar que, naturalmente, mis padres no sabían nada de mí. Le contesté que sí, que naturalmente «ohne». Parecía muy sorprendido, como si nunca hubiera oído nada parecido, y yo pensé que había estado muy alejado del mundo durante esos seis años. Enseguida transmitió la información al otro médico que estaba trabajando a su lado, y aquél al otro, al siguiente, a todos los demás médicos, enfermeros, enfermos, a todos. Finalmente me vi rodeado de personas que me miraban incrédulos, con asombro, y eso me molestaba: no quería que sintieran pena por mí. Me dieron ganas de decirles que no se preocuparan, que en aquel momento por lo menos no había por qué preocuparse, pero no dije nada, algo me retuvo, fue como si el corazón me lo impidiera porque me di cuenta de que aquel sentimiento les producía cierta satisfacción, les causaba placer. Así me pareció, y más adelante, cuando volvieron a preguntarme, a interrogarme, tuve la impresión de que buscaban, anhelaban la ocasión, la manera, el pretexto para hacerlo, por alguna razón, alguna necesidad, como queriendo tener la prueba de algo, de sus métodos, para ver de lo que eran capaces; por lo menos, ésa fue mi impresión. Luego se miraron de una manera que me aterrorizó, y dirigí mis ojos alrededor para comprobar si había alguien que pudiera ser peligroso, pero lo único que vi fueron frentes sombrías, cejijuntas y labios apretados, como si otra vez se hubiesen cerciorado de algo, y ese algo debía de ser la razón por la cual se encontraban allí.

También estaban los visitantes, a quienes miraba y observaba; intentaba comprender por qué motivo acudían una y otra vez. Al principio reparé en que siempre llegaban por la tarde, más o menos a la misma hora, y entonces comprendí que en Buchenwald, en el campo grande también debía de haber una hora parecida a la de Zeitz, entre el regreso de los destacamentos y el recuento vespertino, probablemente. La mayoría de los que llegaban llevaban la letra «P», pero también había otras como «J», «R», «T», «F», «N» y «No», y quién sabe cuántas más: puedo decir que ciertamente vi cosas interesantes, aprendí cosas nuevas y empecé a entender mejor las circunstancias del lugar, las condiciones, la vida social, por así decirlo.

En Buchenwald, los habitantes más antiguos eran casi guapos, sus caras estaban rellenas, sus movimientos y su manera de andar eran rápidos, muchos tenían permiso para dejarse crecer el pelo y sólo llevaban el uniforme a rayas en el trabajo, como Pietka, quien por la noche, después de repartir nuestras raciones de pan (el cuarto o el tercio de siempre, con la eventual ración de Zulage), se marcha, por ejemplo, de visita. Se pone una camisa o un suéter y -tratando de disimular ante los enfermos pero con visible placer en la cara y en los gestos- escoge un traje marrón a rayas, a la moda, cuyos únicos fallos son un parche en la parte de atrás y unas manchas de pintura roja imposibles de quitar, más el triángulo rojo y el número de preso en el pecho. A mí me causaban mayor disgusto, por no decir molestia, las visitas que Pietka recibía. La razón de mi malestar se debía a la desafortunada disposición del mobiliario: el enchufe estaba justo al pie de mi cama. Por más que tratara de ocuparme de algo en aquellos momentos, fijando la atención en la blancura impecable del techo, en la pantalla esmaltada de la lámpara o en mis propios pensamientos, cuando Pietka se acurrucaba, con su cazuela y el hornillo eléctrico de su propiedad, yo percibía el ruido de la margarina caliente derritiéndose en la sartén y tenía que tragarme todo el olor penetrante de las rodajas de cebolla, las patatas y hasta el wurst y el Zulage, y tenía que soportar el ruido característico de la cáscara al romperse, de la margarina deshaciéndose, mientras se freía ante mis atónitos ojos una cosa amarilla por dentro y blanca por fuera: un huevo. Cuando todo estaba frito y refrito aparecía el invitado: «Dobre vecher!», decía, contento, Pietka, porque aquél también era polaco. Su nombre era Zbisek, pero a veces Pfleger lo llamaba Zbisku, que era quizás una forma cariñosa o abreviada. Llegaba muy peripuesto, con botas, chaqueta corta de color azul marino, tipo cazadora de deporte, aunque con el mismo parche en la parte de atrás y el número en el pecho, y un suéter negro de cuello alto. Alto, corpulento y con la cabeza rapada por obligación o por higiene, me parecía un hombre agradable y simpático. Su cara era redonda, y su expresión, serena, pícara e inteligente; de todos modos nunca lo hubiese cambiado por Pietka. A continuación se sentaban frente a la mesa de atrás para cenar y charlar; a veces los acompañaba un enfermo polaco, que decía un par de palabras en voz baja; otras veces se ponían a jugar, o echaban un pulso, que por lo general -para mayor regocijo de todos en la habitación- ganaba Pietka, aunque el otro parecía más fuerte. Por lo tanto, ambos compartían todas las ventajas y desventajas, tristezas y alegrías, tareas y preocupaciones, e incluso sus tesoros, sus raciones, esto es, eran amigos, como suele decirse. Aparte de Zbisek, otras personas iban a ver a Pietka para intercambiar alguna palabra, o algún objeto. Otros acudían a visitar a algún enfermo, con muchas prisas, siempre susurraban algo a escondidas, casi en secreto. Se sentaban en el borde de sus camas unos minutos; algunas veces depositaban un paquetito envuelto en papel de mala calidad, humildemente, casi disculpándose. Luego les preguntaban, aunque yo no oyera ni comprendiese sus palabras, cómo se encontraban, qué noticias tenían, y les informaban cómo iban las cosas fuera, quién les mandaba saludos y quién había preguntado por su salud. Más tarde se despedían porque el tiempo pasaba, dándose palmaditas en el hombro, diciendo que volverían pronto, y se iban, con prisas como habían venido, contentos, sin haber conseguido ningún beneficio, ninguna utilidad, sólo por eso, por esas palabras compartidas, sólo para visitar al enfermo en cuestión.